Jacques Anquetil (derecha) habla con Rik Van Looy antes del comienzo de una etapa del Tour de Francia
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“¿Doping? ¿Qué doping? ¿No es verdad que hace sonar La Marsellesa en el extranjero? Pues ya está.”
Charles de Gaulle, el general De Gaulle, el presidente sempiterno de la Quinta República francesa, lo tenía claro. Él era más grande que sus propias dudas. Él era el patriotismo puro, el chovinismo hecho ciclista. Que se fueran lejos quienes dudasen, que quedasen desterrados los que no entendieran. Era orgullo y gloria, era glamour e imagen. Era Jacques Anquetil, y no hacía nada que los demás no hiciesen. Dicen que dijo. Cuentan que fue.
Tan arrogante, tanto que podía resultar hasta agresivo. “¿Por qué ganó Anquetil la Lieja?”, contaba Godefroot años después a Paul Howard: “Fue porque Geminiani le habló de Gimondi, le dijo que era su gran rival, que vencía en grandes vueltas y grandes clásicas. Y eso no podía consentirlo Anquetil. Por eso se impuso”.
Es el 2 de mayo de 1966, y a Jacques Anquetil se le ama menos que nunca, más de lo que jamás podría comprender nadie. Porque Jacques es, en aquel entonces, soberbio, ambicioso, extremadamente polémico. El año anterior ha renunciado a competir por su sexto Tour de Francia, cansado tras el increíble doblete de Dauphiné y Burdeos-París en apenas 24 horas. “Se mueve por dinero, solo por dinero”, dice la prensa. Dos años después el gran René Pellos lo dibuja tumbado sobre un lecho de billetes, sonriendo guasón, mientras el resto de los corredores afrontar las penurias de La Grande Boucle. Eso era Jacques Anquetil a mediados de los años sesenta. Eso, y el mejor corredor del mundo.
Un primer hachazo, seco, en la Côte de la Bouquette. Curvas empinadas, pendientes imposibles para aquellas máquinas de insuficientes desarrollos. Terreno donde Anquetil es más vulnerable, piensan todos. Pero el normando estaba cansado de esa opinión. Y arranca, empieza a pedalear con fuerza, con esa suprema elegancia que solo él tenía, pero ahora cuesta arriba. Unos pocos pueden acompañarle, nombres míticos, duros como el pedernal. Son los Altig, los Motta, los Gimondi. También un chaval belga, muy jovencito, que parece apuntar maneras, un flamenco que habla francés y se llama Eddy Merckx. Todos juntos entran al relevo y montan la escapada más selecta que uno pudiera pensar. O no. Porque alguien falta, alguien que lleva un maillot morado y oro. Y Jacques, claro, sonríe.
“Deberías considerar la posibilidad de correr las clásicas belgas”, le dijo Geminiani a Anquetil el invierno anterior. “Creo que te pueden ir bien”. El normando lo sopesa. Demasiado esfuerzo para, quizás, pocos réditos en un terreno que no domina, que no es el suyo. Pero, en su interior, esa llama de egocentrismo, de megalomanía. “¿Correrá Poulidor?”, pregunta Anquetil. El viejo Raphäel asiente, sonriendo. “Entonces yo también iré”.
Pero Poulidor no estaba, ahora, en la carrera. Lo que empujaba a Jacques era el otro, el jovencito italiano, el que muchos decían era más completo que él, el del rostro juvenil y el estilo elegante. Y eso no lo soportaba Anquetil. Si había quien, loco, decía que Gimondi era mejor que él por ganar esas carreras de un día…pues bien, él, Jacques, conquistaría en sus mismas narices. Y sigue acelerando.
El golpe definitivo lo da el campeón en Mont-Theux, a unos cincuenta kilómetros de la meta. Allí se alza en los pedales, majestuoso, y marcha en solitario hacia la victoria. Es 1966. Casi treinta años después, en ese mismo punto, exactamente en esa recta demoledora al doce por ciento, Miguel Indurain agarrará las curvas del manillar, empezará a balancear la bicicleta furiosamente, y pondrá la primera piedra de su quinto Tour de Francia. Él, que también decían no valía para este tipo de pruebas…
“Anquetil odia a cualquiera que ponga en duda su supremacía”, había escrito L´Equipe. “Durante doce años hemos estado esperando una demostración como esta por parte de Anquetil”, recogería al día siguiente el periódico, entre sonrisas y dudas. Como era el normando, claro.
