TRIBUNA
‘Brexit’: el recelo mediático hacia la democracia participativa
‘Democracia directa, ¿sí o no?’. Los mismos que se señalan como detractores del referéndum británico por su simpleza interpretativa responden con falacias lógicas a la histórica cuestión de los límites de la participación
José Segovia Martín 13/07/2016
Europa
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Surgen como setas en las últimas semanas artículos y reportajes que sitúan en el centro de su análisis una suerte de locura democrática que aparentemente recorre Europa, relacionando el caos económico y político del momento con un exceso de interpelación democrática al pueblo. Los movimientos asamblearios recientes, las pretensiones independentistas en Catalunya y Escocia, la tendencia actual de algunos partidos políticos a consultar a sus bases militantes y, sobre todo, el Brexit, constituyen sin duda ejemplos de un cambio incipiente de las relaciones entre los ciudadanos y las instituciones. Sin embargo, conviene reflexionar con detenimiento sobre estos asuntos para, por lo menos, permanecer protegidos y no caer en la denostación automática de dichos procesos, servida en bandeja por la prensa del establishment para la preservación de sus intereses privados.
Pareciera que, sin decirlo expresamente, los analistas de algunos medios quisieran encontrar un culpable rápidamente, por lo que buscan en sus columnas o artículos dominicales respuesta rauda a la primera y más automática pregunta que cualquier sofista plantearía: democracia directa, ¿sí o no? No deja de resultar cuando menos cuestionable que aquellos mismos que se señalan como detractores, quizá con razón, del referéndum británico por su simpleza interpretativa, respondan ahora pontificando con falacias lógicas a la histórica cuestión de los límites de la democracia directa. Que el resultado no haya gustado o que el argumentario de la derecha xenófoba haya prevalecido no deberían ser considerados motivos válidos para poner en tela de juicio la eficacia de una alternativa electoral participativa, sino la manifestación concreta que ha tomado en este caso en Reino Unido. Que la cuestión mediática esté de actualidad no implica de ninguna manera que sea más relevante para establecer una causa efecto entre el Brexit y la validez de la democracia directa, ni que se pueda concluir a partir de un referéndum, mejor o peor planteado, que un determinado sistema electoral es bueno o malo. Y esto es porque la materialización de un proceso concreto, en este caso el referéndum británico, no siempre responde al planteamiento teórico ─adecuadamente ejecutado─ de un concepto, en este caso la democracia participativa, sino muy probablemente a otros intereses, ya sean económicos o políticos, con sus diferentes extensiones propagandísticas y/o coercitivas.
Un punto de partida sensato pasa por preguntarse si es cierto que nos hayamos vuelto locos últimamente con la convocatoria de referéndums. Para contestar, no hay más que echar un vistazo al historial de consultas que se han producido en Europa desde los años 70 y comprobaremos que no es cierto que se haya producido un incremento en los últimos años. En España, sirvan como ejemplo a nivel nacional, el referéndum de 1986 sobre la OTAN o el referéndum no vinculante de 2005 sobre la aprobación del Tratado por el que se establecía una Constitución Europea. Además, otros 7 referendos sobre diversos Estatutos de Autonomía se han producido en España en época democrática. En Reino Unido, el 8 de marzo de 1973 Irlanda del Norte votó en un referéndum sobre su soberanía. Desde entonces, otros 11 referendos se han llevado a cabo en el país según datos de la página web del Parlamento. En Francia, según datos del Conseil Constitutionnel, 10 referendos a nivel nacional se han producido desde 1958, ocho de los cuales se produjeron antes del año 2000.
