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Katinka Hosszu
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El invierno es duro en Hungría. Mucho tiempo, clima continental, semanas y semanas cubiertos por la nieve, en mitad de un paisaje perennemente pálido, desasosegante en llanuras cíclicas hasta donde alcanza el mirar. Fuera el frío congela las pieles, hace que los corazones latan un poquito más lentos, dibuja arabescos en cada respirar, lamiendo con vahos gélidos los temblores.
Quizá por eso el agua, la caricia de las fuentes termales, es tan importante en la cultura magyar. Por eso y por la influencia otomana, claro, por esas huellas orientalizantes que se pueden ver aquí y allá. En esta cúpula, en aquella puerta. En mihrabs que ahogan llamadas ya extintas, colores y juegos geométricos, luz y sombra contando mil y una historias. En baños y balnearios, claro, donde los húngaros pasan horas y horas de esos fríos que, a veces, parecen durar para siempre. Como el de Széchenyi, donde los ancianos juegan al ajedrez sumergidos hasta la cintura, en silencio, y pueden clavar su mirada en el hueco vacío que dejó la estatua de Stalin cuando en 1956 fue derribada en aquel octubre inolvidable, esperanzas y revoluciones, que solamente pudo dar paso al invierno más largo y triste que se recuerda. Uno que duró, claro, décadas.
A lo mejor es por ello, por esa relación tan estrecha por el agua, por los meses en que apenas se puede poner un pie en la calle y es necesario optar por deportes bajo techo, por lo que la natación húngara ha tenido siempre un enorme potencial. Uno de los países más señeros, una cantera inagotable. Un espacio que presenta, de cara a los Juegos de Río, una enorme vergüenza y una gran esperanza. Ying y yang en el más oriental de los países del poniente.
La vergüenza se llama Laszlo Kiss, y fue durante décadas quien movía los hilos de la natación magyar, lo que equivale a decir que era uno de los personajes más respetados, y poderosos, del deporte en el país. Una condena por violación hace más de medio siglo ha seguido persiguiendo a este entrenador, pese a haber cumplido ya pena de cárcel en su día. Ahora, apenas hace unos meses, Kiss dimitió de todos sus cargos, consternado ante una sociedad que se negaba a olvidar, que daba la espalda a la reintegración. Sus métodos fueron revolucionarios, sus resultados incomparables. Pero la sombra del pasado, avivada por el escándalo de Szpesi, un nadador que acusó a varios masajistas de la federación de abusos sexuales, fue demasiado espesa. Laszlo Kiss se iba, dejando un legado de exigencia, poder desmedido, entrenamientos espartanos y mucho éxito. También arrastrando la imagen de un mundo que se agotaba, que parecía sacado del blanco y negro soviético, de Bela Karely y sus juguetes en forma de pequeñas gimnastas a las que abofeteaba cuando fallaban sobre la barra.
¿Existe realmente el éxito cuando se consigue a cualquier precio?
La esperanza resulta totalmente anómala. En un país que es una gran llanura, Katinka nació en plenas montañas, en la meridional Pécs, al pie de esos Mecsek que hoy separan Hungría y Croacía y antaño unieron dos patas del Imperio de los Habsburgo. Una ciudad pequeña, provinciana, lejos del cosmopolitismo algo impostado de la aristocrática Budapest. Aun más, en un momento en que lo que prima dentro de la natación es la velocidad, Katinka, Katinka Hosszú, se erige como la gran adalid del sufrimiento, del trabajo extensivo, de los antiguos métodos estajanovistas. Esos que le han permitido convertirse en una estrella de su deporte, en una de las grandes esperanzas magyares, en una cara reconocible de la natación. Pagando un alto precio en forma de dolor, claro.
Las redes sociales de Katinka Hosszú aparecen identificadas con su sobrenombre. La Dama de Hierro. Seguramente eso dice mucho de la chica. Iron Lady, porque este producto del entrenamiento sin descanso se ha hecho a sí misma en Estados Unidos.
Nacida en 1989, Katinka se inició en la natación de la mano de su abuelo, y pronto todos vieron que aquella muchacha era diferente. Buena, sí, pero igual no tanto como para destacar sin oposición en mitad de las férreas competiciones magyares, con cientos de niñas provenientes de los cuatro rincones del país dispuestas a demostrar su fuerza. Había que dar el salto, evolucionar, llegar más lejos, aun después de haber debutado, sin mucho éxito, en unos Juegos Olímpicos (Atenas). No temer a nada, ni siquiera al desarraigo. Y Katinka viajó a Estados Unidos.
