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Kelvin llamó a Milton desde el local de Moritz. Lo encontró en casa, desayunando. Pasaba mucho tiempo delante del televisor, solo o con gente, le entretenía el baloncesto y veía también películas y algunos documentales.
--Ven corriendo, anda--, le dijo.
Cuando se fue de casa de Mariana, Milton pasó un par de noches donde Kelvin, que estaba entonces un poco más abajo de la plaza de España. Vivían ahí en un piso bastante grande cinco amigos, dos parejas y Kelvin, que tenía la habitación más grande. Le sugirió que se quedara el tiempo que quisiera, le sacó un colchón, tenían sitio suficiente. Fue la primera vez que Milton comprendió que había cometido un error. Aquella circulación de gente, el desorden de la cocina, tenía siempre que esperar para darse una ducha. La segunda noche se acostó, estaba un poco colocado, con una de las chicas, Elena. Era rubia y menuda, tocaba la flauta y estaba empezando a familiarizarse con el saxo tenor, le encantaba fumar porros y reír y el sexo. Milton terminó muy contento la primera vez, y también la segunda, luego empezó a preocuparse porque el novio de Elena, Ángel, estaba a punto de regresar del viaje que lo tenía ausente, y regresó. La tercera vez fue en el colchón de la habitación, con Kelvin durmiendo al lado (al parecer sin enterarse: nunca dijo nada), y con Ángel en el salón. Fue una gamberrada muy rápida, Elena se fue enseguida, pero cuando Milton se levantó al día siguiente metió sus cosas en la maleta y se instaló en casa de sus padres. Ahí fue donde supo por segunda vez que había metido la pata. Su madre, que jamás había entrado en sus cosas, ni se pronunciaba nunca, ni siquiera cuando dijo que a la mierda las oposiciones y pidió prestado para un taxi, fue terminante. Eres un idiota, le dijo, nunca encontrarás a nadie como Mariana. Lo empezó a mirar tan torcido y con tanto desprecio que Milton no aguantó mucho. Con la habitación que encontró cerca de Ópera se podía arreglar por lo menos hasta que llegara el invierno. Luego tendría que buscar algo más fijo. Igual podría con vencer a alguien, pensaba, pero no sabía a quien.
Era demasiado pronto para que el local de Moritz estuviera abierto. Milton no sabía a qué hora entraba el personal para tenerlo todo listo a la hora del aperitivo, sobre la una. Aparcó el coche, tuvo que golpear un rato con los nudillos en la puerta, no tenía timbre. Tuvo que insistir una, dos, hasta tres veces. Le abrió Kelvin. Estaba desencajado. Le hizo un gesto agitando un poco la mano, apoyado por un largo soplido. Milton tradujo: marrón. Lo siguió hacia el fondo, donde estaba la oficina de Moritz. Estaba ahí sentado, la señora Quintanilla, agarrada a su pequeño bolso, muy seria.
--¡Milton!, qué gusto verte--, le dijo en cuanto lo vio. No se levantó de la silla, extendió simplemente la mano. Milton agachó un poco ceremonioso la cabeza, no le pegaba nada.
--Por fin una persona educada--, comentó mirando secamente a Moritz. Luego se dirigió a Milton.
--¿Podrías acercarme a mi hotel?
--Claro--, contestó. Kelvin estaba sacando un cigarrillo, un poco nervioso: Moritz tenía la cara furiosa, pero no decía nada. El silencio era incómodo. Milton levantó los hombros: para que alguien se pronunciara.
No se pronunció nadie, pero la señora Quintanilla se levantó, se dirigió al perchero, cogió una chaqueta negra, se la puso. Llevaba una camisa de color verde oscuro, cerrada hasta arriba, y luego un pañuelo de colores. Una falda larga, justo hasta encima de las rodillas, zapatos con tacón. Y el moño. Le hizo un gesto a Milton. Kelvin los acompañó.
--¿Y el taxi?-- preguntó la señora Quintanilla cuando Milton le abrió la puerta de atrás de su Mercedes.
--Se acabó--, le contestó.
--No tenía entonces que haberte molestado. Fui yo la que le pidió a Kelvin que te llamara. No me muevo bien sola en Madrid. Lo siento, pero te lo agradezco mucho. Tenía que salir de ese local cuanto antes.
Milton arrancó con la idea de dejarla donde había estado alojada la otra vez, en un hotel Alcalá arriba, muy cerca del Pirulí.
--Me vendría muy bien tomarme un whisky--, dijo al rato la señora Quintanilla. --Pero es muy pronto para molestar a tu mujer en casa.
--Ya no estamos juntos--, le explicó Milton.
--Vaya, ¿fue idea tuya?
--Bueno, son cosas que pasan.
--Creo que has cometido un terrible error. Permíteme que te lo diga una señora mayor, que sabe de estas cosas. Vamos, por cierto, al Palace. Seguro que ahí nos pueden ofrecer un whisky. Si es que me puedes acompañar, por supuesto.
Milton la observó por el retrovisor. Miraba hacia afuera con mucha atención, como si tuviera que aprenderse de memoria cada edificio. Tenía el bolso agarrado con las dos manos. La dejó en la puerta del hotel, le explicó que daría una vuelta para aparcar y que claro que se tomaba ese whisky. Faltaría más.
--Kelvin es un irresponsable--, le dijo la señora Quintanilla a Milton en cuanto les sirvieron las copas. --Actúa de manera irreflexiva, se precipita demasiado. Es, además, un poco charlatán, ¿no te parece?
--Es buen chico--, dijo Milton y se oyó ridículo, como si Kelvin estuviera a su cargo y tuviera que andar justificándolo.
--No digo que no lo sea. Digo que es un irresponsable y que me da igual que sea buena, mala o regular persona. Eso no tiene la menor importancia. Lo único que se le ha pedido es que cumpla y, si no cumple, es que no sabe hacer su trabajo. ¿Me entiendes?
Milton asintió. Vaya jardín, pensó inmediatamente después. También se acordó de Mariana. Hace ya casi un año, cuando la llevó a casa a que se tomara un whisky, le dijo poco después que se cuidara de aquella Josefina Quintanilla. ¿Has visto que parece siempre en tensión?, le había comentado entonces.
Y no, no es que estuviera en tensión. Pero ahora entendía mejor lo que quizá había querido decirle Mariana, que aquella señora carecía por completo de emociones. La tensión no era ninguna tensión, era hielo. Simplemente hielo. Pero de vez en cuando a la señora Quintanilla le gustaba sonreír. Y lo hacía, mayor como era y sin ninguna gracia física, con coquetería.
--Contaba con que siguieras con, ¿cómo se llamaba? Mariana, ¿no? Es una chica muy dulce.
--Sí, lo es.
--Bueno, no importa. Supongo que es algo pasajero.
La señora Quintanilla no bebía su whisky. Solo mojaba los labios. Y aquello empezaba a hacerse eterno. Milton terminó el suyo, y pidió otro.
--Lo que estaba pensando es que el trabajo que hace Kelvin deberías hacerlo tú--, le dijo más adelante. Y le hizo una seña al camarero.
Kelvin llamó a Milton desde el local de Moritz. Lo encontró en casa, desayunando. Pasaba mucho tiempo delante del televisor, solo o con gente, le entretenía el baloncesto y veía también películas y algunos documentales.
--Ven corriendo, anda--, le dijo.
Cuando se...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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