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Análisis

Un golpe ‘muito brasileiro’

El ‘impeachment’ de Dilma Rousseff divide Brasil: la izquierda defiende la democracia liberal y grandes empresarios y políticos de la antigua élite se convierten en revolucionarios, animados por los mercados financieros

Andy Robinson Río de Janeiro , 23/03/2016

<p>Manifestación contra Luiz Inácio Lula da Silva en Río de Janeiro.</p>

Manifestación contra Luiz Inácio Lula da Silva en Río de Janeiro.

Germán Aranda

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Jamás me había dado cuenta de que los economistas prestigiosos de los think tanks de Washington o de São Paulo, o respetados estadistas de largo recorrido, socios  del club de los expresidentes como Fernando Henrique Cardoso, eran, en realidad, los anarquistas del siglo XXI. Defensores rebeldes de la democracia de la calle frente a la democracia del Estado de Derecho. Pero, después de volar desde Washington a Río de Janeiro, esta semana   he descubierto la realidad brasileña. En la polarización política sobre el impeachment (destitución) de Dilma Rousseff (la presidenta de izquierdas elegida hace solo un año y medio), la izquierda, por muy desencantada que esté con el Partido de los Trabajadores, es la defensora de la democracia de Diderot, Benjamin Franklin y Winston Churchill. En contra, se sitúan los revolucionarios de traje y corbata, animados a la acción directa por los mercados financieros y con O Globo, Valor Economico o Folha de São Paulo parpadeando en sus iPads.

Empecemos por el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, un político moderado, medido, de  muy avanzada edad, al que se elogia en cada reunión del club de los expresidentes por su talante democrático y por salvar la economía brasileña de la hiperinflación de los noventa, allanando el terreno para los programas sociales de Lula. Cardoso dijo en O Estado de São Paulo el domingo que apoya el impeachment que forzaría la salida del poder de la presidenta Rousseff. “Difícilmente vas a oír una palabra agresiva mía en relación con la presidenta Dilma, pero con la incapacidad que se nota hoy en el gobierno creo que ahora el camino es el impeachment”. Henry Kissinger no habría podido elaborar una amenaza más cortés.  Aunque no se suele hablar mucho de ello, el proceso de investigación en el Congreso brasileño fue motivado por un presunto delito de contabilidad creativa en la  que Rousseff supuestamente maquilló los números sobre el déficit público brasileño con el fin de ganar las elecciones de 2014. Es una acusación probablemente imposible de comprobar dada la compleja relación entre el crecimiento del PIB y el déficit y dada la velocidad con la  que la economía brasileña se desaceleró en 2013 y 2014. El maquillaje de las cifras fiscales no es fácil de esclarecer (pregúnteselo a los griegos). Y, dado el hecho de que casi todos los líderes políticos en Brasil están inmersos en el fango tóxico de la corrupción del caso la Lava Jato –entre ellos los principales impulsores del impeachment de Dilma como Eduard Cunha, el presidente de la Cámara--, el presunto delito de Dilma Rousseff parece relativamente menor. Lo cierto es que la gran mayoría de los millones de integrantes de las ofendidas clases media y alta de São Paulo y Río que se manifiestan cada día en la Avenida Paulista piensan que Dilma debe ser procesada por el Congreso con el fin del impeachment porque está inmiscuida en el caso Lava Jato. Pero esa no es la acusación. Que haya visto yo, nadie, ni los jueces mani pulite en versión portuguesa, los más empecinados en su deseo de limpiar el sistema gubernamental brasileño, ni los medios de comunicación que detestan tanto al Partido de los Trabajadores, ni los políticos de la oposición han descubierto pruebas de que Dilma, pese a haber sido presidenta en su día de Petrobras, estuviera involucrada en la red de sobornos coordinada desde la gigante petrolera estatal. Pese a ello, Cardoso defendió el impeachment con un argumento sacado del ideario de Lenin y Rosa Luxemburgo: “La legitimidad del impeachment no esta en el Congreso sino en la calle”.  "Si entendí yo bien, las calles gritaron renuncia, fin, impeachment".

