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Gismonti miró la habitación con una mueca torcida, no tenía nada que ver con la de la noche anterior. Era limpia, no se podía quejar, pero lúgubre, con esa moqueta de color marrón que parecía acumular polvo desde la Edad Media. Abrió la única ventana, que daba a un patio interior, y comprobó que ni siquiera así entraba mucha luz. Mejor irse cuanto antes. Esperaría a Milton abajo mientras regresaban Ana y Kelvin. Antes de salir de San Sebastián cogió el pepito de ternera del desayuno y lo devoró durante el trayecto, pero se dio cuenta de que tenía ya un hambre canina. Aquí en Francia encontrar algo de comer va a ser complicado a estas horas, pensó. Vio que eran casi las cuatro.
Golpeó en la habitación de Milton. Iba a decirle que bajaba, pero no tuvo tiempo, le abrió la puerta enseguida.
—Vamos a dar una vuelta antes de que me derrumbe —le dijo.
—¿No esperamos a estos? —le preguntó Gismonti.
—Si no han vuelto ya, seguro que los encontramos en el camino.
Gismonti escuchó cómo Milton chapurreaba con el tipo de la recepción un francés ininteligible, pero consiguió un pequeño mapa, una fotocopia con el trazado de las calles próximas, con el río y el centro de la ciudad. No estaban lejos. Tenían que cruzar un puente sobre el Garona y tirar más o menos recto.
—Me han dicho que por ahí están las cosas que hay que ver.
—¿Les has preguntado dónde podemos comer a estas horas?
—Gismonti, siempre con lo mismo. Ya encontraremos algo.
Se pusieron a caminar. Gismonti iba pendiente de que no se les fueran a perder Kelvin y Ana, pero daba la impresión de que el mundo se los había tragado. Se metió en un par de farmacias, lo que resultaba un tanto absurdo: desde que se fueron del hostal ya habrían tenido tiempo de sobra no sólo para comprar un calmante sino que incluso el dolor de cabeza se le tendría que haber pasado ya a Kelvin. Milton lo esperaba en la puerta.
—Venga, vamos a tomar algo —le dijo.
—Espérate que encontremos a estos —le contestó Gismonti—. Y ya comemos todos juntos.
No se habían dado cuenta de dónde había salido, ni cuándo, pero estaba ahí. Los edificios medio se deshilachaban
De acuerdo, siguieron caminando. Milton iba con el piñón fijo, avanzando a ritmo monótono y regular, como un juguete mecánico que va a terminar estrellándose contra una pared. El otro se desplazaba, en cambio, con la inquietud bailándole en la mirada, y procuraba que no se le despistara ni una sombra. Había cogido el mapa y decidió tirar hacia los lugares históricos, pensó que igual estaban dedicados al turismo.
—¿Dónde irías tú? —le preguntó a Milton.
Su amigo regresó desde el otro lado, pintaba ya ojeras, estaba empezando a percibir que la piel se le cuarteaba y que podría desarmarse ahí mismo. Pero tuvo la inmensa paciencia de siempre con Gismonti y le dijo:
—Place du Capitole, seguro que están ahí.
No estaban, o por lo menos no los encontraron. No era fácil, a pesar de que Gismonti se afanara mucho entre la gente que paseaba, como tratando de cubrir cada metro cuadrado.
—Seguro que están dando una vuelta por esa avenida, la de Jean Jaurés, a las mujeres les encanta ver tiendas —le comentó Milton a Gismonti cuando vio que empezaba a desfallecer.
Hacia allí enfilaron. Tampoco los encontraron. Al final de la avenida, Milton se plantó.
—Tenemos dos opciones —dijo—, tomar una cerveza o regresar al hotel, igual ya están ahí. Yo elijo la primera.
Entraron en una cafetería. Milton pidió un gin tonic. Gismonti señaló una especie de pastel, ponía “quiche lorraine”.
Se sentaron delante de un ventanal. A Gismonti se le borró un poco la angustia, que arrastraba desde que salieron del hotel, en cuanto terminó la primera porción que le sirvieron. Pidió una segunda. Y luego una tercera.
—No sé cómo van a salir las cosas —dijo Milton—. Qué hará Kelvin ahora, espero que no se le ocurra regresar a Madrid. Pero no sé qué va a detenerlo aquí.
—Ya encontrará algo.
—No sabe francés, y sólo sirve para embarcar a la gente en sus proyectos con pura palabrería.
—No debiste darle los paquetes —dijo Gismonti. Estaba pensando en Ana. Vaya a saber dónde estaban ahora.
—No podía dejarlo sin nada.
—Pero eso es casi peor, es como si lo estuvieras obligando a buscar malas compañías desde el primer minuto.
—Es que no conoce otras, desengáñate.
—Pues entonces no tendrá arreglo.
Gismonti se levantó a pedir un café. Milton se acababa de ir al cuarto de baño. Encendió un cigarrillo en cuanto regresó, hizo un gesto al camarero. Pidió otro gin tonic.
—Tengo la impresión de conocerte desde siempre, --dijo Milton--, pero en realidad te levanté para llevarte al aeropuerto en el taxi hace sólo año y pico.
—Todo ha ido muy rápido —le contestó Gismonti—. Nunca pensé que sería capaz de dejar el trabajo para salir zumbando camino de Francia.
—Me he acordado antes de que te gustaban los elefantes. Fue ese el animal que elegiste cuando estuvimos en el zoo, ¿no?
—Ni me acuerdo. Es posible. Son sólidos, lo aguantan todo. Y parecen próximos, como si pudieran comprendernos. ¿No te parece?
—No te creas que los trato muy a menudo —dijo Milton—, le asomó una sonrisa. Dio un trago largo. —Deberíamos irnos, está a punto de anochecer, yo ya no puedo más.
—Es verdad que no has dormido.
—Es esta época, Gismonti. Nos va a terminar matando.
Ya estaban encendidas las bombillas cuando salieron de la cafetería, pero no fue oscureciendo hasta que caminaron un buen trecho. Milton era el que ahora andaba con decisión y Gismonti le iba a la zaga, como trastabillando.
Se detuvieron en el puente. Milton no tuvo que consultar el mapa ni una sola vez. Lo llevaba ya en la cabeza. Vieron pasar el agua, alguna embarcación a lo lejos, la ciudad estaba medio borrosa por la bruma. No se habían dado cuenta de dónde había salido, ni cuándo, pero estaba ahí. Los edificios medio se deshilachaban.
En el hostal no estaban ni Kelvin ni Ana. Ya volverán, le dijo Milton a Gismonti. Déjales la llave de tu habitación, así no tenemos que andar con líos, añadió de pasada.
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Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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