Ser español hoy
Manu Mañero 15/06/2016
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Abandonada ya la antigua dicotomía --e impostura-- entre las dos españas que se desean cuando pelean --una, la del debate sobre el heredero del santoral; otra, la del paternalismo catalanista personalizado en Piqué-- la selección española en Francia sondea cuestiones mucho más profundas que, en tiempos de necesidad, van a terminar por cohesionar más al aficionado de lo que los candidatos a la presidencia del Gobierno desearían. Si España gana a la República Checa queriendo ganar y con denodado impulso vital en las botas de lo que queda de Iniesta, es que ha vuelto, Del Bosque mediante. A pesar de ser el grupo más pobre en carisma que se recuerda en todo este ciclo glorioso, es curiosamente también el que más ha enganchado al personal con la primera resolución, una vez depuestos el tradicionalismo que antes perseguía a los de las banderas en los balcones y el raquítico modernismo reaccionario del nordeste. Es imposible, cuando se habla de España, no tirar sal en alguna herida: de ahí que se adoptara, pero sin siquiera pedir permiso, el apelativo de La Roja para designar a un muestrario de patriotas de lo suyo en el peor de los casos y de los suyos en el mejor.
Uno mira a la selección de Vicente, primera desde 2008 con contados signos de rejuvenecimiento, y puede verse reflejado en cualquiera de sus historias alternativas, incluida por supuesto la del Proteo catalán, un Gerard Piqué esclavo de sus sinsentidos que sin embargo se ha montado bien el tenderete del maniqueísmo. A este botifler arrepentido le puede la pulsión españolista: sabe, muy dentro, que lo otro no sería lo mismo. Pero ante la República Checa hubo más destino: Nolito, sin ir más lejos, fue titular. Nolito, para los neófitos, es un self-made man, un jugador hecho a sí mismo, al que le ha llegado el reconocimiento rozando los treinta y por jugar en el Celta. Su modelo es válido si de salir adelante a toda costa se trata. No digamos ya las aristas paradigmáticas del caso Aduriz, presente a los treinta y cinco, edad a la que todos están recogiendo las cosas. Por piedad, puede valer hasta la postal del discreto Juanfran, a quien deben castañeaterle los dientes cada vez que alguien le conjuga lo inestimable. Juanfran es un buen tipo. Eso basta a menudo en un mundo en el que te exigen braceo desde primera hora a cambio de un lugar en la fugacidad. El pluralismo de este exótico conjunto puede atraer de nuevo los pedazos de apátridas cansados de linaje. De vagos oficiales sin oficio.
En lo futbolístico hay más. Las decepciones contemporáneas espolearon un noventayochismo difícil de sobrellevar en una época en la que justo el fútbol se había encargado de disimular ciertas miserias. Cuando España aprendió a ganar se encerró en una mística letal que la arrastró a la autocomplacencia más cruel. Se frivolizó y se despojó de competitividad y dinamismo precisamente al modelo que a través de estos dos ojos había logrado imponerse y maravillar. Se trivializó el debate. Demasiados jugadores pasaron al reservado de intocables, se tapiaron las puertas para que nadie las pudiera tirar. Y si algo tiene este equipo de distinto, que la gente haya podido observar, es exactamente eso: desprovisto de aquiescencia, vuelve a ser un refugio para el telespañolito. Iniesta, en su agonía, funciona por ejemplo con una brillantez madura ancestral. Es Andrés otra vez, no el del gol de Sudáfrica, que también, porque el pasado no se puede negociar. Por generosidad, se ha admitido incluso a ratos el descreimiento del contragolpe. Así ha cambiado España: donde antes había pelea vacua --como cuando Chipre o Irlanda del Norte, o Georgia se reían a su costa-- ahora parece haber intención de nuevo. Ojalá no sea sólo el destello de un macabro periodo de prueba.
Abandonada ya la antigua dicotomía --e impostura-- entre las dos españas que se desean cuando pelean --una, la del debate sobre el heredero del santoral; otra, la del paternalismo catalanista personalizado en Piqué-- la selección española en Francia sondea cuestiones mucho más profundas que, en tiempos...
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