En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El presidente de los pobres, “the man”, según Barack Obama, uno de los mandatarios más influyentes y carismáticos de la primera década del siglo XXI o --aún por demostrar-- el miembro más destacado de una red criminal que saqueó miles de millones de las arcas públicas de Brasil con el amaño de contratos de obra pública. ¿Cuál será la imagen que prevalecerá de Luiz Inácio Lula da Silva en la historia? Seguramente las dos, cada una en su parcela, irreconciliables, como los dos Brasil que conviven hoy en alta tensión: uno con millones de personas en las calles pidiendo la destitución de Dilma Rousseff por su ineficacia y cercanía con la corrupción y otro indignado con lo que consideran una conspiración de las élites para sacar del gobierno al Partido de los Trabajadores. Para algunos, incluso, las dos versiones del personaje son válidas al mismo tiempo.
Empecemos por el final, por el ahora. Existen unos hechos recientes más o menos incontestables y dos versiones contrapuestas de lo que significan. La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, nombró este jueves 17 de marzo a Lula ministro de Casa Civil, algo así como un superministro que coordina y lidera al resto, muy cercano a presidencia, para “ayudar al país” con su talento de “hábil negociador”, según la mandataria. Para la oposición y para parte de la justicia, sin embargo, fue colocado ahí para evitar la investigación contra él por corrupción del juez Sergio Moro, héroe para los opositores al gobierno, golpista para los defensores de Lula y Rousseff. Al no gozar de aforamiento los expresidentes en Brasil, Lula recuperaría esta prerrogativa como ministro, de modo que sería el Supremo, y no Moro, el encargado la investigación.
Además, Rousseff podría valerse de la mayor cintura política de Lula --de la que ella carece-- para hacerse con apoyos en el Congreso y el Senado que frenen el proceso de destitución al que se enfrenta. Y, de paso, también para recuperar alianzas --especialidad de Lula-- que desbloqueen el gobierno y le permitan poner en marcha leyes que mejoren el panorama económico del país. Rousseff necesita rescatar la agenda política que está ahora en manos del presidente de la Cámara Baja, Eduardo Cunha, quien propone sus propios proyectos de leyes y retrasa la aprobación de los presentado por el ejecutivo. Cunha, implicado en el escándalo de Petrobras, culpa al gobierno de ponerle en el punto de mira del Tribunal Supremo.
Hasta su nombramiento como ministro, a Lula le venía investigando el juez Sergio Moro, de forma ejemplar para los opositores del gobierno. Para los defensores del exmandatario, el juez es el líder de los manifestantes que piden la destitución de Roussef. Para ellos, la actuación de Moro es abusiva y espectacularizada y se indignaron cuando Lula fue llevado a declarar de manera forzosa, y durante tres horas, ante la policía a pesar de que él siempre se mostró dispuesto a cooperar. No era necesario todo aquel show, defienden, quienes creen que hubo una clara intención política, la misma que, según ellos, existe en el hecho de que el exmandatario sea el eje de todas las investigaciones y otros sospechosos de la oposición no sean igualmente investigados. Consideran que fue una actuación connivente con los grandes medios de comunicación para desgastar su imagen y que las calles se incendiasen y derrocasen al gobierno. “Golpismo”, le llaman.
En cuanto Lula asumió su cargo como ministro, Moro divulgó 30 escuchas telefónicas con conversaciones comprometedoras del expresidente. Ninguna demostraba de forma clara ningún crimen. De ellas se extraía, aunque no de una forma precisa, que Lula podría haber accedido al poder para protegerse de la justicia ordinaria. También mostraban un tono demasiado informal a la hora de gestionar los cargos e instituciones de la justicia y el ejecutivo. La conversación con Rousseff, en la que ésta le avisaba del envío del acta de ministro para usarla “en caso de que sea necesario”, animó aún más unas marchas antigobierno que ya habían empezado antes. El pasado domingo 13 de marzo casi cuatro millones de brasileños se echaron a las calles para protestar contra el gobierno por su ineficacia y su cercanía con la corrupción.
