Análisis
Corazón y cabeza: una historia del Brexit
El consenso entre los economistas sobre las consecuencias negativas de la salida de la UE es apabullante pero solo un tercio de los británicos está de acuerdo con ese diagnóstico. ¿Por qué?
Santiago Sánchez-Pagés 15/06/2016
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Hace un par de semanas pude escuchar a bordo de un tren entre Londres y Norwich una conversación entre dos mujeres de mediana edad. Opinaban sin discreción alguna (para que luego digan que en el Sur somos unos gritones) sobre el referéndum del próximo día 23 en el que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte decidirán si permanecen o no en la Unión Europea. Una de ellas concluyó su amarga queja sobre la campaña diciendo “No sé qué hacer. La cabeza me dice que vote a favor de que nos quedemos. El corazón, de que nos marchemos.” Esta dicotomía tan sencilla y antigua –el cotejo de estos órganos era el modo en el que los dioses egipcios administraban justicia ultraterrena, dicen-- puede escucharse con asombrosa frecuencia entre los británicos. No son los primeros, ni serán los últimos, que encuentran en el pueril dilema entre corazón y cabeza un símil que les ayude a enfrentarse a una decisión de enorme complejidad y desconocidas consecuencias. Los escoceses, los griegos y, con casi total seguridad, los catalanes se han visto o se verán en similar brete, porque ese es el signo de los tiempos en esta Unión Europea que no sabemos bien si sufre un proceso de metamorfosis o de agonía. Pero como –ups-- me estoy adelantando a la tesis final de este artículo, mejor volvamos por un momento a ese tren en el que servidor atravesaba a todo trapo la campiña inglesa.
No era nada casual que aquella conversación la sostuvieran dos mujeres entradas ya en los cincuenta ni que tuviera lugar cerca de Norwich, la capital de Norfolk. El apoyo al Brexit es mayoritario entre los mayores de 55 y en la Inglaterra más rural y conservadora. Los otros fortines geográficos de los que se sienten hartos del dictado de Bruselas son Yorkshire y las Midlands, regiones devastadas por la desindustrialización de los ochenta (como retrata magistralmente Shane Meadows en sus películas, mucho menos plomo que cualquiera de Ken Loach), zonas en las que curiosamente –o no-- la inmigración es mínima. Apenas hay en ellas asylum seekers [refugiados] o polish plumbers [fontaneros polacos], los dos animales míticos favoritos de la prensa tabloide británica, espantajos que sacan a pasear para indignar a la masa blanca anglosajona temerosa de que los extranjeros diluyan la cultura autóctona o les roben el trabajo.
Y es que la inmigración es uno de los dos puntos focales de la campaña del Brexit. Una Gran Bretaña fuera de la UE podría imponer cuotas a los migrados desde Europa del Este y expulsar a los que se han instalado y no trabajan o viven de ayudas sociales (el extranjero jeta, otro animal mítico). Si estos argumentos les recuerdan a los de Trump y sus seguidores es por un motivo: son los mismos. Trump y Boris Johnson, la cabeza política más visible del Brexit, se han erigido en portavoces de los angry white men, es decir, trabajadores no cualificados que se sienten amenazados por la diversidad étnica y que se encuentran en precaria situación económica debido en parte a una globalización que trajo una competencia comercial a escala planetaria y que terminó arrasando el tejido industrial de su país a golpe de deslocalización. No en vano el otro vector que define a los brexiters es el nivel educativo: sólo el 30% de quienes tienen estudios universitarios apoya la salida del Reino Unido de la UE; la proporción sube al 70% entre los que no alcanzaron a completar sus estudios secundarios.
El apoyo a la salida de la UE es mayoritario entre los mayores de 55 y en la Inglaterra más rural y conservadora
La política comercial es otro de los focos de la campaña del Brexit. Un Reino Unido fuera de la UE podría proteger mejor sus intereses comerciales, negociar directamente con socios quizás más interesantes que Grecia o Bulgaria, y además podría salvaguardar a sus ciudadanos de la miríada de excesivas y absurdas regulaciones europeas, como por ejemplo las que regulan el tamaño de los pepinos y manzanas. Este de las frutas y hortalizas es uno de los casos que más gusta mencionar a los partidarios del UKIP como ejemplo de la opresión de Bruselas aunque siempre he pensado que es un asunto tan trivial que más bien es un ejemplo de lo opuesto.
¿Tienen sentido económico todos estos argumentos? La respuesta corta es “No”. Déjenme desarrollarla. La economía británica tiene una enorme dependencia económica de la UE, que representa la mitad de su volumen de intercambio comercial. Sin embargo el Reino Unido representa para la UE apenas un 10% de sus transacciones comerciales. Así que quien tiene más que perder del Brexit son los británicos y no las empresas continentales, que estarán encantadas de ver desaparecer a un fornido competidor. Pese a ello, los partidarios del Brexit están convencidos de que el país podrá mantener un estatus intermedio similar al de Noruega o Suiza que le permitirá comerciar sin trabas con la UE (si este argumento les recuerda a alguno de los esgrimidos a favor de la independencia de Cataluña es por un motivo: fue uno de ellos). En esa posición privilegiada el Reino Unido, dicen, podrá negociar nuevos tratados de intercambio con su aliado transatlántico, los Estados Unidos. Barack Obama frustró este propósito durante su visita a Londres el pasado abril, en lo que representó el punto más bajo de la campaña a favor del Brexit. El presidente norteamericano declaró que el Reino Unido “would be at back of the queue,” es decir, estaría al final de la cola, en cualquier negociación comercial que Estados Unidos mantenga con socios potenciales. Por cierto, Obama utilizó la palabra “queue” cuando en inglés americano la palabra habitual para referirse a una cola es “line”; cualquier malpensado podría concluir que Cameron le hizo aprenderse la lección.
