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A Luis Suárez le caracolea el pelo en la nuca como si fueran olas tristes besando acantilados. Juega rápido y fluido, deja olor a Atlántico en la hierba cada vez que enhebra un pase, uno de esos embrujados que se cuelan por entre las piernas de los rivales. A Luis Suárez todos le llaman Luisito y él sonríe, amable y brumoso el mirar.
A Luis Suárez también le llamaban Luisito. Y al sonreír descubre una enorme dentadura que rematan dos grandes paletos. Sonríe, travieso, como sonríe al recordar hoy, orgulloso, una infancia de pillerías en Montevideo, una infancia de buscavidas. Su infancia es la de los niños que no pueden ser niños. “Como tantos”, matiza hoy. Como tantos.
Luis marcha al Mediterráneo con el sabor salado de las mareas aún pegado a su piel. Es joven, tan joven como puede serlo quien quiere comerse el mundo. Cada vez que su camiseta se yergue, enhiesta, en el centro del campo, los rivales gimen en silencio, sabiendo que su cintura de diapasón jugueteará con ellos durante unos segundos hasta dejarlos quebrados, rotos, sobre ese césped barcelonés. Y entonces Suárez volverá a sonreír, sabedor de que existe todo un universo inabarcable entre su pie y la pelota. Y que allí suceden cosas. Milagros, quizá. Magia.
Cuando Luis deja su casa y marcha a jugar a Europa marcha también en busca de la mujer que lo había rescatado. La mujer que lo devolvió al fútbol --infancia difícil, turbulenta adolescencia-- y por la que volvió a dejarlo al abandonar ella Uruguay. Creyó que no volvería a verla. Sus goles lo hicieron posible. Luis mete goles. Muchos. Y los celebra con rabia, sin escapar un solo momento de la furia que le agita en el campo. Marcha a Holanda con 19 años. A meter goles.
Luis Suárez es, al principio, el rapaz jovencito que viene de La Coruña. El que ha cambiado las rayas blancas y azules por las azules y granas. El que tiene tan poco cuerpo que a su entrenador, Fernando Daucik, no se le ocurre otra cosa que ponerle a soltar puñetazos con un saco de boxeo que había junto al vestuario. Y entonces el chaval crece, y se queja, ‘yo vine aquí a jugar, no a dar golpes’, y coge un balón para crear arabescos fantásticos en el aire. Y donde nada había brota, fugaz, la belleza, la precisión. Es, sí, poesía. Nunca más volverá a boxear el futbolista.
Luis es furia y gol. Pelea, lucha, corre. No hay excusa que le detenga, ni rival que intimide. Ganar es obsesión. Reprocha a sus compañeros esa falta de sangre, de ardor por alcanzar la victoria. En La Celeste, donde el sudor no se negocia, no hará falta. Cuando restan segundos para que el cruce entre Uruguay y Ghana en el Mundial de Sudáfrica se dirima en penaltis, Suárez ataja en la línea de gol dos disparos de los africanos. El primero con la rodilla, el segundo con las manos. Penalti y expulsión. Las lágrimas que desbordan su rostro se desvanecen antes de llegar al vestuario. Ghana falla la pena máxima. Los uruguayos pasan a semifinales tras vencer la inevitable tanda. Acaban terceros aquel Mundial. A su vuelta a Europa, Holanda no tarda en quedarse pequeño. Incluso el histórico Ajax, más pasado que presente. Poco para Suárez. Inglaterra llama a sus puertas.
Luis ha crecido, ya a nadie extraña verle con la camiseta del Barcelona. Ha crecido tanto que algunos piensan, casi sin atreverse a decirlo, que es el mejor futbolista del equipo. Del Barça, aquel donde juega Kubala. La afición se divide, unos son del viejo mago y otros del joven brujo. La contundencia de Ladislao frente a la depuración sigilosa, casi raso satén, de Suárez. Murmuran, digo. El fútbol disfruta. Pero ellos, a veces, no. La paradoja del poeta que odia sus versos. Porque la relación de Suárez con los entrenadores es, a veces, paradójica. Con Helenio Herrera, por ejemplo, que siempre presumió de ser el gran psicólogo y jamás consiguió entrar del todo en la mente artábrica de Luis. Esa que latía con noches enneblinadas de tejos y tojos. La de los bosques untados en lluvia, la de las gotitas cayendo a la tierra umbría, olor a manto fértil, como cuentas de un collar caro. “Suárez arriesga demasiado”, piensa Herrera, “a veces pierde su posición solo por lucirse”. En un partido el entrenador se planta, prohíbe al centrocampista pasar del centro del campo. Los minutos son angustiosos, el marcador no se mueve mientras el chico engominado mira, con ojos de saudade, la lejana portería contraria. Al final, casi al final, frisando el final, se arriesga, agarra la pelota, sortea a cuantos rivales salen a su paso, dispara seco, al palo. Gol. El Barcelona vence. Herrera lo abronca en el vestuario. “Has pasado del centro del campo”. El siguiente partido lo verá Suárez desde el banco. Por díscolo. Por, sí, genial. La situación es extraña, tensa.