Allí, el vacío. El magyar es un idioma incomprensible, con una sintaxis imposible y una pronunciación endiablada que lo mismo te golpea en la boca con una retahíla de consonantes que te acaricia el mentón con cadencias de seda. Idioma para amar, para recitar poesía, para contar cuentos a la luz de la luna. Pero no, seguramente, para relacionarte con tus compañeros de Universidad cuando apenas hablas inglés. Eso fueron los primeros meses de Katinka en California. Eso y llamadas larguísimas a casa, lágrimas, voluntad inquebrantable que a veces, en las noches más largas, amenaza con resquebrajarse. Bueno, y también negativas a aquel chaval tan majo, ese pesado que no paraba de invitarle a salir. Shane Tusup se llamaba aquel agobio con piernas. No estaba ella para hombres. Hasta que cedió, porque el chico tenía encanto, y era nadador y le miraba con ojos de rizar secretos. Allí empezó a cambiar todo, seguramente. Hoy Tusup es su entrenador y Shane su marido.
De allí, al estrellato, previo paso por el dolor. Dijimos más arriba que las preparaciones en natación habían evolucionado hasta las series, la intensidad, la mejora absoluta de la técnica, el trabajo científico. Pero aun quedaban deportistas ancladas al pasado, a esas disciplinas provenientes de otros lugares, de otros momentos, que seguían funcionando. A veces, mejor que las otras. Pero solo a veces. Porque eran más complicadas de seguir, más absurdas en su propia exigencia, más perniciosas en la búsqueda de unos límites que siempre son, sobre todo, ficticios. Mentales. Inexistentes, por tanto. Y la reina de estos entrenamientos es Katinka Hosszú.
Nadar es una necesidad para ella, como ha dicho en más de una ocasión. Disfrutando del dolor (“sé gestionar el dolor a partir de cierta distancia”), Katinka se exponía continuamente en las distancias más agónicas, aquellas que sin caer en el fondo rebasaban con mucho la velocidad explosiva. Es allí donde Katinka pone en su cuerpo “más dolor que el contrario”. Toda una Dama de Hierro que hoy mantiene récords del mundo en cuatro disciplinas y distancias.
Siempre en solitario, siempre a su manera. Recientemente Katinka Hosszú hizo unas declaraciones en las que se quejaba de la falta de apoyo de la Federación Húngara de Natación, que, según sus palabras, “no proporcionaba recursos adicionales” a los deportistas. Se abstuvo de especificar que eran esos “recursos”, pero aquella puesta en escena, que tuvo mucho de teatral, puso de manifiesto dos cosas: la feroz independencia de Katinka Hosszú y el hecho de que en los Juegos irá, como siempre, por libre.
Precisamente son los Juegos Olímpicos el único muro que no ha podido traspasar la nadadora que todo lo puede. En Londres fracasó sin paliativos, hundiéndose de forma incomprensible para una competidora de su carácter. Muchos señalaron con el dedo, haciendo referencia a sus anticuados métodos. “Entreno por sensaciones”, decía Katinka, “apenas me fijo en las marcas salvo cuando se acercan las grandes citas”. La daban por amortizada, la enterraban, enamorados del fulgor nuevo, joven y excitante que suponía Katie Ledecki, más risueña, más abierta. Más, sí, occidental.
Katinka rumió en silencio, se lanzó cada mañana a la piscina, entrenó más fuerte que nunca. Seguramente hubiera podido llenar otra pila con el ácido láctico que desprendían sus músculos después de cada entrenamiento. Y en 2013 recogió los frutos. Doble campeona del mundo en Barcelona, en 200 y 400 metros estilos (la agonía extrema, el dolor provocado más que sostenido), batió seis récords del mundo en cuatro días. Era su respuesta, de la una deportista que anhela el sufrimiento.
Una que se enfrenta ahora a su gran reto: triunfar, al fin, en unos Juegos Olímpicos. Duela lo que duela.
El invierno es duro en Hungría. Mucho tiempo, clima continental, semanas y semanas cubiertos por la nieve, en mitad de un paisaje perennemente pálido, desasosegante en llanuras cíclicas hasta donde alcanza el mirar. Fuera el frío congela las pieles, hace que los corazones latan un poquito más lentos,...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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