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A Gismonti le dio tiempo a coger unos cuantos cedés donde tenía selecciones exquisitas con muchos de los temas que entonces se escuchaban en todos los garitos. Así que iban con la música a tope. El mundo se abría ante los cuatro, como si sus posibilidades fueran infinitas, como si todo estuviera en ese instante por inventar, y como si ellos fueran los encargados de hacerlo. Miraban de frente, no querían que se les escapara nada. Y estaban callados, muy serios, o se ponían a berrear las letras que conocían de las canciones que se sucedían impertérritas con una lógica implacable. No se miraban, cada uno iba en lo suyo, era como si la música les ayudara a entender el paisaje y como si el paisaje de fuera les entregara una llave con la que probar a ver si se abría la puerta donde les mordían los conflictos.
Al principio todo iba rodado. Estaban como en una peregrinación gozosa hacia lo más profundo de sus corazones, donde descubrían que también podían ser buenas personas, cada cual a su manera, y se estaban otorgando un futuro dichoso, desbordante, lleno de aventuras. Pero poco a poco fueron descubriendo, uno detrás de otro, que Milton desafinaba. Que desafinaba de cojones y que era, además, el que más entusiasmo le estaba poniendo a la tarea de cantar los estribillos de moda. Uno de los problemas graves estaba relacionado directamente con las letras de las canciones, la mayoría escritas en inglés. No es que la pronunciación de Milton fuera mala, es que no conocía ni siquiera un verso, ni tan sólo unas palabras. Sin el menor pudor tronaba con un inmenso vozarrón cualquier cosa que le salía entre los dientes y que se parecía (muy, muy remotamente, eso sí) a lo que estaba sonando y estaba absolutamente convencido de que coincidía exactamente con lo que cantaban Elvis Costello, Paul Weller o Joe Strummer, pongamos por caso. Los demás participaban también de esa ilusión. Pero lo hacían bastante mejor.
Gismonti fue el primero en callarse y salir del ensimismamiento colectivo. Estaba en el asiento de atrás, al lado de Ana, y la miró un poco asustado. Ella estaba todavía mirando hacia el porvenir y haciéndole coros al futuro, pero cuando sintió que alguien flaqueaba a su lado, flaqueó también y se calló. Lo de Kelvin fue inmediato: estaban saliéndole de la garganta unas palabras (bastante) entonadas cuando frenó en seco. Miró hacia atrás. Ana y Gismonti lo miraron. Estallaron de risa y los tres gritaron:
Al principio todo iba rodado. Estaban como en una peregrinación gozosa hacia lo más profundo de sus corazones
—¡¡¡Milton!!!
—¿Qué pasa?—, contestó, sin percatarse en absoluto del asunto que los otros tres se tenían entre manos.
—Ocurre que estás cantando y que es posible que no sepas que no das una, que lo que haces representa un enorme martirio para tus amigos.
—Pues eso es que no os habéis oído vosotros.
—Sí, lo hemos hecho—, intervino Ana con calma, midiendo cada palabra. --Eres muy malo, Milton. Desafinas, pierdes el ritmo, no conoces ni una sola canción y te las vas inventando sobre la marcha, metes un gazapo y otro, abusas del falsete como si fueras un consumado maestro, y te da a veces por ir repitiendo palabras en inglés que forman más bien parte del dialecto de una tribu perdida del norte de Nueva Zelanda. Tampoco silbes, por favor. Te queremos pedir que conduzcas. Lo haces muy bien. Vamos seguros. Y dejemos que la música suene y que, con perdón, el que quiera cantar lo haga con un mínimo de conocimiento de causa. Como lo hacen Gismonti y Kelvin, e incluso yo misma. Tú, no. Tú, Milton, y por simples consideraciones humanitarias, tienes que callar.
—Ni hablar, aquí cada uno va a su rollo. Lo estamos pasando bien y porque Doña Tralalá venga a joder no nos vamos a callar. Ni tú Gismonti, ni tú Kelvin. Y tampoco yo, claro. Hay que joderse.
—En un coche no puede hacer cada uno lo que quiera, Milton—, le dijo Kelvin. —Y hay cosas que tú no puedes hacer. No te das cuenta de que no puedes cantar.
—¡Que os den!
Pararon poco después un rato para echar gasolina y comer algo. Tenían pensado detenerse en San Sebastián a dormir. Kelvin estaba empeñado en que tenía que conocer una ciudad de la que había oído que era hermosa. Un ratito más en España, insistió. No me expulséis tan rápido, dadme un poco de aire.
El tema tenía que salir. Estaba ahí. Y salió justo cuando se estaban tomando el bocadillo.
—La he cagado, la he cagado—, dijo Kelvin. Digamos que en el segundo “la he cagado” casi se le fue el control. Los ojos se le pusieron vidriosos. Ana alargó la mano para apretarle la suya.
—¿Y qué coño voy a hacer yo en Francia?--, insistió. Los demás lo miraban con tristeza, no sabían qué decirle. Al rato, y como si lo hubiera estado pensando mucho, Milton contestó:
—Aburrirte. Te va a venir de puta madre aburrirte.
—Milton, eres mi hermano, colega, si no fuera por ti ya ahora no podría ni contarlo. Y, además, en las que te he metido.
—Déjalo, déjalo. Dejémoslo ya, coño—, dijo entonces Milton. Y anunció— ¡Al coche!
¿Cómo iban a ir? Pues callados. Gismonti le acercó a Kelvin otro cedé para cambiar de tercio. Milton había decidido apagar la música si a él le impedían cantar. Y la apagó.
—Aquí nadie está obligado a hacer nada. Son unas baladas tristonas para el atardecer, jazz. No hay ni una sola cantada.
—Eso me va a venir de puta madre —comentó Kelvin.
Iban soplando todos los grandes maestros: Lester Young, Coleman Hawkins, Dexter Gordon, Coltrane, Sonny Rollins. La luz se iba apagando, los cuatro parecía que ya iban de salida. Menos en la parte de atrás.
Ana se quitó sus zapatillas y empezó a buscarle los pies a Gismonti. Los pisaba, y luego se iba de ahí corriendo como si hubiera sido un puro error. Cerró los ojos e hizo como que se fuera a dormir con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana. Pero sus pies seguían a lo suyo. Iba una incursión y luego otra. Se ponía a jugar sobre los zapatos de Gismonti o incluso se atrevía a colarse por el hueco del pantalón y buscarle la canilla. Entonces sus dedos jugaban ahí sobre su piel, como si le fuera dictando en morse: ¿qué estás pensando ahora? ¿qué sientes? ¿me sientes a mí, a Ana, ésta que va a tu lado?
Gismonti trataba de concentrarse absolutamente en la carretera, como si fuera él el que llevara el coche. Pero luego se fue animando a mirar hacia la ventana de Ana, con timidez y durante lo que él creía que era como máximo un nanosegundo. Demasiado poco tiempo, imposible que Ana repare, que lo sepan los demás, que se den cuenta de que me estoy muriendo por sus huesos.
El caso fue que durante uno de los nanosegundos en que Gismonti la miró, Ana había abierto un ojo y coincidieron. Saltó una pequeña chispa y Ana, muy correcta, le preguntó entonces si podía apoyar su cabeza en sus piernas. Gismonti le contestó que sí.
A partir de entonces ya todo fueron tocamientos en la parte de atrás del Mercedes. Tantos, que Milton les dijo al llegar al Hotel María Cristina que durmieran juntos en una habitación, que ya se apañaban Kelvin y él en la otra.
A Gismonti le dio tiempo a coger unos cuantos cedés donde tenía selecciones exquisitas con muchos de los temas que entonces se escuchaban en todos los garitos. Así que iban con la música a tope. El mundo se abría ante los cuatro, como si sus posibilidades fueran infinitas, como si todo estuviera en ese instante...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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