Arte
Lo que somos: con Georges de La Tour
El artista francés convivió con una Europa que recuerda ferozmente a la actual
Aurora Fernández Polanco Madrid , 7/04/2016
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Georges de La Tour y Jean-Auguste-Dominique Ingres coincidieron unas pocas semanas en el Museo del Prado, entre el 23 de febrero y el 27 de marzo de 2016. Pasar de una exposición a otra, de la Francia en guerra del XVII a la Academia decimonónica, constituyó para muchos espectadores, entre las que me incluyo, una inquietante sensación, un efecto más del milagro que aún proporciona el ritual estético del museo: nadie imaginaba en la penumbra jansenista de las salas a un George de La Tour propietario de lebreles y dedicado a la caza mayor mientras su ciudad ardía en llamas.
Nadie sospechaba tampoco que Ingres tuviera mucho interés en dotar a los burgueses de una presencia insoportable, mucho menos que intuyera que un día sus pinturas, en vez de competir con la maquinaria industrial y los jarrones chinos, como le ocurrió en la Exposición Universal de 1855, iban a coincidir pared con pared con la sencilla inmanencia de las cosas de cierto pintor barroco, la que a muchos nos cautivó de la exposición de La Tour.
En este largo mes en el que pudimos disfrutar de los dos pintores franceses, la vieja y solidaria Europa estaba desapareciendo. La Tour pasó una parte de su vida pintando en su Lorena natal, país desgarrado por la guerra, concretamente en Lunéville, ciudad de pestes y hambrunas. La Europa actual, de otro modo, también está sufriendo situaciones similares. Quizá por ello su Mujer espulgándose (1630) o sus Comedores de guisantes (1618-1620) nos resultaran más cercanos que El baño turco (1862) de Ingres o su monumental retrato de Napoleón I (1806).
El museo es así y así, en tanto espectadores “emancipados” (J. Rancière, El espectador emancipado, Ellago, 2010), funcionamos: imaginamos historias, mezclamos la realidad con la ficción, montamos lo que vemos con lo visto que tenemos almacenado, permitimos que se generen en nuestras cabezas extrañas constelaciones. En una de ellas resonaba el texto que le dedicó el profesor Ángel González (¡qué emocionante su banco póstumo ante la Bacanal de Tiziano!) a Jannis Kounellis, el artista povera que, con disgusto del gran público, pasó años llenando las salas de los museos de piedras, carbón y maderas.
La búsqueda de la belleza ideal y toda la parafernalia trascendente se desvanecía con De La Tour ante el hecho cotidiano de quitarse las pulgas
A ellos parecía referirse Ángel con unas palabras —“¡valiente cosa que el fuego caliente y el agua refresque!”— que, aunque me acompañan desde entonces, se hicieron especialmente presentes en la exposición de De La Tour donde casi no tenía cabida el regocijo que los espectadores sentían ante el preciosismo de Ingres, la diferencia exquisita entre el tafetán doble y el glacé.
A medida que atravesábamos el orden cronológico de la muestra, las cosas, las calles y las escenas iban desapareciendo para dar paso a los estallidos de luz, y la humildad empastada de la materia. Y como el museo es así, en medio del silencio de las velas irrumpe en las salas la sensación de una empatía moral y al margen del bucle encargado de la construcción mediática de los refugiados, gracias a De La Tour decidimos quedarnos con la lluvia y el barro. Valiente cosa, sí, pero nada menos que una forma de resistencia a ese exceso de lo visible que ha instaurado en Occidente el espejo de Narciso.
En el mito narrado por Ovidio, el joven se sienta a refrescarse al lado de un arroyo argentado al que ningún animal se había acercado; un estanque aislado, impoluto. El siglo XVIII encumbró este espejo ideal, una manera cobarde de arrinconar el bullicio del mundo. La búsqueda de la belleza ideal y toda la parafernalia trascendente se desvanecía con De La Tour ante el hecho cotidiano de quitarse las pulgas, el arrepentimiento melancólico de María Magdalena, los quevedos en la lectura atenta de san Jerónimo o esa maravillosa mirada que José obrero le dedica al niño entre la cera ensoñada y la madera.
Si estamos asistiendo (Santiago Alba Rico dixit) a esa radical deslocalización de los hombres respecto al mundo, ahora la inequívoca presencia de las cosas —dios entre los cacharros— parece darles la razón a quienes nos reclaman más herederos del claroscuro y la melancolía del barroco que de las luces ilustradas. Como ha dicho recientemente el pensador italiano Franco Berardi (Bifo), “el barroco, aunque derrotado y marginalizado en la confrontación con el racionalismo y el determinismo de la burguesía industrial moderna nunca desaparece del todo de la historia moderna. Se queda oculto en los pliegues de la modernidad como un lastre al progreso y la razón triunfante”. Y añade:
El proyecto de la Unión europea ha saldado la división política que oponía la herencia de la Ilustración, representada por Francia, a la herencia del romanticismo, representada por Alemania. Pero no ha saldado un conflicto cultural aún más profundo, el que opone el culto de la responsabilidad económica, de origen protestante y que cobra las formas estéticas de la severidad y de la esencialidad gótica, a la disipación barroca que se basa en la confianza parental en la comunidad y la irresponsabilidad personal.
También las pinturas de De La Tour (ya se sabe que él pasó a salvo los tiempos difíciles) muestran algo de todo ello, de hecho comienza con el barullo popular de sus pinturas llamadas de día donde se pasean los mendigos mostrados en toda su indigencia (¡pero mucho músico!), un pueblo que se enzarza en mezquinas peleas; pícaros y tahúres, ese juego de miradas que lleva implícita una comunidad dependiente que convive entre trampas y deudas, deudas y trampas.
Nos hemos librado de lo sublime, lo bello y la trascendencia, pero también del mundo del cogito y de la conciencia, del insolente sujeto patriarcal
La exposición estará hasta el mes de junio, así que ocasiones no faltarán para volver a sumergimos en una sala rectangular donde impera el silencio, el de cada escena y su reverberación, la conseguida por el cuidadoso display. Es posible que las ganas de permanecer (immanere significa quedarse) en el recogimiento sean provocadas por tomar conciencia de que George de La Tour, como Gilles Deleuze pensaba de la literatura, habla una minoración de la lengua mayor, la del sistema dominante. El lenguaje menor de la pintura, el cine, la literatura es capaz de conseguir que lo utópico, lo imaginario, lo por venir, logre ser real al mismo tiempo.
La grandeur de Ingres ha desaparecido del Prado por arte de programa. Siempre le agradeceremos que no fuera un tramposo y que, como pintor de su tiempo, a su Gran Odalisca le pusiera más costillas que las indicadas por Praxíteles para su Venus, y, por supuesto, que lograra ser ese fantástico chino entre las ruinas de Atenas, como decía Baudelaire. Con él nos hemos librado de lo sublime, lo bello y la trascendencia, pero también del mundo del cogito y de la conciencia, del insolente sujeto patriarcal. Nos queda al menos por unos meses la presencia jansenista de George de La Tour, un modo de existencia impersonal, una humilde persistencia de las cosas que ya empezamos a echar de menos.
Esther Hess (Pforzheim, agosto, 1919- Clamart, abril, 2016). In memoriam.
Georges de La Tour y Jean-Auguste-Dominique Ingres coincidieron unas pocas semanas en el Museo del Prado, entre el 23 de febrero y el 27 de marzo de 2016. Pasar de una exposición a otra, de la Francia en guerra del XVII a la...
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Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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