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Horrach ha perdido frente a Castro. El fiscal del Caso Nóos que se dilucida en Palma acaba de ver derrotadas las tesis que le enfrentan al juez: la infanta Cristina seguirá sentada en el banquillo de los acusados por delito fiscal.
Asistimos en España a una serie de duelos que nos afectan. Un solo duelo, quizás. Al estatus vigente le han nacido incómodos rivales y se defiende agrio. Síntoma de que algo está realmente cambiando. La pugna se representa en varios escenarios destacados por los que, de alguna manera, brilla el eterno mito de la envida del villano. Del que llega a serlo, al ver irrumpir en su estabilidad a alguien que, aparentemente, solo aparentemente, logra sin esfuerzo aquello por lo que él tanto ha luchado.
Cuentan las crónicas serias que Salieri no fue el ruin envidioso que se esforzaba en poner palos en el camino de Mozart. No tanto. La música del Siglo XVIII y de toda la posteridad se enriqueció con el pique entre ellos. Lo cierto es que su relación sirve de paradigma de los casos que nos ocupan: un profesional asentado, docente, compositor y maestro de capilla de la Corte de Viena, en cuya apacible vida irrumpe otro músico dotado por el genio, cuyas obras trascenderán la historia. La competencia es un estímulo, el peligro se plantea cuando se convierte en rivalidad y ésta en un asunto personal que lleva a querer la aniquilación del otro. Más o menos simbólica. Parece que Salieri, en contra de la leyenda, cuidó a un Mozart que murió en la pobreza con solo 35 años. Pero el prototipo es muy gráfico y se mantiene en diferentes versiones.
El fiscal Pedro Horrach y el juez José Castro trabajaron durante años formando equipo en el archipiélago balear. De su pericia emergió uno de los grandes nidos de corrupción vinculados al PP, junto a Madrid y Valencia. El caso Palma Arena, por posibles prácticas corruptas en la construcción del velódromo de la capital mallorquina, va a aportar sorpresas. Precisamente Horrach será quien encuentre el hilo que les conduce al Instituto Nóos del yerno del rey Juan Carlos, Iñaki Urdangarin. Sobre su imputación, no dudan. El fiscal discrepa de llevar a juicio a su mujer y socia: la infanta Cristina.
Todo en este proceso ha venido siendo singular. Partiendo de la ardorosa actuación del fiscal Anticorrupción Horrach, volcado en exonerar a Cristina de Borbón, sin pasar siquiera por el banquillo. Imputaciones y desimputaciones. La Abogacía del Estado que también defiende a la implicada y el Ministerio de Montoro nos hacen saber que “Hacienda somos todos” es solo una frase publicitaria. Ni siquiera ocultaron que han admitido facturas falsas de los Urdangarin para desgravar. El propio Horrach argumenta en defensa de la Infanta que, aunque “Aizoon era una sociedad instrumental utilizada por su cónyuge para presuntamente apoderarse de fondos públicos, ¿por qué tenía que conocer que era una sociedad instrumental para defraudar a la Hacienda pública?”. Estimó también que llevarla a juicio oral en esas circunstancias la conducía “a la indefensión”. Criada con privilegios muy superiores a la mayoría de los ciudadanos, Cristina supo de sirvientes contratados en negro, pero no, aseguran sus defensores, de las actividades de la empresa familiar. Y, así, la Infanta ha contado a su favor con quienes deberían velar por resarcir el daño público que se infiere por la evasión de impuestos.
El juez Castro se mantuvo firme pese a las innumerables presiones de todo tipo que ha venido sufriendo. Entre otras muchas, llamadas, amenazas, vergonzantes portadas de los diarios afines al poder o dejarle excrementos en la puerta de su casa. Esas prácticas que en cualquier país democrático serían consideradas mafiosas y por tanto castigadas. En los autos judiciales que cruzaron Horrach y Castro, el fiscal llegó al terreno personal. Le acusó de hacer un "juicio de valor", de investigar a la hija del Rey de manera “inquisitiva” o de estar contaminado. De hacer mal la instrucción, en suma. Al punto de que el juez le retó a presentar denuncia por prevaricación. Cosa que Horrach no hizo. Tampoco nadie la ha interpuesto contra él, contra el fiscal. Algo quedó en el camino: la imputación por blanqueo de capitales de la que se exoneró a Cristina de Borbón.
