FONDO DE ARMARIO
El espanto
‘Los mutilados’, de Hermann Ungar, queda solo como testimonio de una época, de literatura extrema
Raúl Gay 23/03/2016
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Descubro a Hermann Ungar gracias a Ricardo Menéndez Salmón, último ganador del Biblioteca Breve y entrevistado aquí en el anterior número. Escribe un elogioso prólogo de Los mutilados y presenta a Hermann Ungar como "una nota a pie de página, ante la estatura de contemporáneos como Broch, Musil o Kafka". Muy cierto. Esta novela, escrita en 1923, puede verse como un ejemplo extremo de la mejor literatura europea de los años 20 y 30. Todos los grandes escritores abordaban el final de su mundo, la profundidad de la mente humana, la violencia, la complejidad de las relaciones… Ungar escoge lo peor de estos temas, los mete en una centrifugadora y los presenta al lector con un estilo aséptico, como si de un texto funcionarial se tratara. El resultado es el espanto.
Hay novelas duras de leer, como El gran cuaderno, pero cuya crudeza tiene un sentido. Ungar, sin embargo, encadena un párrafo grotesco tras otro hasta que el lector queda anestesiado y las palabras ya no hacen efecto. La misma historia, con la mitad de supuesta intensidad, habría ganado en verdadera fuerza.
El protagonista es Franz Polzer, un hombre anodino, que pasa por la vida sin pena ni gloria.
Por la mañana, Polzer se levantaba como todos los días y empezaba su jornada igual que todas las demás. Estaba malhumorado y deprimido, pero nunca se dio cuenta de que también hubiera podido hacer otras cosas que no fueran estar sentado a su escritorio del Banco, que uno podía levantarse tarde, salir a pasear, desayunar dos huevos fritos en un café y almorzar en un buen restaurante.
Tuvo una infancia dura, con una madre muerta, un padre que le pegaba y una tía que lo mataba de hambre al tiempo que cometía incesto con su hermano. Ungar relata esta etapa con distancia, haciendo que duela todavía más al lector. En estas páginas vuela una sensación desagradable: de vacío, de habitación cerrada, de angustia, de miedo a vivir. Una sensación que se va diluyendo a medida que avanza la novela.
Gracias a un amigo con dinero llamado Karl Fanta, puede ir a la universidad; pero éste enferma y nunca termina los estudios. El padre del amigo le consigue trabajo en el banco, donde trabaja sin alteraciones durante veinte años. Su vida regulada y regular se trastoca cuando muere su padre. Acude al entierro sin interés y deja atrás el pasado. No quiere herencia ni saber nada de su tía.
Se instala en una casa de huéspedes regentada por una viuda llamada Klara Porges. Desde el inicio, la relación se aleja de la habitual entre una casera y un inquilino.
Él dejaba que ella se encargara de todo aquello que le molestaba. Y lo que le molestaba era, sobre todo, lo insólito. Incluso el hecho más nimio, que no fuera cotidiano, le producía una viva ansiedad. El saber que dentro de unos días tendría que entrar en una tienda a hacer una compra le obsesionaba, sus pensamientos giraban y giraban en torno a ello, el temor de olvidarlo le trastornaba, calculaba el tiempo que tendría que dedicarle y ensayaba las frases que debería decir. [...] Frau Porges no tuvo inconveniente en que él le entregara el sueldo el día primero de mes y encargarse de todo. Le daba unas coronas a la semana, con las que Polzer pagaba el almuerzo y el tranvía. Hasta la ropa le compraba, para que él no tuviera que poner los pies en una tienda, ni pensar en ello siquiera.
El sexo, la aversión al sexo, las parafilias, los excesos sexuales... Todo lo relacionado con el sexo, visto desde la óptica más perversa y desagradable, aparece en esta novela. Polzer se aterra y asquea al ver el cuerpo de una mujer y, sin embargo, no puede evitar pensar en la viuda desnuda.