Anquetil hace los últimos cincuenta kilómetros en solitario. Eso son las sonrisas. Su estilo único, perfectamente acoplado a la máquina, sin mover ni un músculo que no fueran los de sus larguísimas piernas, fémures sin final, balancín sobre sus pedales, esfuerzo casi de puntillas. Horas y horas puliendo la técnica, haciéndola absolutamente inimitable. La barbilla pegada al manillar, los ojos azules, glaucos, fijados siempre en la línea invisible y cruel que marca el horizonte. El pelo rubio, tan normando, tan aristocrático. Y la souplesse, esa mezcla de elasticidad y elegancia, como un bailarín que llevase un martillo en cada pierna y, pese a todo, consiguiera hacer cabriolas en el aire sin levantar otro sonido que no fueran alientos sordos de admiración. Hasta la meta. Y por detrás un pelotón que lo mira, asombrado. Impotente. Eso son las sonrisas.
“Conforme a la Ley aparecida en el Moniteur de fecha 6 de mayo de 1965 Jacques Anquetil puede ser condenado a una pena entre ocho días y tres meses de prisión y una multa que puede oscilar entre los 20 y los 2.000 francos, o bien a una sola de estas sanciones”. El diario Le Soir recoge las dudas al día siguiente de la victoria. Anquetil no pasó el preceptivo control antidoping tras su victoria. “Queda un poco entre el agua de la ducha, si quieres puedes tomar mi orina de ahí”, dice, desafiante, al inspector que se acerca para solicitarle que rellene la consiguiente muestra para ser analizada. “Soy un ser humano, no una fuente”. Nadie sabe muy bien qué hacer. ¿Descalificar a la gran vedette del ciclismo, a un nombre que por sí mismo embellece el palmarés de toda una prueba? ¿Encerrarlo, como parece sugerir Le Soir? Al final no ocurre nada, y Anquetil puede disfrutar de la que será su única victoria en un Monumento. Pero ni así le abandonará la polémica.
La relación de Anquetil con el doping siempre había causado asombro en la Francia de la época. No por conocida (se consideraba “admitido” este hecho dentro del pelotón) sino por reconocida. En la cima de su popularidad había clamado por el honor del deportista (“¿qué pensaría usted si un policía o un médico le hiciera mear mirándole fijamente? Pues yo tengo que hacerlo. Es una afrenta a mi dignidad y mi libertad personal”), mostrándose a favor de los controles, pero con la condición de no ser tratado como un “animal”. Si Sartre reconocía que escribió su Crítica de Razón Dialéctica tomando veinte pastillas de Corydrane al día (una anfetamina muy popular en la época), ¿quién podía mirar mal a Jacques? Un año después Anquetil se negará a someterse al control antidoping después de batir el Récord de la Hora en el Velódromo de Vigorelli. En julio de ese 1967 Anquetil había escrito un artículo en France Dimanche que se titulaba: Oui, je me suis dopé. “Anquetil ha escogido el camino del escándalo”, escribe Pierre Chany, “y se dedica a abundar en él”. La Federación Francesa le sanciona sin poder acudir a los Mundiales de Ciclismo. No le importa. Bate el Récord de la Hora (que jamás será reconocido), y sigue saludando, satisfecho. Chovinismo hecho ciclista, como dijimos arriba.
Brazos en alto, aplausos en Lieja. El maillot celeste del Ford France reluce, es enorme la sonrisa del ciclista-estrella. Anquetil detiene su bicicleta, se baja, de ella, abraza a su amada Jeanine, a la rubia Jeanine, a esa Jeanine de tantas historias por venir. Geminiani le da la mano, gritando, “te lo dije, te lo dije”. Faltan casi cinco minutos para que llegue el segundo clasificado, Victor Van Schil. Un coequipier de Poulidor. “Al menos veo su maillot persiguiéndome, entrando a tanta distancia de mí”, seguro que pensó Anquetil. Otro minuto más, siguen llegando ciclistas, allí está Merckx, allí Gimondi. Todos destrozados. Anquetil ya camina hacia la ducha. Hierático, orgulloso. Único.
“¿Doping? ¿Qué doping? ¿No es verdad que hace sonar La Marsellesa en el extranjero? Pues ya está.”
Charles de Gaulle, el general De Gaulle, el presidente sempiterno de la Quinta República francesa, lo tenía claro. Él era más grande que sus propias dudas. Él era el patriotismo...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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