El Reino Unido basa su enorme fortaleza económica en gran medida sobre su formidable capacidad de atracción de inmigrantes cualificados
El Reino Unido basa su enorme fortaleza económica en gran medida sobre su formidable capacidad de atracción de inmigrantes cualificados. Pese a las historias sobre refugiados que abusan de ayudas y subsidios o que traen consigo horrorosas enfermedades, la evidencia es clara: los inmigrantes son personas que cuentan en promedio con una educación, iniciativa y salud superiores tanto a las de sus compatriotas como a las del ciudadano medio del país de acogida. Al ser más jóvenes y sanos suponen una contribución neta al sistema de pensiones y causan un gasto sanitario mínimo. No representan una carga fiscal, al contrario. En cuanto a su efecto sobre el mercado de trabajo, es discutible que su presencia reduzca los salarios de los nativos con los que compiten, generalmente los menos cualificados. Los economistas han encontrado evidencia a favor y en contra de esta hipótesis, pero el consenso es que este efecto negativo sobre los salarios, si existe, es pequeño. En definitiva, los inmigrantes son una fuente de riqueza para una economía desarrollada como la británica. No es casualidad tampoco que el apoyo al Brexit en Londres y sus boroughs (distritos), un auténtico crisol multicultural, sea mínimo.
Así que el consenso entre los economistas sobre las consecuencias negativas del Brexit es apabullante. Puede que la economía británica tenga buenos fundamentos y que el efecto del Brexit en el largo plazo sea reducido, pero las consecuencias en el corto plazo serán muy negativas y no hay ninguna garantía de que no produzca efectos desfavorables duraderos, en especial los derivados de la previsible y masiva fuga de capital humano que sucederá si la salida de la UE se consuma. Y sin embargo, pese a los elaborados informes de reputados centros de investigación y de la impresionante lista de economistas y académicos que lo respaldan, solo un tercio de los británicos está de acuerdo con ese diagnóstico. ¿Por qué?
No puede esperarse que la gente común acepte sin más que se le arrebate el control de su existencia
Resulta muy fácil caricaturizar a quienes apoyan el Brexit. Conservadores, viejunos nostálgicos del imperio o temerosos de los alemanes, gente de bajo nivel educativo… Del mismo modo se ha hecho con otros: catalanes a quienes Artur Mas y TV3 han lavado el cerebro, griegos seducidos por el ladino populismo de Syriza, escoceses que no entienden que no tiene sentido levantar nuevas fronteras en el siglo XXI… En el torrente de artículos escritos sobre el referéndum británico pueden leerse muy a menudo calificativos como “absurdo” o “irracional” para referirse a los partidarios del Brexit y sus argumentos. En este tema nuestra labor como economistas debería ser estimar el precio de cada opción, no prescribir. Los ciudadanos son los que deben decidir si están dispuestos a pagarlo o no. Sin embargo, los economistas del ala más tecnócrata se muestran indignados y beligerantes ante la supuesta estupidez que los británicos muestran al apoyar la salida de la UE, una estupidez que viene a confirmar la vieja premisa liberal de que la “masa” es menos que la suma de sus partes. Pero lo que muchos no entienden –sean economistas o no-- es el papel que en nuestras vidas tienen la autonomía personal y la necesidad de encontrar un sentido a nuestra existencia. Es comprensible, lo entiendo. Son conceptos difíciles de modelizar y cuantificar. Pero poseen tanta importancia a la hora de tomar una decisión como un análisis coste-beneficio. El referéndum escocés, griego, catalán o británico son y serán expresiones comunes --sin duda idiosincrásicas-- de aquel lema que escuchábamos en las plazas del 15M: “No somos mercancía en manos de políticos o banqueros.” Podemos sustituir esos sujetos por otros más o menos impersonales como “globalización,” “cambio tecnológico”, “estado supranacional” o “Estado español”, pero la idea es la misma. No puede esperarse que la gente común acepte sin más que se le arrebate el control de su existencia. Que se le repita una y otra vez que no hay alternativa; que la austeridad es la única política económica viable, que el aumento de la desigualdad es consecuencia inevitable de las nuevas tecnologías y que mejor no redistribuyamos no vaya a ser que espantemos a los creadores de riqueza. No, no puede esperarse que los ciudadanos se conformen con aceptar siempre el menor de los males, esperar que no anhelen tomar las riendas de sus vidas para dirigirlas hacia un futuro mejor, por mucho que este futuro sea incierto y esté aún por escribir.
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Santiago Sánchez-Pagés es profesor de economía en la Universidad de Barcelona. Hasta 2015 fue también profesor en la Universidad de Edimburgo.
Hace un par de semanas pude escuchar a bordo de un tren entre Londres y Norwich una conversación entre dos mujeres de mediana edad. Opinaban sin discreción alguna (para que luego digan que en el Sur somos unos gritones) sobre el referéndum del próximo día 23 en el que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del...
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