Hazleton, la ciudad donde ser latino se convirtió en delito
Álvaro Guzmán Bastida Hazleton, Pensilvania , 8/11/2016
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Berta Batista se aproxima a las escaleras de una desvencijada casa de madera blanca. Dudando sobre si la dirección era la correcta, decide no obstante subir las escaleras y golpear con suavidad, tres veces, en la puerta.
“Hola. Busco a Julio A…”
“¡Soy yo!” responde nervioso un joven que viste una camiseta blanca, con una mano sobre la cintura mientras se acaricia con otra la perilla.
“¡Ah! Eres tú. Batista procede a transmitir su breve mensaje. De pronto, su hablar caribeño se torna sincopado, como alemán. Lo tiene memorizado al dedillo. Sabe que tiene poco tiempo: acuérdate de votar. Eres ciudadano americano; otros latinos no tienen la misma suerte. Aquí tienes la dirección de tu colegio electoral…
Una mujer rubia, embarazada, sale de la casa, con gesto alarmado. Sostiene un niño recién nacido en brazos. Batista sabe que se le acaba el tiempo. Entrega una octavilla al joven latino, al que agradece su atención. Mientras se vuelve, pega rápidamente otro cartel sobre la puerta de casa. “Stronger Together,” reza. Es el lema de la campaña de Hillary Clinton.
“¿Esto es para Hillary Clinton?”, grita la joven embarazada. “¡Vete de aquí!”, espeta a Batista. Mientras esta dobla la esquina, dando un resoplido, la joven arranca el cartel de su puerta y lo hace añicos.
Batista, de 68 años, está haciendo uso de su único día libre esta semana –el sábado previo a las elecciones del 8 de noviembre— para hacer de voluntaria y conseguir que la gente vote “contra Donald Trump”, como explica ella misma, en Hazleton, Pensilvania. Nacida en la República Dominicana, la escuálida mujer de tristes ojos marrones acarrea una lista de residentes en Hazleton que son latinos y, a la vez, ciudadanos estadounidenses, por lo que pueden votar en las elecciones. Para Batista, que se nacionalizó estadounidense en 2010, lo que hay en juego en las elecciones no podía estar más claro. “Estoy pidiendo a la gente que vote para que nosotros, los latinos, podamos tener un poco de calma en este país”, cuenta. “Tenemos que frenar toda esta agresividad. Hay que parar a ‘Tromp’”.
Batista está entre los 15.000 latinos de Hazleton, que rondan la mitad de los habitantes de la ciudad del noreste de Pensilvania. Mientras camina por el Este de Hazleton, a escasas manzanas del centro de la ciudad, está en territorio hostil. “Son ‘troncistas’”, murmura a cada rato, agobiada por la ubicuidad de los carteles rojos que decoran las puertas y ventanas de casi todas las casas, y que declaran “TRUMP/PENCE”, “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”, o, peor, “LOU for CONGRESS”.
Hace un par de décadas, Hazleton se estaba preparando para morir. Al fin y al cabo, la ciudad rural de Pensilvania había visto cómo su razón de ser perecía: fundada en torno a las innumerables minas de carbón que la rodeaban, Hazleton estaba destinada a desaparecer con el agotamiento u obsolescencia de dichas minas en los años 50. Había sido bonito mientras duró, pero los mineros de la zona, en su mayoría ya jubilados, se preparaban para la evaporación de sus comunidades. Las autoridades locales hicieron un último llamamiento a los dioses del Capital. Lo llamaron ‘Can Do’. Fue un programa que utilizó dinero público para comprar tierras baratas y poco menos que regalarlas a las grandes empresas que decidieran instalarse en los recién creados ‘parques industriales’ alrededor de la ciudad. Contra todo pronóstico, la jugada funcionó. Atraídas por descuentos fiscales y un buen acceso a carreteras que comunican los cuatro extremos de Pensilvania con Nueva York, Nueva Jersey o la ciudad más importante del Estado, Filadelfia, las empresas empezaron a llegar. Grandes corporaciones, como la división cárnica del gigante agrícola Cargill, o impresoras de gran escala, se instalaron en torno a Hazleton. Pronto, Amazon.com anunció que iba a abrir una planta de distribución en la zona. Cuando nadie lo esperaba, el empleo volvió a Hazleton, esta vez de la mano del gran capital.
Convenientemente, llegó el suministro de trabajo. Escapando de los desorbitados precios de alquiler en ciudades cercanas, como Nueva York, y de la crisis que siguió a los atentados del 11-S en la Gran Manzana, un flujo de trabajadores empezó a migrar al oeste, camino de Hazleton. Esto sucedió al mismo tiempo que muchos lugareños vendían sus casas, después de que la recesión se hubiera llevado por delante las pequeñas empresas del centro de la ciudad. Los jóvenes se marchaban a buscar mejor suerte en otros Estados. A comienzos de siglo, habían dejado solos en Hazleton a sus padres y abuelos, en su mayoría mineros jubilados y veteranos de guerra. En ese momento de crisis vital, la llegada de mano de obra joven supuso una crucial transfusión de sangre. Solo había un problema: los nuevos trabajadores no eran nativos de Hazleton, sino puertorriqueños, mexicanos, ecuatorianos y, sobre todo, dominicanos. Justo cuando los viejos blancos del lugar parecían dispuestos a abandonar Hazleton a su destino, la ciudad se empezó a llenar de latinos.
A Amílcar Arroyo le duele Hazleton. Cuando llegó a la ciudad de Pensilvania a finales de los 80 a recoger tomates, no había más de un millar de latinos en la ciudad. Arroyo, nacido en Lima, había dejado su Perú natal cuando este “se jodió” por enésima vez y el banco en el que trabajaba cerró. Arroyo llegó a Miami con un título de licenciado en administración de negocios bajo el brazo. No pudo encontrar trabajo en Florida, que por aquel entonces estaba llena de cubanos buscando suerte. Pronto, recaló en Hazleton. “Limpié pisos, lavé platos, e hice lo que hacen todos los inmigrantes en este país, donde uno no vale nada cuando llega, y lo tiene todo por demostrar”, cuenta desde su despacho, presidido por un cuadro que muestra a los mineros que fundaron Hazleton, inmigrantes alemanes, italianos y polacos, los abuelos de los que ahora cuelgan los carteles de Trump en sus ventanas. Mientras progresó económicamente en la ciudad, Arroyo vio cómo la población latina de Hazleton se disparaba. En 2000, había unos 1.000 latinos. Diez años más tarde, la cifra alcanzaba los 10.000, cerca de un tercio de la población. En 2016, Arroyo, que ahora es director de El Mensajero, el periódico latino más importante de la ciudad, estima que en Hazleton viven 15.000 o 16.000 latinos, la mitad de su población total.
“Después del colapso de la industria minera”, señala Arroyo, de mirada tranquila y hablar dulce, “Hazleton entró en una catarsis. No había negocios, los pocos que había cerraban. La gente que quedaba era ya anciana, retirada o veteranos de guerra. La juventud iba a las universidades, se retiraba y se iba a buscar mejor fortuna a otras ciudades u otros Estados. El downtown, el centro de la ciudad donde había negocios y oficinas, se estaba convirtiendo en ciudades fantasmas, en ‘ghost towns”.
