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No sabíamos que aquel poblado existía, de manera que nos quedamos a dormir. En el poblado había tres o cuatro mujeres, y varias docenas de niños. Los hombres no estaban. Estarían cazando, supusimos. Volverían en tres días, nos pareció entender. No los veríamos. Nosotros partiríamos al día siguiente. Compartimos nuestra cena y, luego, nos retiramos a nuestro fuego, solos. Estuvimos hablando un rato. Una de las mujeres se acercó al fuego. No la entendíamos. No nos entendía. Pero sonreía. De pronto se me aproximó. Con movimientos teatrales, empezó a pegarme. En el poco castellano que sabía, me dijo que yo estaba borracho. Estás, borracho, estás borracho, decía mientras me abofeteaba y reía. Era un juego. Que no comprendimos. Ella también comprendió que no lo comprendíamos. Dejó de pegar. Y de reír. Se incorporó y se fue. Al poco, nos fuimos a dormir. Antes, estuvimos hablando de lo que había pasado. Seguíamos sin entenderlo. Supusimos que, fuera lo que fuera, era un mal rollo. Hoy, años después, sé lo que ocurrió. Ocurrió algo bello y humano.
Darwin explica algo parecido con un suceso diferente. Él supo lo que ocurrió mucho antes que yo. Pero, en mi defensa, él tuvo la ocasión de ver una explosión de humanidad dos veces, en el mismo sitio, y en dos periodos diferentes de su vida. La sabiduría, en fin, igual no es otra cosa que ver lo mismo en dos periodos diferentes de tu vida.
La primera vez de Darwin consistió en la primera ocasión en la que vio personas salvajes. Creo que las llamaba salvajes, así. No tengo el libro del viaje del Beagle a mano, pero lo juraría. Fueron los yaganes, en el Canal del Beagle, que aún no se llamaba así. Vio a los yaganes a los pocos meses de salir de Inglaterra. Le impresionaron. Los encontró repelentes. Iban desnudos, a pesar del frío. Eran feos y desproporcionados, con los brazos larguísimos. Se acercaban al Beagle en canoas. Subían a la cubierta y robaban cualquier objeto a su alcance, sin importar el valor. Un día, una mujer subió, robó una clave de madera y, como no tenía donde guardarla, para poder robar más objetos, se la introdujo en la vagina. En el momento de partir del Canal, les observó desde la cubierta. La descripción es la de una masa que vociferaba y se movía sin gracia alguna. Escribe entonces unos fragmentos durísimos. Duda de la humanidad de esos seres, y establece una frontera entre el ser humano y el animal. Es la civilización. No hay contactos entre ambos lados de esa frontera.
Darwin podría haber eliminado esos fragmentos. No lo hizo. Posiblemente, con ello, quería explicar que había sufrido un cambio inaudito durante su viaje, una vuelta al mundo cuya última escala volvió a ser Tierra de Fuego. Un Darwin completamente mutado vuelve a ver a los yaganes desde el mismo sitio en el que los vio antes. La borda del Beagle. Siguen al Beagle, remando en sus canoas, y suplicando que les entreguen regalos. El capitán Fitz-Roy ordenó que les tiraran telas. Dos marineros sacaron un rollo de tela. Fueron cortando pedazos grandes, lo suficiente como para que cada yagán se construyera una túnica, y los fueron lanzando al Canal. Darwin observó cómo los yaganes recogían esas telas y, rápidamente, con precisión, las dividían en trozos sucesivamente más pequeños, para que hubiera para todos. Eran, al final, trozos tan pequeños que carecían de utilidad. Un Darwin relajado observó en ello la voluntad de no acaparar, sino de repartir. Y vio en ello civilización. Una civilización mayor que la suya en ese aspecto. Las descripciones que hace de los yaganes son, ahora, sensiblemente diferentes. Explica cómo duermen. Duermen en la intemperie. Para protegerse del frío, lo hacen en grupos, abrazados. Comen pescado, marisco, aves. Y ballenas. No las cazan. Las comen cuando aparecen muertas, en la costa. Un día, Darwin fue con un grupo de yaganes excitados, a buscar una ballena varada que, se había corrido la voz, estaba a pocas horas de aquel punto. Para transportar la carne de vuelta, para los que no habían ido, cortaron filetes de varios kilos, les hicieron un agujero en el centro y la trajeron como quien lleva un poncho. Por el camino, cantaban. Tal y como lo describe Darwin, observar aquello fue un momento de plenitud en su vida. La constatación de que el mundo y las personas son mucho mejores de lo esperado. Y de que, muchas cosas aparentemente terribles, son conductas que no sabes decodificar. Decodificarlas te presenta un mundo, ciertamente, más bueno que malo en su origen.
La mujer que me pegó y que me llamó borracho, a varios miles de kilómetros de la Tierra de Fuego, a su vez, quería, en efecto, que yo estuviera borracho y la pegara. Ese era el primer acto de las relaciones amorosas en su cultura. O en sus hábitos. Ni idea. Era, en todo caso, un trámite teatral que, supongo, daba paso, en breve, al cariño. Era una costumbre tan arbitraria como cualquier otra en ese trance. Como cualquier otra en ese trance, Ilustraba más ternura que brutalidad. Yo aún no lo sabía, pero el mundo, por debajo de sus apariencias, es relativamente bueno. Habla de nosotros.
No sabíamos que aquel poblado existía, de manera que nos quedamos a dormir. En el poblado había tres o cuatro mujeres, y varias docenas de niños. Los hombres no estaban. Estarían cazando, supusimos. Volverían en tres días, nos pareció entender. No los veríamos. Nosotros partiríamos al día siguiente. Compartimos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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