Coincidentes en varias características –prestigio profesional, una gran capacidad y entrega al trabajo, pasión por las motos de gran cilindrada--, Castro y Horrach concluyeron en ruptura. Su desavenencia, pública, es también la de quienes creen que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley (y ante Hacienda) y quienes de alguna manera estiman que una Infanta de España forma parte de “los pilares del Estado de Derecho”. Fue una frase empleada por Castro: no creía estar quebrantándolos, le dijo al fiscal, por llamar a declarar en juicio a la hija del Rey. Es la lucha por quedarse quieto o cambiar. Es la virulencia de quien ve relegada o en peligro su idea, su posición, o su silla.
Esperanza Aguirre, aún alto cargo del PP, protagoniza otro enfrentamiento: una intensa hostilidad con Manuela Carmena, la actual alcaldesa de Madrid llegada con las Mareas del Cambio. Magistrada, relatora por los Derechos Humanos de Naciones Unidas, comprometida y con un gran prestigio, está siendo víctima de una intolerable campaña de acoso desde que es regidora del ayuntamiento de la capital. A Aguirre, expresidenta de la Comunidad de Madrid, le apetecía ahora ser alcaldesa, pero no obtuvo los votos suficientes para lograrlo y nadie le prestó ni uno para que lo consiguiera. Esperanza languidece en bilis cuando ve a Manuela que se mueve, como ajena, a las zancadillas. Todo en ella molesta a Aguirre y a la derecha aguda y tramposa que representa. El traje de chaqueta antiguo para ir a la Fiesta del 12 de Octubre, sus cabalgatas de Reyes, el ser como es, cuanto hace. A la manera de la Señorita Ratched, la enfermera jefe del psiquiátrico por el que alguien voló sobre su nido de cuco, quisiera doblegarla, pero no puede. Aunque no ceja en intentarlo. Es palpable cómo aumentan sus arrugas y su ceño en cada comparecencia que convoca para acusar a Carmena. Ya no tienen ni el mismo eco. Esperanza no tiene el mismo poder.
Otro rey destronado que hierve en ira y desdén es Felipe González. Él también tocó la música vibrante de la política al alcanzar el Gobierno de España por una mayoría, aún no superada, de 202 diputados. Su elocuencia y sus aires de modernidad arrinconaban a un oscuro José María Aznar que pareció nacer ya reconcomido por el rencor. El héroe y el villano rivalizaron en tonos que parecían irreconciliables de por vida. Ahora ambos coinciden en el lado de quienes luchan por mantener el estatus vigente, por muchos que sean los dolores que causa. Plenos de soberbia aunque atormentados porque otros políticos aspiran a cambiar el rumbo y a reparar en mayor o menor medida los destrozos. Para el de casa, los mandatos en forma de consejo; para el rival verdadero, el oprobio. La destrucción.
Asimilados, pues, exsocialistas y exmiembros de Gobiernos, baronías inmovilistas actuales, prebostes y medios de comunicación al Partido Popular, el gran villano de la obra. No hay bajeza que haya sido ajena a miembros del PP. Si se tercia, pedir sexo por trabajo y seguir en el cargo. Lucrarse mandando a niños a estudiar a barracones o disminuyendo los bollos del desayuno en los asilos de ancianos. Y, por lo legal, recortes y copagos sin piedad, mentiras con cuento y sin tiento, empobrecimiento… Del futuro, de la esperanza. Como movidos por el odio, por la envidia de la decencia. Un banquillo debería esperarles. Siquiera para sentarse un tiempo e invertirlo en regenerarse.
Horrach ha perdido frente a Castro. El fiscal del Caso Nóos que se dilucida en Palma acaba de ver derrotadas las tesis que le enfrentan al juez: la infanta Cristina seguirá sentada en el banquillo de los acusados por delito fiscal.
Asistimos en España a una serie de duelos que nos...
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