Con ese tipo de razonamiento no es de extrañar que O Globo, el diario animador de las megamanifestaciones en Copacabana contra Dilma, compare a los activistas niños de papá con máster MBA con las protestas de Occupy. Esto pese que el enorme pato de plástico amarillo que aparece en todas las manifestaciones pro impeachment fue donado a la causa Vem pra rua (Vamos a la calle) por las poderosas federaciones de grandes empresas, la Federación de la Industria de São Paulo (FIESP). Igual que su organización gemela en Río (FIRJAN) apoya la destitución de Rousseff porque la exguerrillera estropeaba sus negocios. “Nuestra bandera a partir de ahora es el impeachment; Brasil no puede continuar a la deriva. Hay un descontrol total,” dijo indignado Paulo Skaf, el presidente de FIESP, que acaba de financiar una campaña de publicidad con anuncios en los periódicos titulados con la orden: “¡Renuncie ya!”

En Wall Street los informes de los brókeres suelen coincidir en que  la mejor opción  para la democracia brasileña  y la cotización del real es destituir a la presidenta

Llama la atención a un recién llegado esta defensa ácrata por parte de los grandes empresarios y los políticos de la antigua élite brasileña de la legitimidad de la “calle” (mejor dicho, "avenida", ya que esta revolución se celebra en  la opulenta Avenida Paulista con sus inmensas sedes bancarias y corporativas) para  derrocar un gobierno democráticamente elegido. Si defendieras el poder de la "calle" de semejante manera en España, probablemente te merecerías unos días en la cárcel bajo su ley mordaza. Pero lo repiten, sin dudas aparentes, todos los economistas del establishment de São Paulo y Río. El razonamiento es el siguiente: Brasil se hunde en una estanflación  catastrófica con peligro de crisis de deuda. Por tanto es legítimo defenestrar a la presidenta  y a su gobierno.  

El expresidente del Banco Central Affonso Pastore dice, por ejemplo: “O hay impeachment o nada cambia en la economía; si cambia el gobierno y entra un gobierno con legitimidad (sic) con una política económica coherente y bien hecha, todo cambiará”. La política coherente, dicho sea de paso, quiere decir una política de austeridad y reformas estructurales. O escuchemos a Arminio Fraga, otro exbanquero central, que se hizo rico  al gestionar un hedge fund, Gavea (el barrio mas opulento de Río), que luego vendió a JP Morgan. Para Fraga, asesor de Aécio Neves, el líder de centro derecha, derrotado por Dilma en 2014, hace falta "un nuevo rumbo para el país. El Gobierno y su principal partido no da ningún indicio de que ofrezca un camino mínimamente razonable". Por lo tanto, "cambiar el gobierno es la oportunidad de frenar la sangría" y "mantengo alguna esperanza en que el tiempo que queda será corto". Paul Mason acertó con el título de  su película sobre Grecia This is a coup, pero ni la troika habría osado proponer semejante atentado contra la democracia. Esto es la versión brasileña, suave, desenfadada,  al son de bossa nova, de aquel very british coup que ideó el novelista Chris Mullin para describir un hipotético golpe con educación y modales exquisitos  contra los laboristas británicos. En Brasil, parece ser, es el deber de la élite de Gavea corregir los errores del pueblo, aquellos  millones del pobre nordeste que votaron a Dilma en 2014. Corregir sus errores en el buen nombre de la democracia. "La mayor víctima (del "populismo" del PT) es el pueblo", añade Fraga en su oportuna entrevista en Folha de São Paulo. En Brasil, casi todos los columnistas  de los grandes diarios proponen cambiar a la presidenta  sin celebrar elecciones como si estuvieran hablando de cambiar los muebles en la modernista sede gubernamental de Oscar Niemeyer. Julio Senna, economista de la Fundação Getulio Vargas, es de esos que elogia el liberalismo de EE.UU. Pero sus defensas del impeachment de Rousseff provocarían pavor si se aplicaran al residente de la Casa Blanca en Washington. “El gobierno ha perdido su capacidad para actuar... entonces, cambiar el gobierno es el requisito fundamental para resolver los problemas económicos”, dijo Senna en Folha de São Paulo. Si fuera una frase de Humberto de Alencar Castelo Branco,  el primer presidente de la junta militar brasileña que mandó en Brasil desde 1964 a 1985 (y contra la cual luchaba Rousseff), no resultaría demasiado sorprendente. Pero estos son economistas que se consideran a sí mismos buenos demócratas de la escuela de Harvard.