El mismo día del nombramiento ministerial de Lula, un juez de primera instancia ordenó anularlo. La anulación fue desanulada unos días después, pero entonces hubo otra orden cautelar que volvía a suspenderlo y luego fue el juez decano del Supremo, Gilmar Mendes, el que lo invalidó. Un cacao del que se ríe la web Lulaeministro que responde cuando se accede si en ese exacto momento Lula es ministro o no lo es.
El pasado 18 de marzo, en medio de ese lío sobre si era o no era ministro, Lula recuperó su rol de agitador de masas al dar un emotivo discurso de media hora ante decenas de miles de defensores del gobierno. Dijo el exmandatario que como ministro volvería a ser “el Lula paz y amor” e hizo llamamientos enérgicos, pero siempre conciliadores, a dialogar con los opositores para intentar “convencerles de que respeten el resultado de las elecciones”. También pidió “rescatar la paz” y “recuperar el humor de este país, la simpatía del brasileño”. “¡No va a haber golpe!”, gritó, como los manifestantes, el propio Lula. Todo eso en la misma avenida de Sao Paulo en la que seis días antes otros cientos de miles le llamaron de ladrón para arriba y clamaron por su encarcelamiento.
Para Brenda Cunha, que marchó con su camisa roja a favor del gobierno en otra manifestación convocada en Río, “está claro que algunos agentes del poder judicial están tomando decisiones partidistas con el objetivo de inflamar las calles”. Estudiante de Ciencias Políticas de 32 años, Cunha decidió salir a protestar contra lo que considera “una unión entre los grandes medios, la oposición y parte del poder judicial para intentar realizar un golpe contra el Estado de Derecho”.
El peso de la memoria
Las acusaciones de golpismo por parte de una mayoría de la izquierda brasileña tienen que ver sobre todo con ciertas semejanzas con el golpe que se fraguó en Brasil en 1964 para deponer al presidente electo Jõao Goulart con el apoyo de Estados Unidos, que colaboraría después con las dictaduras latinoamericanas mediante la Operación Cóndor en la tortura y la represión de los izquierdistas. No es ningún secreto que a Estados Unidos le preocupa también hoy la existencia de regímenes bolivarianos e izquierdistas en la región y que sus empresas son muy capaces de desestabilizar esos países con fugas de inversores. La Bolsa brasileña vive, por cierto, días muy locos e inestables.
En las protestas contra el gobierno de Roussef el mensaje conservador fascistoide, aunque no es dominante --tampoco era el único en los sesenta, cuando una élite culta y afrancesada también apoyó a los militares-- amenaza libertades y convive con otros discursos sin que nadie se incomode demasiado. Así, el diputado más votado de las últimas elecciones legislativas en Río de Janeiro, Jair Bolsonaro, es vitoreado por muchos en las protestas y despreciado por muy pocos. El hecho de que defienda el golpe militar o sea abiertamente homófobo en sus discursos no parece ser suficiente para que le repudien los liberales más progresistas que se manifiestan muy cerca de él. La mayor (con diferencia) red de medios de comunicación del país, Globo, considerada la agitadora de los opositores en la actualidad, también estuvo a favor de la dictadura en los setenta. Y eso es un paralelismo recurrente para los izquierdistas. "La verdad es dura, la red Globo apoyó la dictadura", cantan sin cesar.
Existen, no obstante, muchos demócratas progresistas que apoyan esas marchas y consideran que el gobierno está intentando obstruir a la justicia. Es el caso de Ricardo Ismael, reputado politólogo de la universidad PUC de Río de Janeiro y antiguo votante de Lula hoy más cabreado que decepcionado. Para él está claro que “la maniobra de Lula ministro fue planeada por el PT con conocimiento de Dilma Rousseff para que huyera de la investigación” de la justicia ordinaria.
