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En 1954 el Estadio de White City, en Londres, empieza a tener regusto que pasa de venerable y deviene en añejo. Allí se han celebrado los Juegos Olímpicos de un lejano 1908. Allí juega como local el modesto Queens Park Rangers. Años después será sede del Mundial de 1966, el de las hostias a Pelé, el perro Pickles y el gol fantasma en la final. Y a partir de los 80, cuando la Tatcher, y el liberalismo a ultranza y todas esas cosas, en los estudios de la BBC que han construido sobre las ruinas del campo se grabarán algunas de esas joyas que de vez en cuando regala la televisión inglesa. Pero en 1954, el 9 de julio de 1954, White City es una catedral del atletismo. Y va a contemplar el nacimiento de una leyenda.
Son los Juegos del Imperio, nombre pomposo que esconde una competición anómala, heterogénea, entre atletas que vienen de los cuatro confines del mundo gobernados por una Majestad Graciosa. Deportistas de países que quieren ser independientes, que, en ocasiones, lo son de facto. Reminiscencia de otra época, que sabe a Kypling, a If, a trajes color caqui y casacas rojas.
Prueba de las seis millas. Un corredor sale a toda velocidad y empieza a ganar tiempo sobre sus rivales. Va descalzo y es negro. Su nombre, Lazaro Chepkwony. Será el primer atleta keniata que compita en una prueba internacional. Lo cierto es que tras su fulgurante comienzo se desfonda y acaba abandonando, entre las risas del público. Al día siguiente algunos periódicos se ceban. Jamás podrán los africanos, dicen, con su inferior intelecto llegar a alcanzar victorias de renombre en atletismo. Sin duda profecía digna de quienes albergaban tales pensamientos. Al día siguiente, el también keniata Nyandika Maiyoro hace tercero en las tres millas. África ha llegado para quedarse.
A partir de ahí, la secuencia es imparable. En 1956 Kenia y Etiopía debutaban en los Juegos Olímpicos, en Melbourne, sin resultados demasiado reseñables, pero con la promesa de volver. Cuatro años más tarde, Abebe Bikila lograba una de las victorias más simbólicas de la historia del olimpismo, venciendo en la Maratón de Roma y pasando, elegante y poderoso, majestuoso bajo los focos de las motos, junto a algunos monumentos que Italia arrancó a su país cuando aún lo llamaban Abisinia y a los fascistas se les ocurrió bombardear población civil por primera vez en Adís Abeba. No era el primer campeón olímpico africano si nos atenemos al medallero (argelinos que competían, claro, bajo bandera francesa, y algunos atletas de nivel sudafricanos… blancos, por supuesto) pero marcaba, desde luego, el punto de partida de un dominio que iría haciéndose más y más marcado con el paso de los años. Orgullo de todo un continente, de un color de piel, de una Historia. De donde surgieron los primeros hombres, de esa altiplanicie reseca y temblorosa, llegaban ahora los mejores corredores del mundo.
En los Juegos Olímpicos de Tokio, Wilson Kiprigut consigue la primera medalla para Kenia. Fue en los 800 metros, la misma distancia que domina con mano de hierro nuestro protagonista. El país empezaba a contar en todas las quinielas cuando se hablaba de grandes citas atléticas. Pero será definitivamente en 1968, en los Juegos Olímpicos de México, cuando Kenia se consagre como la gran dominadora, por décadas, del fondo. Los Juegos más reivindicativos, los de la raza negra, los de John Carlos y Tommy Smith. Allí, precisamente allí, surge con más fuerza que nunca la gran ola de africanos ganadores. Naftali Temu, en los 10.000, será el primer campeón olímpico del país.
Fueron los llamados Juegos de la altitud. Precisamente esa era una de las causas esgrimidas por lo especialistas para explicar la pujanza keniata (y, en general, la de todos aquellos atletas de las grandes altiplanicies del Valle del Rift). Tienen una predisposición genética. Corren todos los días varios kilómetros hasta llegar a la escuela. Entrenan de forma natural a mucha altura sobre el nivel del mar (la zona del Rift oscila entre los 1.800 y los 2.400 metros), quieren salir de la pobreza, su zancada sin zapatillas es mucho más efectiva que la de los occidentales. Causas, causas… Parecía como si el atletismo más tradicional tuviera que buscar sortilegios secretos para explicar un éxito que no alcanzaba a comprender. En el fondo, una cierta superioridad moral, de tintes raciales, subyacía al planteamiento. Si nos ganan, por algo será. Por algo.
Todo ello es (parcialmente) cierto y, a la vez, una simplificación grosera de la realidad. Quienes hablan de predisposiciones genéticas o del medio físico olvidan la enorme variedad geográfica que existe en un país como Kenia. Olvidan, aún más, el hecho de que la propia nación es uno de esos inventos artificiales que tanto gustaban a las antiguas potencias coloniales (y que han tenido desastrosas consecuencias posteriores), sin ningún tipo de respeto por la extensión tradicional de las diferentes etnias. En pocas palabras, los que explican el éxito de los atletas keniatas en base a su talla genética, social y geográfica olvidan que poco tienen que ver estos factores entre los masái, los kalenjin o los kamba, por poner tres ejemplos. Que todo es, quizá, más complicado que eso. Que el reduccionismo acaba, siempre, simplificando más que reduciendo.