Al llegar a las islas a Luis le cuelgan una camiseta roja con un siete a la espalda. El siete de Dalglish, el siete de Keegan. El siete del Liverpool. Luis hace lo que sabe hacer, lo que siempre ha hecho. Meter goles. Anfield ruge con su nuevo estandarte y sueña. Sueña con volver a reinar en Inglaterra con los goles de su nuevo héroe. Pero en el resto del país, Suárez es un villano. Le acusan de piscinero. De antideportivo. Porque Luis entiende el juego como una batalla y no hace prisioneros. Araña, provoca. Muerde. La prensa se ceba con él. Y en Liverpool entienden que Inglaterra le ha convertido en diana porque es una amenaza para los más grandes, porque tortura a defensas y porteros de toda la Premier. Solo un maldito resbalón aparta al Liverpool del título. Nadie anota más goles que Suárez. Es un ídolo en Anfield pero cuando marcha a Brasil para buscar la gloria con su selección, Luis sabe que no volverá a Inglaterra. Lejos de redimir, el Mundial acaba en pesadilla. Sin ser expulsado por el árbitro, la FIFA le aparta de la competición por morder al defensa italiano Chiellini. No podrá jugar ni entrenar durante cuatro meses. Uruguay rabia. “Son una manga de hijos de puta”, masculla Mujica, presidente del país. Días antes, Suárez ha atropellado a los ingleses con dos goles, descabalgándoles del Mundial. Luisito sabe que no volverá a Inglaterra. Que toca cambiar de nuevo.
Avanza Luis esquivando piernas que solo pueden estremecerse a su paso. Como siempre, como todas las tardes. Pero algo es distinto. Las palabras, su propia camiseta. Siguen ahí las rayas azules, esas que jamás le han abandonado desde niño. Pero ya no hay granates, ni siquiera sus blancas natales espumosas de mar. Ahora son negras, y le animan en italiano, y es otro el escudo sobre su pecho. A Luis Suárez lo vende al Inter de Milán Francesc Mitjans, el presidente culé que encargó la obra del Camp Nou a un primo suyo, y que, sorpresa, vio cómo le acababa costando cinco veces más de lo presupuestado. Ya ven, la vida, que es puñetera y se repite. Vende a Suárez, a Luisito, al ídolo, por 25 millones de pesetas. Sus quiebros se marchan a Lombardía, van sus ojos de agua a sonreírse en el Tesino. Empieza una nueva historia. Comienza a escribir otros versos.
Los versos de Suárez los escribe a zarpazos en Barcelona, la ciudad a la que marchó su amor, la ciudad a la que siempre supo que llegaría para vestir de azulgrana. En esa ciudad le esperaban dos magos. Dos genios del balón, herederos del mayor imperio de la historia reciente del fútbol, huérfanos de hambre y de gol. Suárez llega a completar la dupla, a ser el estilete del mejor tridente del fútbol mundial. Es él quien remata al Madrid de Ancelotti. Es él quien amarra una Champions League que pendía de un hilo. Y cuando a los genios se les acaba la luz, camino de un nuevo triplete, Luis aguanta por todos ellos. Aguanta y triunfa en esa ciudad en la que sesenta años antes que él otro genio de la pelota, mismo nombre, mismo apellido, hizo soñar a toda una afición.
A Luis Suárez le caracolea el pelo en la nuca como si fueran olas tristes besando acantilados. Juega rápido y fluido, deja olor a Atlántico en la hierba cada vez que enhebra un pase, uno de esos embrujados que se cuelan por entre las piernas de los rivales. A Luis Suárez todos le llaman Luisito y él sonríe,...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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