Los latinos cambiaron esa dinámica. “Cuando el latino empieza a llegar en busca de trabajo, en busca de un sitio donde radicarse, después de haber perdido su trabajo en Nueva York, trae su ahorros, y empieza a comprar casas”. cuenta Arroyo. Aprovechando los precios bajos, a menudo los latinos compraban una casa y vivían de alquiler en otra. “El esposo trabajaba en una de las empresas del parque industrial por la mañana, o por la noche, y la esposa también aparte tenía su negocio”. “Ese patrón fue copiado por unos 120 o 130 pequeños negocios de latinos”. Un paseo por el centro de la ciudad refleja un microcosmos de tiendas de alimentación, locales de cambio de cheques y envío de remesas, bares y restaurantes en los que atruenan la bachata y la salsa. “Si no hubiéramos llegado nosotros o alguna otra ola de inmigrantes”, señala Arroyo, “la ciudad estaría muerta”. Pero el influjo de dinero, vitalidad y música trajo consigo además un choque cultural, explica. “A los latinos nos gusta hablar alto y tocar música hasta altas horas de la noche”, apunta. Los nuevos residentes también comenzaron a hacer uso de los servicios públicos de la ciudad. En una municipalidad que estaba recortando presupuestos y preparándose para el descenso de la población, el sentimiento popular de que había “demasiados extranjeros” no tardó en ganar arraigo. Pronto, explica Arroyo, “las relaciones comunitarias comenzaron a resquebrajarse”.
Bastaron un crimen oportuno y un político oportunista para que el fuego prendiera. En la primavera de 2006, un hombre blanco fue asesinado mientras reparaba el coche de un vecino. Sin que hubiese suficientes datos, la policía dejó claro que solo contemplaba que el crimen lo hubieran cometido ‘illegal alliens’, inmigrantes indocumentados. El recién elegido alcalde, un hombre de sonrisa de anuncio y bronceado de solárium, se subió con brío a la ola del resentimiento racial, lanzando una campaña contra los “illegal alliens” que culminó en la aprobación, a los pocos meses, de la ley municipal ‘para el alivio de la inmigración ilegal’. La ley, una de las más duras del país, fijaba multas prohibitivas para quienes dieran trabajo o alquilasen sus casas a inmigrantes indocumentados, convirtiendo a los empleadores y caseros en la policía migratoria de facto. “Cualquiera que pareciera hispano, hablase español o tuviera algo de acento se convirtió en sospechoso”, señala Arroyo. “De repente, ser latino se convirtió en un crimen”.
El Dr. Agapito López no se lo podía creer cuando se enteró de que la nueva ley estaba aprobada, pendiente de firma del alcalde Barletta. Cirujano oftalmólogo jubilado, López estaba de viaje en Texas con el resto de miembros de la junta de la empresa municipal de aguas cuando un pariente le llamó para contárselo. Nada más regresar, López pidió audiencia con Barletta, al que trató de convencer de que retirase la ley. “Le advertí de que aquello le iba a costar mucho dinero al ayuntamiento”, cuenta López. “Era peor que las leyes de San Bernardino, en California, o de Arizona”, cuenta. López habla con conocimiento de causa. Ciudadano estadounidense nacido en Puerto Rico, practicó la cirugía ocular en Nueva Jersey y Arizona, donde “vio el racismo” que tuvieron que sufrir sus hijos en el colegio, antes de asentarse en Hazleton en los 80. Consciente de la indisposición de Barletta a echarse atrás, López preparó una reunión con líderes de la comunidad latina en el sótano de una iglesia local. López, un hombre que ronda los ochenta años, con voz melosa y un bigote juguetón, exigió al alcalde que se negase a firmar la ley que él mismo había propugnado.
López siguió presionando al ayuntamiento, con un pie dentro y otro fuera de la administración. Utilizó su posición como miembro de la junta de la empresa de aguas para decirle a Barletta, siempre que podía, que “la ley iba a salirle muy cara a la ciudad”. Mientras tanto, organizó vigilias en las que el pleno ayuntamiento votaba para ratificar la ley y, de nuevo, cuando Barletta se disponía a firmarla.
Esa noche, López, que había sido comisionado del gobernador de Pensilvania para asuntos latinos, organizó una protesta. “El día que la ordenanza iba a ser aprobada, los latinos estábamos en la escalinata frente al ayuntamiento, en Church Street, y al otro lado, separados por la policía, estaban los residentes que defendían la ley, con carteles diciendo: ‘ILEGAL ES ILEGAL’ o ‘VUÉLVANSE A SU REPÚBLICA BANANERA’”, recuerda López con una amarga media sonrisa.
Amílcar Arroyo estaba en la protesta. El director de El Mensajero había logrado escabullirse y colarse con su cámara de reportero entre los partidarios de la ley. Pronto, alguien le identificó y empezó a empujarle, a gritarle y a acusarle de traidor. Tuvo que salir escoltado por la policía. “Me dijeron cosas que no quiero ni recordar”, cuenta. “Era el mismo tipo de violencia que hemos visto en los mítines de Trump, once años antes”.
Barletta no se echó atrás.
Cuando la ley quedó finalmente ratificada, López, de la mano de abogados de la ACLU y otras organizaciones, demandó a la ciudad de Hazleton. Después de casi una década de litigios, lograron la victoria final hace dos años. La ciudad sigue debiendo casi dos millones de dólares a los abogados, que han anunciado que los donaran a la defensa de organizaciones latinas.
Mientras tanto, Barletta ha continuado surfeando la ola de desencanto blanco, desde el Ayuntamiento de Hazleton al Congreso de los Estados Unidos, en cuya cámara de representantes ha sido reelegido dos veces. Si los carteles con los que se topa Batista a cada paso sirven de muestra, va camino de la tercera reelección. Durante su campaña, comparte oficina con el equipo otro candidato que se nutre del resentimiento blanco hacia los latinos: Donald Trump.
Hazleton lleva una década ensayando, de muchas maneras, la lucha en la que se va a ver envuelto Estados Unidos la noche electoral y mucho después. Es un choque, parafraseando a Antonio Gramsci, entre lo viejo que se resiste a morir y lo nuevo que no termina de nacer.
López tiene muy claro qué está en juego en las elecciones de 2016. “Hazleton es un espejo en el que todo el país debiera mirarse”, dice desde la oficina local de la campaña del Partido Demócrata, donde hacía llamadas a escasas horas de las elecciones, para recordar a simpatizantes de su causa de que voten a Hillary Clinton el martes. “Aquí hemos llegado al punto al que podría terminar llegando América”.
¿Pero ofrecerán los demócratas, que durante la presidencia de Obama han deportado a más latinos que ninguna otra administración, una verdadera solución? Para Berta Batista, es una cuestión de fe. “No lo sé”, dice. “Es la pregunta del millón de dólares. Pero sí sé que si Trump gana, nuestra vida va a ser un infierno. Rezo para que Hillary sea buena. Por lo menos, es cortés con nosotros. No como él”. Batista se mudó a Hazleton hace solo cinco años, después de vivir en Puerto Rico durante más de veinte. Ahora trabaja preparando pedidos para una empresa de materiales de oficina, donde el horario es malo e irregular y le pagan poco más del salario mínimo. Se frena un momento en mitad de su reflexión sobre las elecciones, como queriendo recordar que el mundo no se acaba el martes, mientras repasa su lista de direcciones de posibles votantes. “Los blanquitos dicen que les venimos a sacar el trabajo. Eso no es verdad, lo que pasa es que ellos son los primeros para el trabajo, pero solo aguantan uno o dos días, y luego se van. Nosotros no nos vamos… Estamos aquí para hacer el trabajo, aunque no sea muy lustroso y nos paguen mal, así que los jefes nos eligen. No es nuestra culpa, tendrían que preguntar a los jefes, que son blanquitos como ellos, por qué nos eligen a nosotros”. La pregunta de Batista, parece, seguirá sin formularse hasta el 8 de noviembre. Hasta entonces, derrotar a Trump es la prioridad de los latinos, en Hazleton y en todo el país.
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Una versión de este reportaje está publicada en Al Jazeera English. El autor lo ha traducido y ampliado para CTXT.
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CTXT ha acreditado a cuatro periodistas --Raquel Agüeros, Esteban Ordóñez, Willy Veleta y Rubén Juste-- en los juicios Gürtel y Black. ¿Nos ayudas a financiar este despliegue?
Autor >
Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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