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Documento de una de las resoluciones políticas del PSOE.
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Mariano Rajoy, nuevo presidente del Gobierno en pleno ejercicio de su cargo, hizo dos cosas notables en su sesión de investidura: anunció que gobernar en minoría no significa, ni mucho menos, echar marcha atrás en las políticas y reformas que llevó a cabo en la legislatura anterior, y marcó al Partido Socialistas cuales son los limites en los que podría ejercer la oposición: nada que afecte a las posiciones conservadoras básicas del PP, ni en economía, ni en el mundo laboral, ni en educación ni en nada de nada. Abandonen toda esperanza: mientras yo gobierne, y gobierno gracias a ustedes, será el Partido Popular el que mande. Punto.
La feroz desunión de la izquierda española siempre ha producido el mismo fruto amargo: el gobierno de la derecha. Y las terribles consecuencias son también perfectamente conocidas: una sociedad dual, en la que sectores muy amplios se ven condenados durante muchos años a vivir en condiciones fuertemente precarias, con derechos recortados. Esa es exactamente la situación y ese, el porvenir inmediato. Sin embargo, es posible que Pablo Iglesias acierte al considerar que se trata de un epílogo: Rajoy ha dado carta de naturaleza a una nueva oposición, representada por Podemos, y el país ya no puede encontrar soluciones en el sistema tradicional. Su rotunda ambición personal (el registrador de la Propiedad no podía ser el primer presidente del Gobierno que no repitiera legislatura) ha impedido soluciones apaciguadoras, que quizás hubieran permitido prolongar la confusión. Todo está mucho más claro ahora. Para cambiar lo actual será necesaria una lucha poderosa, en el Parlamento y en la calle. Ojalá Podemos sea capaz de dirigir la oposición parlamentaria, consciente de que ese escenario exige mucho trabajo y mucho conocimiento y que el balance final no tiene en cuenta florilegios y bonitos (o crueles) enfrentamientos verbales, sino enmiendas efectivas, bloqueos auténticos y negociación a cara de perro, pero negociación.
Podemos tiene que entender que alimentar el continuo enfrentamiento con el PSOE, creyendo que basta con nombrar a los padres y abuelos de los militantes y simpatizantes para que caigan en sus brazos, es no comprender nada de lo que alienta en esos hombres y mujeres. Y en el campo social, ojalá los movimientos sociales continúen movilizando a los sectores más vulnerables en defensa de sus intereses, porque esas manifestaciones, en ausencia de unos sindicatos mínimamente eficaces y combativos, se han convertido en su único instrumento de defensa.
Es curioso que la única esperanza para el PSOE dependa hoy de la capacidad de su ex secretario general Pedro Sánchez para ganar un congreso rápido. Quizás si el PSOE se atara al palo de Sánchez sería capaz de recomponer, aunque solo fuera en parte, su credibilidad, pero es de suponer que los actuales dirigentes socialistas preferirán bajar al infierno antes que compartir esa opinión. Seguramente piensan que ocho, 12 o 16 años en la oposición no significan mucho, siempre y cuando sean ellos quienes dominen la estructura del partido. Algunos, sobre todo en el aparato histórico, están convencidos de poseer la verdad, de ser los únicos que ven el horizonte, y se revuelven furiosos contra la menor voz que ponga en duda su clarividencia, incluso cuando esta tiene tintes delirantes y suicidas, como esta vez.
Otros simplemente han buscado la manera de conservar la silla: más vale un empleo en la oposición que el paro en el gobierno. Sea como sea, la batalla que han dado hasta ahora ha sido exclusivamente para que el aparato histórico del PSOE recuperara su poder. Arrancarles de esa posición, como pretende Pedro Sánchez, es una tarea muy difícil, aunque quizás no imposible dado el grado de irritación de muchos militantes. Dependerá de cuánto dure en su retina la imagen descompuesta de su portavoz, Antonio Hernando, defendiendo lo indefendible. La angustia de un PSOE atrapado en la telaraña de sus propios, viejos y abrasados dirigentes, aterrorizados ante cualquier idea de cambio, se encarna en esos dirigentes enganchados como una triste lapa a la esperanza de que las provocaciones macarras de Gabriel Rufián (un joven tan contento de haberse conocido que cree que no tiene nada que ver apoyar al PP y votar a CiU) consigan resucitar a algunos de sus viejos militantes.
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