En una ocasión planeó escribir sobre el crepúsculo todos los días del año. Vigilaría su yo viendo cómo miró y sintió en cada momento. Partiría de la definición del crepúsculo expresada por Homero, “la hora de desuncir los bueyes”. Ningún día sería igual. Habría días de luces y días de sombras. Con los cambios de las estaciones aparecerían la lluvia, el granizo, la nieve, el frío, los calores.

El paso del tiempo le daría motivos para reflexiones profundas. Lloraría por sus familiares muertos y por quienes siguieran vivos.

En cada crepúsculo se acordaría de cuanto le pasó durante el día: el atardecer como revisión permanente del yo. Se arrepentiría de no haber estado a la altura de las palabras de Omar Khayyám: “Vive feliz esta hora del presente, la única que te pertenece en toda la existencia”.

Ante la grandeza crepuscular, ofrecida a cambio de nada (no hay peaje alguno para la mirada pensante), se inundaría su espíritu de la emoción del instante. Quedaría transformado en un átomo de humilde gratitud.

Todavía no ha empezado a escribir sobre el crepúsculo. “Pensar es fácil, obrar difícil, y obrar según se ha pensado, eso es muy difícil” (palabras sabias de Goethe).