El gran follón para llegar hasta aquí empezó sin duda cuando se comenzó a tirar de la manta del mayor escándalo de corrupción en la historia del país, la trama en torno a la petrolera pública Petrobras. El Supremo investiga a ministros y diputados por repartirse con directivos de la petrolera un buen botín de dinero público conseguido mediante sobreprecios en contratos de obra pública amañados entre, al menos, 2005 y 2014. Fueron desviados entre 2.000 y 5.000 millones de euros. Varios economistas coinciden, según la BBC, en que alrededor de un 2% del 3,8% de recesión sufrida en 2015 se lo llevó la corrupción. Varios empresarios, el tesorero del Partido de los Trabajadores y el jefe de marketing de las últimas campañas de esta formación están en la cárcel.
El Tribunal Supremo Electoral investiga además si las campañas electorales de Dilma Rousseff en 2010 y 2014 fueron financiadas con dinero sucio de las empresas implicadas, las mayores constructoras del país (OAS, Odebrecht, Andrade Gutierrez, UTC, etc.) y que también financiaron la campaña del candidato presidencial de la oposición, Aécio Neves, del PSDB, citado también en algunas declaraciones como cobrador de coimas en la misma trama. Entre los implicados que han declarado a cambio de rebaja de penas, el senador Delcídio do Amaral fue el último hace unas semanas y causó un gran revuelo al asegurar que la presidenta y Lula conocían la existencia de la red criminal en torno a Petrobras.
Para una de las visiones de la historia, la que pide la destitución de Rousseff, el Partido de los Trabajadores y el gobierno están tan podridos que tendrían que abandonar el barco. Lo que pasa es que ganaron legítimamente unas elecciones muy transparentes en 2014, cuando ya se conocía bastante del alcance de la mayor trama corrupta de la historia del país. Para los que defienden la legitimidad del gobierno, todos los partidos están en el ajo y no hay motivo para destituir al gobierno mientras no se presenten pruebas contra él. Porque por el momento hay indicios, pero no hay pruebas contra Rousseff. Y la Constitución recoge que el cese de la presidenta se haga efectivo cuando se le condene por algún crimen cometido durante el ejercicio del actual mandato.
Al expresidente Lula se le acusa de haber recibido dinero ilegalmente de empresas constructoras mediante donaciones a su fundación, el Instituto Lula, el pago de sus conferencias y la reforma de dos apartamentos de su propiedad. El exmandatario niega que sean suyos.
Llegados a este punto, el thriller político se puso más caliente que nunca cuando nombraron a Lula ministro y se publicaron las 30 escuchas telefónicas, días después de la declaración de cuatro horas ante la policía, en la que Lula llamaba todo el rato “querido” al agente federal, que elogió al presidente y con quien Lula compartió el desayuno mientras negaba todas las acusaciones. “Puedo hablar con la boca llena, en la fábrica teníamos muy poco tiempo para comer”, contó Lula, que perdió el dedo meñique de la mano izquierda a los 17 años, en 1962, cuando trabajaba en la metalurgia, donde empezó su actividad política como líder sindical y desde donde ayudaría a fundar el Partido de los Trabajadores en la clandestinidad de la dictadura militar.
Años después, se convirtió en el gran líder de la izquierda brasileña y llegó al poder, después de tres intentos fallidos. Entre 2003 y 2011, Lula gobernó con “capacidad de agradar a todos” y “consiguió una ascensión social sin perjudicar los intereses de los más ricos”, cuenta Jean Tible, profesor de la Universidad de São Paulo especializado en la figura de Lula. Habrá que ver si hoy esa “magia” continúa viva y la puede utilizar como ministro para reconciliar a los brasileños, si es que finalmente consigue ejercer. Parece difícil, teniendo en cuenta que el país está dividido y que él es exactamente la línea divisoria. La energía de las históricas marchas de junio de 2013, cuando miles de jóvenes salieron juntos sin objetivos muy claros, pero expresando un gran descontento por la precariedad de los servicios públicos, sale hoy a la calle con dos colores diferentes, el amarillo y el rojo, dibujando un enfrentamiento cuyo alcance y consecuencias son imposibles de prever.
El presidente de los pobres, “the man”, según Barack Obama, uno de los mandatarios más influyentes y carismáticos de la primera década del siglo XXI o --aún por demostrar-- el miembro más destacado de una red criminal que saqueó miles de millones de las arcas públicas de Brasil con el amaño de contratos...
Autor >
Germán Aranda
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí