“The Wild Bunch” (Sam Peckinpah, 1969)
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"Es el único partido que a mí me suscita odio de clase. O sea, yo los veo y me dan ganas de hacer la Revolución Francesa, sin guillotina, ¿verdad? Porque estoy contra la degollación aunque no sean inocentes. Pero, o sea, yo es que veo a Errejón, a la Bescansa, a la Rita Maestre y me sale, me sale... el monte, no el agro, el monte. O sea, si llevo la lupara, disparo. O sea, menos mal que no la llevo".
Federico Jiménez Losantos. (EsRadio. 20 Enero 2015)
La lupara es esa famosa escopeta recortada que proviene de Italia, una de las armas preferidas de la Cosa Nostra, la Camorra y la Mafia. Todos las hemos visto en el cine: cuando Al Pacino/Michael Corleone viaja a Sicilia en El Padrino (F.F. Coppola, 1972) sus guardaespaldas llevan luparas.
“La escopeta recortada tiene un alcance efectivo más corto debido a la baja velocidad de boca y mayor dispersión de la munición. Su reducido tamaño la hace más sencilla de maniobrar y ocultar. (...) En los países donde las pistolas y su munición son escasas debido a restricciones legales o precios altos, se sabe que los criminales transforman armas de caza legales o robadas en armas ocultables. Para las organizaciones criminales, la disponibilidad de munición para cacería (obtenida legalmente o no) es otra ventaja de las escopetas recortadas”. (Wikipedia)
La recortada, en el cine, suele ser un arma de gánsteres o de villanos a sueldo, personajes contradictorios o poco heroicos. Como en Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), esa elegía descarnada y brutal firmada por Sam Peckinpah, considerada un hito del llamado western crepuscular y, sin lugar a dudas, una de las mejores películas del Oeste de todos los tiempos. William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates, Robert Ryan son aquí unos bandidos crueles, desesperados, presos de su propia violencia, huérfanos de un pasado sin ley que ya desaparece, incapaces de adaptarse a una nueva época, a un tiempo que ya no les pertenece.
A diferencia de su versión en arma de fuego, las escopetas recortadas “dialécticas” no se ocultan. Es más, se exhiben con orgullo, sin temor de caminar por el filo de una navaja que corta a quien se acerca demasiado, incluyendo ese mismo sistema al que dicen defender.
El artículo 20 de la Constitución Española establece los derechos a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica. A la libertad de cátedra. A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”.
También afirma que “la ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. La ley regulará la organización y el control parlamentario de los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier ente público y garantizará el acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España”. Los únicos límites de la ley son los derechos recogidos por el propio artículo 20, “el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
La libertad de expresión, ciertamente un logro jurídico que certifica a nuestro país como un Estado democrático moderno, derecho fundamental para mantener el equilibrio entre poder y ciudadanía y el libre ejercicio de la manifestación política, del arte, la literatura y la prensa, ha sido puesta en tela de juicio durante la pasada legislatura. La Ley mordaza, la caza al hombre del caso Zapata o la detención de César Strawberry, algunas recientes sentencias en los límites de la censura y de la represión ideológica, así como una doble vara de medir en la persecución de manifestaciones en las redes sociales, demuestran la utilización bastarda que de este derecho fundamental pueden hacer los poderes públicos, con la aquiescencia de los privados.
"Colmillos tenemos todos, y si alguien quiere que esto sea una guerra de tiroteo yugoslavo... Nunca desenfundo el primero, pero si me disparan, yo disparo". Carlos Herrera durante una conferencia organizada por Nueva Economía Forum, preguntado sobre la posibilidad de que programas de La Sexta como El Intermedio vayan a atacar su programa de la COPE. (Telemanía.es 29 Junio 2015)
Ciertos periodistas de la derecha mediática parecen tan prestos a desenfundar como los pistoleros de un western crepuscular, y la ensalada de tiros en televisiones, radios y prensa escrita sorprendería por su intensidad y dramatismo al mismísimo Peckinpah.
La posibilidad de que un nuevo partido de izquierdas adquiera una relevancia inusitada en el panorama político patrio, y “haga saltar por los aires” (sic) el sistema de alternancia bipartidista que ocupa el poder desde hace cuatro décadas, constituye “una amenaza para la democracia”, apuntan. (Luego, disparan. Dardos envenenados, claro.) Contrasta tan rotunda afirmación con la poca o ninguna atención que esos mismos medios de comunicación prestan a la miseria social sobrevenida por la crisis o al ascenso de una ultraderecha xenófoba y neonazi en media Europa. Al parecer, nada de esto constituye amenaza alguna. Porque “amenaza” es la palabra clave que se ha prodigado entre políticos y medios desde las elecciones del 20 de diciembre, incluso entre aquellos considerados como moderados. Desde muchas tribunas, la consigna es sacar la recortada y disparar contra todo lo que se mueva, es decir, allí donde se encuentre un blanco fácil: una manifestación, una protesta, un referéndum, unos ayuntamientos del cambio, unas rastas, un niño de teta, un chiste en las redes sociales.
Quizá la verdadera amenaza para nuestro Estado de derecho no se encuentre donde todo el mundo mira o señala. El verdadero peligro para cualquier sociedad que se precie democrática estriba en el intento de deslegitimar y cercenar la libertad de expresión (“Je suis Charlie”), modificar y profanar las leyes que protegen las voces críticas ante los muchos fallos y corrupciones –en todos los sentidos-- de nuestro sistema democrático, críticas cuyo objetivo no es destruirlo, sino transformarlo en un espacio de convivencia más justo, más limpio, más libre.
Defendemos desde aquí la libertad y el derecho de todos los ciudadanos para expresar su desdén y animadversión por quien lee venga en gana, siempre dentro de lo que la Constitución admite. Y exigimos a las instituciones el mismo respeto, rasero, vara de medir y garantías jurídicas para aquellos que, desde la discrepancia política y otros lados del arco ideológico, se manifiesten en la calle contra el Gobierno o los bancos, y también a quienes informen sobre ello; a quienes hagan chistes macabros o de mal gusto; realicen performances contra un clero católico implicado en delitos de pederastia o critiquen el Estado y sus símbolos, poniéndolos como chupa de dómine en las redes sociales. Por ejemplo. Lo contrario, propio de países en los que la democracia no existe y por tanto no hay que defenderla de ninguna amenaza, es regresar al Salvaje Oeste, donde no había más ley que la del pistolero.
"Es el único partido que a mí me suscita odio de clase. O sea, yo los veo y me dan ganas de hacer la Revolución Francesa, sin guillotina, ¿verdad? Porque estoy contra la degollación aunque no sean inocentes. Pero, o sea, yo es que veo a Errejón, a la Bescansa, a la Rita Maestre y me sale, me sale... el...
Autor >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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