Muy al contrario, otras consultas han resultado antidemocráticas no precisamente por el hecho de realizarse sino más bien por el hecho de haberse obviado el resultado. Baste con recordar que en los referendos islandeses de 2010 y 2011 los ciudadanos votaron en contra de pagar la deuda externa de los bancos en quiebra del país, y los resultados fueron total o parcialmente desoídos por las instituciones. También a la postre fueron sorteados en el año 2005 los “noes” de Francia y Países Bajos al Tratado de establecimiento de la Constitución Europea. Unos años después, en 2007, la ratificación del Tratado de Lisboa solo sería sometido a consulta en Irlanda del Norte, donde el “no” se impuso en primera instancia en 2008, forzando una segunda consulta en 2009, en la que finalmente el “sí” obtuvo mayoría.
Por otra parte, pocos se quejaron de que tras el referéndum griego de 2015 en que el pueblo griego votó ─en medio de una tormenta de presiones mediáticas y económicas sin precedentes─ contra el paquete de medidas de austeridad de la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo, el resultado fuera soslayado por los propios gobernantes griegos y por las instituciones europeas. ¿Dónde situar aquí el déficit democrático?
Cuando echamos la vista atrás, además, enseguida se revelan contradicciones en este tipo de análisis mediáticos. ¿Han sido las consultas al pueblo criticadas con la misma fuerza y por los mismos motivos cuando los resultados fueron los esperados o deseados por las instituciones? También aquí parece claro que no. Poca gente dudaría hoy de lo beneficiosos que resultaron los referendos del 22 de mayo de 1998, cuando el acuerdo de Belfast entre el Gobierno británico e irlandés fue refrendado mediante sendas consultas populares, poniendo fin al conflicto armado en Irlanda del Norte.
Un caso mucho más revelador, si acaso, lo encontramos en el referendo francés para la aprobación del Tratado de Maastricht, más conocido como el “petit oui”. Un 51% de franceses votó a favor, y un 49% en contra. Sin embargo, aun cuando el resultado fue extremadamente ajustado, ¿hubo entonces una oleada de artículos poniendo en duda la necesidad de consultar al pueblo? No hay más que revisar la hemeroteca para comprobar que no, lo que evidencia una vez más el sesgo que introduce el agrado por el resultado en el análisis periodístico de este tipo de procesos.
Con todo, no cabe duda de que el referéndum del 23 de junio se levantó sobre pilares precarios. Por una parte, una campaña mediática nada objetiva, propia de nuestros tiempos, guiada por el sensacionalismo y fiscalizada por opuestos intereses económicos e institucionales. Por otra, un pueblo dividido por una crisis económica que es atribuida a diferentes causas, entre las cuales pocas veces se señala la dinámica propia del capitalismo más allá de un euro disfuncional. No había tampoco un marco de salida a la consulta, pues no se habían establecido márgenes concretos de voto a partir de los cuales se tomasen decisiones rotundas o se abriesen procesos de negociación determinados, por lo que los ciudadanos votaron a ciegas, sin conocer exactamente las consecuencias de la votación, lo que en el escenario actual puede ser leído tanto por los ciudadanos a favor como por los ciudadanos en contra del Brexit como una limitación a sus aspiraciones democráticas, ahondando en el ya de por sí deteriorado estado de desconfianza en las instituciones.
Cuando, como en el caso que nos ocupa, no se ha analizado la causa original del problema, a saber, una mala ejecución de un referéndum, se argumenta que la crisis ha hecho resurgir el populismo. ¿Acaso podría haber sido de otra manera? Y sin embargo, aunque diéramos por cierta esta asunción, aún quedan por definir todos los adjetivos que han sido utilizados como arma arrojadiza contra las alternativas, sin ahondar en lo populista o radical que ya de por sí pudiera estar siendo la propaganda de las instituciones y el capital. En definitiva, se está escribiendo un relato no a favor de mejorar la praxis del modelo político o electoral que vendrá, sino a favor de mantener el statu quo. De lo contrario, su análisis partiría de hechos concretos, no de la atribución de propiedades tóxicas a modelos electorales que, al menos en el caso de Reino Unido, no han sido puestos en práctica de manera adecuada.
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