Veamos también la clásica imagen del atleta keniata como especialista únicamente en pruebas de fondo. Una de las primera medallas olímpicas, conseguidas en los Juegos de México, vino del relevo 4x400. Fue una plata, por detrás de los inabordables Estados Unidos, que vencieron con récord del mundo incluido. La primera posta del histórico equipo keniata la hizo Daniel Rudisha, un espigado masái casado con una cantante de música tradicional.
El hijo de Daniel (uno de los siete que tiene) se llama David, David Rudisha. Es, a día de hoy, una de las grandes estrellas del atletismo mundial. Campeón del Mundo y Olímpico de 800 metros lisos, plusmarquista en esa misma distancia con unos siderales 1:40:91. El hombre llamado a bajar de la mítica barrera del minuto y cuarenta segundos. El que está, hoy, en mitad de una delegación marcada por los problemas.
Poco tienen que ver estos atletas keniatas con los de los años sesenta. Donde, cuentan, se potenciaba el talento natural, las condiciones innatas, ahora se siguen planes de entrenamiento ultramodernos, con técnicos importados directamente de potencias occidentales y cargas de trabajo y preparación similares a las que se puedan ver en cualquier concentración norteamericana. El gobierno de Kenia (los sucesivos gobiernos que ha ido teniendo Kenia desde los años 60, que la historia del país da para pieza aparte) siempre ha visto el potencial de sus deportistas como una magnífica forma de venderse de cara al exterior. La nación de las playas infinitas, de los safaris de ensueño y de los corredores más resistentes, esa es la imagen que se pretendía exportar. Así que los grandes héroes olímpicos se convirtieron en prebostes de todo un pueblo, con un sistema perverso basado en el éxito que exigía siempre sangre nueva para poder actualizar su mensaje.
Desde el año 2012 Kenia ha tenido más de 45 positivos entre sus atletas. Algunos de ellos realmente mediáticos, como los de la campeona mundial de cross Emily Chebet o la maratoniana Rita Jeptoo, ganadora en Boston o Chicago. Demasiados como para pensar en incidentes individuales y los suficientes como para sospechar de un programa perfectamente organizado. En medio de la pestilente marea formada a raíz de estos casos (con dirigentes de la Federación suspendidos por la IAAF y amenazas de duras sanciones flotando en el ambiente) se empezaron a conocer situaciones particulares.
Hace unos pocos días Clement Prokop, presidente de la Federación Alemana de Atletismo, abogaba por la expulsión de Kenia de los Juegos Olímpicos. Kipchoge Keino, campeón en 1968 y presidente del Comité Olímpico de Kenia, contestaba aduciendo que Kenia estaba cumpliendo todas las recomendaciones de la Agencia Mundial Antidopaje, y contraatacaba con un par de consideraciones de interés. La primera, que algunos de los sospechosos de dopar a atletas africanos eran alemanes. La segunda, que Kenia da muchas facilidades para que atletas alemanes entrenen en sus campos de preparación.
Esta última afirmación nos vende una imagen del atletismo keniata muy distinta a la presentada al principio del artículo. Nada de corredores descalzos y preparaciones improvisadas. No, se habla más bien de un entrenamiento científico con técnicos y medios lo suficientemente avanzados como para ejercer de “efecto llamada” para deportistas de potencias como Alemania. O, si queremos pensar mal, se habla también de otras cosas no demasiado bonitas de escribir.
La propia Federación keniata tuvo que enfrentarse, a finales de 2015, a la extraña situación de verse asediada por los atletas a los que dice representar. Fue en noviembre, cuando unos sesenta deportistas plantaron barricadas ante la sede federativa para protestar. Protestar por el doping alentado desde la Federación, sí, pero también por la corrupción (el presidente federativo en aquel momento, David Okeyo, estaba siendo investigado por apropiarse unos 650.000 euros de un acuerdo de colaboración entre el órgano y la empresa americana Nike). La manifestación fue subiendo en intensidad, llegando a ser extremadamente violenta, con funcionarios encerrados a cal y canto en las oficinas e intentos de agresión. Las imágenes dan la vuelta al mundo. Atletas que se quejan por el dopaje generalizado auspiciado por una federación a la que representaban pero por la que decían no sentirse representados.
En este maremágnum la figura de Rudisha siempre se ha mostrado especialmente crítica con el problema del doping, con distintas declaraciones públicas alertando sobre no tomar lo que él llama “el camino más fácil”. Recientemente la IAAF ha visto cómo su veto a las federaciones rusa y keniata ha sido ratificado por el Comité Olímpico Internacional, por lo que los atletas que quieran competir en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro deberán someterse a una evaluación individual por parte de las federaciones internacionales. Un test independiente que garantice la limpieza de la competición. Una muestra de buena voluntad ante jueces imparciales. Una pátina de respetabilidad.
Es inevitable pensar, con todo, en la enorme diferencia entre los orígenes del atletismo en este país y su momento actual. En el salto adelante, en todos los sentidos, que los deportistas keniatas han vivido. En el sueño de toda una Nación que una noche, una noche oscura y agitada, devino en pesadilla.
Al fondo, la meta. El alargado David Rudisha vuela. A sus espaldas el orgullo de un país, la sospecha de un sistema. Alzar uno a pesar de la otra es, hoy, su gran desafío.
En 1954 el Estadio de White City, en Londres, empieza a tener regusto que pasa de venerable y deviene en añejo. Allí se han celebrado los Juegos Olímpicos de un lejano 1908. Allí juega como local el modesto Queens Park Rangers. Años después será sede del Mundial de 1966, el de las hostias a Pelé, el perro Pickles...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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