"La marcha del cambio",manifestación de Podemos en Madrid el 31 de Enero de 2015.
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“Así que el cielo era esto”, debimos pensar muchas personas de las que entramos por primera vez en las instituciones, tras esa maratón electoral que fueron los dos últimos años. No sé qué pudimos entender por asaltarlo, si esperábamos llegar como Gandalf y los Rohirrim al Abismo de Helm.
Lo cierto es que este cielo de protocolo y moqueta te puede tratar muy bien. Trabajar en lo que te gusta, con buenas condiciones, con una atención permanente y una repercusión social notable. A nadie le amarga un dulce y es fácil que se nos suba la institución a la cabeza. Si estás dentro, la institución te mima, te seduce, te cuida para que no quieras irte. Que se lo pregunten a Cipriá Ciscar, que lleva en el Congreso 7 legislaturas. Además, las instituciones son fundamentales para mantener a los partidos políticos, que no podrían vivir sin las subvenciones electorales y a los grupos parlamentarios. Este tinglado ha convertido a los partidos, como bien describían Katz y Mair, en un cártel que se incrusta en la Administración, que vive de ella, bajo la excusa de realizar una labor de intermediación entre las instituciones y la ciudadanía.
Pero el cielo no es gratis, requiere un cierto compromiso, un pacto no escrito que te obliga a respetar y reproducir el funcionamiento del modelo y, de igual manera que te puede colmar de atenciones, el cártel te castiga si atisba la más mínima señal de rebeldía, cualquier conato de subvertir el orden y los privilegios. Algo así nos pasó a los novatillos de Podemos al pisar suelo institucional. Con nuestras renuncias a coches oficiales, la devolución de las cuantiosas dietas o ese empeño en hacer funcionar los parlamentos.
Y como del cielo no te pueden expulsar, al menos, hasta las siguientes elecciones, la manera de hacerte la estancia incómoda pasa por ningunearte y frustrarte, hasta quitarte ese espíritu rebelde. Para eso están los recovecos de la institución, el papel de la Mesa, la utilización de los medios de comunicación y ese frente común de partidos-cártel que no dudan en bloquear todo tu ímpetu y toda tu iniciativa, hasta desesperarte. Si tu empeño no va a ningún lado y, además, se silencia, acabarás por cansarte, desistir y reconocer que “las instituciones no nos están sentando bien”.
--¿¡Cómo es posible!?, pensará el lector. Si hace dos años montamos un partido, a pesar de las reticencias que había en gran parte de eso que llaman 15M para entrar en el juego institucional --algo lógico, por otra parte, en un movimiento destituyente--, precisamente para romper ese techo de cristal que nos impedía llevar a cabo nuestras reivindicaciones. Entonces, ahora que vemos que el cielo no es un camino de rosas, ¿renunciamos a esta vía? ¿Nos volvemos a la calle? ¿Y no volveremos a toparnos con el techo de cristal? ¿Y si el siguiente techo es de hormigón?
No es serio haber obtenido la confianza de millones de personas, en parlamentos y ayuntamientos, para tirar la toalla a la primera y, sobre todo, para tirarla desde un escaño. Esto no significa olvidar que la política no reside exclusivamente en las instituciones, que uno de los triunfos del 15M fue rescatar la política de las paredes acartonadas y de las moquetas apolilladas, reivindicarla desde los bares, desde las plazas o desde el Facebook. Simplemente, es absurdo contraponer calle e institución, como es absurdo contraponer calle e Internet, radicalidad o moderación, brit pop y bulerías.
Detecto, en estos falsos dilemas, un problema recurrente: la necesidad de pintar la realidad en blanco y negro, en dentro y fuera, en una continua, insulsa y escasamente descriptiva/constructiva dicotomía. Este problema, además, se me antoja síntoma de la frustración antes descrita. Buscar en estos ridículos debates la fórmula extraviada, la excusa y la zona de confort. Si algo aprendimos en estos últimos años es que la sociedad, la política o la cultura están llenas de ricos matices, que somos una multitud difícil de cuadrar, sintetizar, reducir… o representar.
El mayor daño que puede causarnos la institución es hacernos creer que somos representantes de algo irrepresentable. Que los parlamentos hayan dejado de estar copados masivamente por dos partidos, por dos colores, no es casualidad, es un reflejo de una sociedad heterogénea. Y es normal que la gente sienta cada vez más rechazo por los partidos y por las instituciones, porque están construidos bajo una lógica de homogeneización: fidelidad, disciplina, unidad, identidad. La supervivencia del cártel depende de ello. Por eso el 15M los descolocó, por eso un partido que se lanzó como proyección electoral de ese hermoso caos los aterrorizó.
No. El objetivo no es representar, ni siquiera representar mejor. El objetivo es abrir las puertas de las instituciones para que sean ocupadas masivamente por la gente. Esta misión no se cumple tan solo con introducir a un grupo de “gente corriente” en la institución. Esa “gente corriente” deja de serlo desde el momento en que se arroga el poder de representar a otra gente. Abrir la institución es establecer canales para que cualquier persona pueda hacerse oír dentro, no simplemente trasladar su voz. No es invitarlos a pasar, es darles las llaves. No es decidir lo que creemos que es mejor para otros, es permitir que cada persona decida qué es mejor para ella, para su familia o sus amigos. El debate no es estar dentro o fuera, la cuestión es hacer que la gente pueda estar en todos sitios. En ese momento, se acabará la intermediación y habremos destrozado al cártel.
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Autor >
Francisco Jurado Gilabert
Fue asesor del grupo parlamentario de Podemos en Andalucía. Es Jurista e investigador en el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) de la Universidad Autónoma de Barcelona. Especializado en campos como la tecnopolítica, el proceso legislativo y la representación. Activista en Democracia Real Ya, #OpEuribor y Democracia 4.0. Autor del libro Nueva Gramática Política (Icaria, 2014).
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