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La estación del tren de Buenos Aires es una desmesura sin trenes, un contenedor neobarroco de piedra, hierro y cristal por el que circulan vagones chinos de color azul cobalto. La acaban de restaurar. Me dicen que hace 20 años pasaban trenes de verdad. Hace tres, cuando llegué, tuve que ir una tarde a un lugar que me parecía lejano para hablar con el director de un colegio. Belgrano R, un barrio residencial colmado de caserones eclécticos ajardinados en todos los estilos arquitectónicos. Ahora está ocupado por colegios privados extranjeros —alemanes, irlandeses, ingleses—, y una población dispersa de señoras rubias, hombres trajeados, jóvenes hipsters en bermudas y legiones de niños uniformados. Cuando salíamos de la entrevista, de pronto, como sucede a veces en esta parte del mundo, sin más aviso previo que el susurro del bochorno, el aire se sacudió con el rugido de una tormenta tan atronadora que volcó sobre el asfalto y los tejados agua bastante para colmar, primero los desagües, luego las calles, más tarde las aceras y, por fin, las avenidas.
La idea misma de regresar en un vehículo de ruedas era absurda, los automóviles se amontonaban en filas interminables. La ciudad entera estaba sacudida y la lluvia continuaba cayendo en riadas intermitentes. ¿Qué hacer? Nos refugiamos en un portal. Un vecino que sonrió cuando le preguntamos por un taxi nos indicó que había una estación de tren a tres cuadras. Poco a poco el aguacero iba adquiriendo un tono monocorde, casi melódico. Aunque llegamos empapados, hubiera sido necesario otro diluvio para no advertir el salto. En las vías del tren la ciudad dejaba de ser europea y retornaba a América Latina. Junto a la puerta de nuestro vagón, un hombre con sombrero y gabardina amarilla de pescador hacía oscilar una linterna en cada estación para marcar la partida. Durante la travesía, mirando por la ventana, el brillo de la vegetación chorreante, las casas de los vecinos paulatinamente transformadas de casitas con jardín en bloques de apartamentos en chabolas de villa miseria y las vías inundadas inducían a sentirse transitando en un barco por varios países. Tuvo algo de memorable. Desde nuestros sillones de madera y cuero sintético, la nave de metal se deslizaba con suavidad por un río imaginario. Al llegar a la estación central de Retiro, se colaban los rayos de sol a través de los agujeros de la cúpula de cristal y regresamos a una Buenos Aires reconocible para verificar el cumplimiento de otra de las metáforas americanas. Una hora después de cualquier estruendo, las ciudades se desperezan como si no hubiera pasado nada.
Los trenes son misteriosos. Hace tiempo pensé un cuento que trataba sobre alguien que un día se acerca a una estación de trenes y decide un adiós sin decirlo, sin llevar provisiones, ni ropas, ni despedirse de su familia, mujer e hijos. Desde entonces se dedica a viajar por las vías del ferrocarril entre ciudad y ciudad. No va a ninguna parte. Sólo quiere permanecer en los coches. Al principio se deja llevar de manera lineal, de un extremo a otro del país y luego a través del continente. Más tarde idea círculos y toda serie de figuras geométricas que recorre a través de los raíles. Con el tiempo su familia averigua lo que está haciendo pero no le hacen el menor gesto de reproche, incluso podría ocurrir que alguno de ellos, la mujer, los hijos o algún nieto, le propongan sustituirle y le pidan permiso para ocupar su lugar. O lo hagan sin decírselo y en paralelo, cuando uno inicia un camino, el otro lo hace de vuelta. No estoy seguro, todavía no lo he resuelto. Una de las cosas que me gusta de los trenes es la eventualidad de extraviarse por los cuentos de Úbeda. En El Quijote los frailes de la orden de San Benito cabalgan sobre dromedarios, con sus anteojos de camino y sus quitasoles, pero Sancho prefiere las cómodas maneras de la vizcaína que venía detrás de ellos, por lo que escribe a su mujer: “Has de saber, Teresa, que tengo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar a gatas”.
Los trenes fomentan desplazarse paso a paso, quizás la mejor oportunidad de saborear el hecho mismo de moverse. También tienen la ventaja de transcurrir en varios tiempos, como mínimo, el tuyo y el de quienes te precedieron. Otra cosa buena del ferrocarril es que estimula la cortesía. Sobre esto hay una anécdota que nos legó el gran Ramón Carande, un sevillano vocacional al que deberíamos recuperar. Ocurrió en 1914, en Londres, durante una recepción diplomática en la que se encontraron el pedagogo español José Castillejo y el príncipe anarquista ruso Kropotkin, que vivía exiliado con su familia. Tras las presentaciones, Kropotkin se llevó a Castillejo a un aparte y le preguntó: “Disculpe, pero hay algo que me intriga, ¿por qué traen ustedes a tantos jóvenes españoles a educarse en Inglaterra?” Castillejo, que era director de la Junta de Ampliación de Estudios de la Institución Libre de Enseñanza, le contestó: “Para tratar de que se parezcan a los caballeros británicos”. El príncipe anarquista movió la cabeza y puso una expresión melancólica: “Ah, claro está, ahora me explico la impresión que me causaron en mis viajes por España los pobres aldeanos que nos ofrecían con tanta naturalidad sus viandas a la hora de comer y ayudaban a mi hija a descender del tren tomándola delicadamente de la cintura. Yo no podía imaginar que aquellos campesinos estuvieran educados en Oxford y en Cambridge”.
La estación del tren de Buenos Aires es una desmesura sin trenes, un contenedor neobarroco de piedra, hierro y cristal por el que circulan vagones chinos de color azul cobalto. La acaban de restaurar. Me dicen que hace 20 años pasaban trenes de verdad. Hace tres, cuando llegué, tuve que ir una tarde a...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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