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La ciudad tenía un 20% de población blanca. Era un 20% imperceptible. De pronto, te cruzabas por una acera con un blanco nativo. Te saludaba. Se alegraba de verte. Cuando entrabas en un bar de blancos, todo el mundo te saludaba y te daba la bienvenida. Al segundo día de estar ahí, iba por una calle solitaria y un cochazo dio un frenazo y se detuvo junto a mí. Tenía los vidrios tintados. El conductor bajó la ventanilla eléctrica y me saludó con una sonrisa llena de dientes. Me preguntó de dónde era. Se lo dije. Le alegró. Me dijo que el viernes era el cumpleaños de su hermana, y que iban a dar una fiesta. Estaba invitado. Cómo explicación, me dijo que era blanco, y que a su hermana le alegraría ver a un blanco de la ciudad de donde provengo. Nunca había visto ninguno. Me pareció surrealista y divertido. Fui a la fiesta. La fiesta resultó ser, a su vez, un país en el que nunca había estado. Los hombres llevaban smoking blanco, y a las chicas les empezaban las piernas donde, comúnmente, empieza el cuello. El hielo del whisky era importado de Escocia. La homenajeada era encantadora. Había venido de los USA, donde estudiaba, para la fiesta. Tenía cada uno de sus ojos de color distintos, y un lunar en la mejilla. Era divertida y encantadora. Y bellísima. La belleza –ojos raros, irregularidades en la piel– no deja de ser una patología. No paraba de reír. Su hermano se nos acercó y me explicó el sentido de mi invitación a la fiesta. "Somos pocos blancos. Y los blancos reímos diferente. Debemos juntarnos y reír". Todo el mundo en la fiesta, en efecto, reía o sonreía. La sonrisa es, de hecho, una elaboración del alma con mayor riqueza y profundidad que la risa. Una buena sonrisa a menudo es el trabajo de toda una vida. Aquellas sonrisas únicas, matizadas, jamás vistas por mí, eran la acumulación de varias vidas, supongo. Improvisaciones faciales que habían costado varios siglos. Hacia la media noche, cuando los regalos, hubo, no obstante, un pequeño momento de tensión. A la chica de la fiesta le regalaron dos jeeps iguales. Pero la chica lo solucionó. Dijo que no eran iguales, que eran de colores diferentes, y que esos colores, además, eran sus favoritos. Se acercó a dos viejos –los paganos de los choches, supongo–, y les besó en la mejilla. Todo el mundo volvió a reír. La fiesta duró hasta las tantas. Una semana después abandonaba el país. Cuando pienso en ese país pienso en esa fiesta, y en el hecho –científico, contrastado; yo lo viví– de que los blancos ríen diferente. En el tiempo que estuve en ese país –no estuve mucho; un par de semanas; no he vuelto–, sólo vi reír, en efecto, a blancos.