Le horrorizaba el pensamiento de que aquel cuerpo no estaba cerrado. De que tenía un corte, una abertura insondable. Como la carne desgarrada, como una herida. En las salas de exposiciones, él nunca miraba cuadros o estatuas de mujeres desnudas. Esperaba no tener que tocar nunca el cuerpo desnudo de una mujer. Le parecía que en él había impureza y un olor repugnante. Él sólo veía a Frau Porges de día y vestida. Sin embargo, le martirizaba la imagen de su cuerpo desnudo y macizo.
Ungar construye la novela sobre el carácter de Polzer. A cada página, es un hombre más triste, más paranoide, más desagradable. Es incapaz de consolar a una mujer si eso supone no llegar puntual a su trabajo; se avergüenza de su cuerpo; cuenta una y otra vez sus tristes posesiones; solo se regala la tarde del domingo y es para dar siempre el mismo paseo. Un tipo huraño, amargado, insociable y egoísta.
Poco a poco, nace una relación de dominación con su casera, en la que Polzer es el sumiso involuntario, incapaz de rechazar dormir con Klara Porges. Ella satisface sus propias necesidades y deseos mientras él se avergüenza de su cuerpo. Así narra Ungar el primer encuentro sexual:
Ella se le acercó. Él vio lo gruesa que se había puesto. Los pechos le colgaban. Tenía pelos negros en las mejillas. Él sintió su aliento caliente.
Sus pechos, bajo la blusa floja, ya le rozaban. Él levantó las manos para apartarla, pero sus dedos se hundieron en la masa de carne.
Aquella noche, él pudo.
En la segunda parte de la novela, toma protagonismo el resto de personajes. Ninguno es bueno, inteligente, cálido o agradable. El amigo es un enfermo amargado, un joven sin piernas que no soporta que su esposa le cuide y lanza su rabia contra ella. La esposa se acuesta con otros a escondidas. La viuda se aprovecha de la inseguridad de Polzer. Los compañeros del banco son buitres que se ríen de él.
La vida de Polzer se complica un poco más cuando su amigo, enfermo y amputado, se muda a la pensión y deja a su esposa en casa.
Empezó a ocurrir lo que temía Franz Polzer. La puerta estaba abierta. Una vez perturbado el orden, el caos era inevitable. Se había producido la brecha por la que irrumpía lo imprevisto, esparciendo el miedo.
El mutilado ocupaba ahora la habitación de las fundas blancas. Por la noche se le oía gemir. Le dolían las heridas. El pus le roía la carne, y las pesadillas le atormentaban. Polzer escuchaba. En la casa estaba la muerte, esperando.
Con el enfermo va su enfermero. Un gigante que en tiempos fue asesino a sueldo y carnicero y que hoy habla de Dios y de redención, siempre acompañado de un cuchillo ensangrentado. La casa se convierte en un manicomio, una sucesión de comportamientos ruines y egoístas. Ungar termina la novela de forma violenta y brusca.
Los mutilados queda más como testimonio de una época, de literatura extrema. Aunque la primera mitad resulta interesante, al final se hace difícil de disfrutar.
Los mutilados
Hermann Ungar
Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez
Prólogo: Ricardo Menéndez Salmón
Backlist, 2012
208 páginas
Descubro a Hermann Ungar gracias a Ricardo Menéndez Salmón, último ganador del Biblioteca Breve y entrevistado aquí en el anterior número. Escribe un elogioso prólogo de Los mutilados y presenta a Hermann Ungar como "una nota a pie de página, ante la estatura de contemporáneos como Broch,...
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Raúl Gay
Periodista. Ha trabajado en Aragón TV, ha escrito reseñas en Artes y Letras y ha sido coeditor del blog De retrones y hombres en eldiario.es. Sus amigos le decían que para ser feliz sólo necesitaba un libro, una tostada de Nutella y una cocacola. No se equivocaban.
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