Cualquiera achacaría esto a la falta de sensibilidad democrática de las élites de un país latinoamericano como Brasil. Pero no puede ser. Porque escuché defensas del impeachment iguales  en conversaciones con economistas en think tanks en Washington como el Instituto de Finanzas Internacionales. “Maybe once impeachment is over things will begin to get better”, dijo uno. En Wall Street también, donde los fondos en mercados emergentes están hasta las narices de Dilma Rousseff, al igual que Arminio Fraga, los informes de los brókeres suelen coincidir en que  la mejor opción  para la democracia brasileña  y la cotización del real es destituir a la presidenta elegida hace año y medio. Por eso, las manifestaciones pro impeachment y la previsión de que Rousseff puede ser destituida dentro de un mes mediante una votación con el apoyo de dos terceras partes de la Cámara provocaron subidas disparadas de la Bolsa de São Paulo y la caída en picado de la prima de riesgo sobre la deuda brasileña.

Tuve que ir a la manifestación de la desencantada izquierda brasileña en la plaza XV de Río delante del viejo palacio real y las obras del nuevo monorraíl olímpico para encontrar algún indicio de sensibilidad democrática. Decenas de miles de personas se concentraron en la plaza con pancartas que rezaban: “Nao vai ter golpe” (No habrá un golpe). “La justicia está representando a determinados grupos políticos y empresariales; es una investigación tendenciosa y selectiva”, dijo Rosa, maestra de colegio de unos 50 años. No podía ser más distinta esta manifestación de las megaprotestas contra Rousseff de la Avenida Paulista. Aparte de lo que queda de la base del PT, estaba aquella sección de la ciudadanía que se siente inquieta ante el acoso jurídico y mediático al gobierno pese a estar  horrorizada ante los indicios de la corrupción en el PT y lo que en Brasil todos califican como la “promiscuidad” de Lula en sus tratos con el mundo empresarial. “Hay señales de que un golpe sí puede estar ocurriendo”, dijo Rosa, residente del barrio de Botafogo.  Las pancartas en esta manifestación apuntaban  a otros presuntos delincuentes: “Aécio Neves, soborno de Furnas”, rezaba una en referencia al supuesto soborno pagado por la empresa filial de Electrobras a Neves, el candidato rival de la oposición de centro derecha, el PSDB, partido de Fernando Henrique Cardoso. Neves fue  derrotado por Dilma en las urnas en octubre de 2014. Ese mismo día  se dio la noticia de que se habían descubierto 32.000 dólares de Neves en una cuenta suiza. Otras pancartas denunciaron a Cunha que, mientras moviliza a los congresistas para la votación sobre el impeachment, está siendo  investigado por recibir sobornos y por blanquear dinero en Suiza procedente de operaciones inmobiliarias en el ostentoso barrio playero, sede de la Villa Olímpica de Barra da Tijuca. Otra pancarta apuntaba al mismísimo Fernando Henrique Cardoso. “FHC, soborno de 100 millones de reales”.

Jamás me había dado cuenta de que los economistas prestigiosos de los think tanks de Washington o de São Paulo, o respetados estadistas de largo recorrido, socios  del club de los expresidentes como Fernando Henrique Cardoso, eran, en realidad, los anarquistas del siglo XXI. Defensores rebeldes de la...

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Andy Robinson

Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)

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