Tribuna
La banalidad del voto. Una defensa del eje izquierda-derecha
Cada elección es el preludio de una decepción por un cambio prometido que no llega nunca en un marco innegociable, férreo: Hollande en Francia, Tsipras en Grecia, y también Obama en Estados Unidos
Antonio García Maldonado 12/11/2016
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Mucho y bueno se ha escrito estos días sobre las razones que han llevado al éxito electoral a Trump, a los partidarios del Brexit, al húngaro Orban o que tienen a Le Pen a las puertas del Elíseo. Cansancio con las élites, inoperatividad de las instituciones supranacionales, polarización de los electorados por el efecto de las redes, el narcisismo en la autopercepción social de determinadas clases otrora optimistas tras la pujanza de minorías o inmigrantes… Sin duda, todo ello influye, aunque es difícil precisar en qué medida, pero, sobre todo, me parece un análisis incompleto porque no tiene en cuenta la que, a mi juicio, es la razón esencial para entender estos hechos: la falta de alternativa real a las políticas y al marco simbólico en el que nos desenvolvemos como ciudadanos globales, no digamos ya europeos.
Cada elección es el preludio de una decepción por un cambio prometido que no llega nunca en un marco innegociable, férreo: Hollande en Francia, Tsipras en Grecia, y también Obama en Estados Unidos. La izquierda, por razones que es innecesario explicar, tiende más al desencanto que la derecha. O, al menos, a que ese desencanto tenga consecuencias prácticas, como dejar de votar, o cambiar de preferencias políticas sin demasiados argumentos consistentes.
La izquierda, por razones que es innecesario explicar, tiende más al desencanto que la derecha
El voto ha perdido fuerza decisoria y por tanto peso dramático. Se banaliza y ganan Trump, Le Pen o el Brexit, confiados como estamos en que, realmente, nada cambiará gran cosa. Ni lo bueno que hay (que es mucho) ni, por desgracia, lo malo (que también abunda). El libre comercio, la libertad de capitales, la competitividad global que nos genera adelantos extraordinarios a cambio de rebajar salarios y estándares de vida; las compañías low-cost que nos han permitido conocer medio mundo a precio de saldo, pero también la educación y la sanidad públicas infrafinanciadas en parte por sistemas fiscales obsoletos y por la competencia desleal desde un sector privado que ha cooptado a representantes públicos con las puertas giratorias.
Incluso, el progreso moral de los últimos años es, en gran medida, ajeno al voto cuando los sectores sociales más conservadores van asumiendo no tanto las leyes como las rutinas de las nuevas formas de convivencia y, en general, el progreso moral que significa tolerar la diferencia. Los reaccionarios ultramontanos tienen perdida esa batalla, por más descerebrados que aún haya dando palizas por las calles. Ahora la sociedad se lo afea y la policía los detiene, cuando antes de ayer en términos históricos los amparaban.
Pero en lo relativo a la realidad político-económica hemos asumido eso de que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Aunque igualmente soltamos la queja, en este caso con un voto simbólico, kitsch, cascarrabias, pero en el fondo profundamente desencantado por la asunción de su inutilidad real. Se asume que nos podemos permitir el postureo porque no habrá ningún precio que pagar, y que esa mínima satisfacción es lo menos que nos debe un sistema que sentimos (muchas veces justamente) que se ha desentendido de nosotros. Ahí está el debate sobre el incremento de la desigualdad para atestiguarlo.
Se dice que el eje determinante ha dejado ser izquierda-derecha para pasar a ser el de los proteccionistas contra los globalizadores, o el de los urbanitas contra los pueblerinos
Se dice, en cambio, que el eje determinante ha dejado ser izquierda-derecha para pasar a ser el de los proteccionistas contra los globalizadores, o el de los urbanitas contra los pueblerinos, para finalmente llegar a la simplificación de los de arriba contra los de abajo. Sin embargo, para que el voto recupere su fuerza dramática las diferencias de proyecto no podrán ser nunca sectoriales (este es mi programa para tal minoría, estas mis propuestas para este colectivo discriminado, esta mi reforma para este territorio, que es lo que sugieren ahora muchos asesores), ni de matiz, ni siquiera estrictamente racionales, sino que han de estar asentadas en cosmovisiones, en una narrativa general distinta que busque un proyecto de profunda renovación (no de subversión) de las reglas del juego, y por supuesto de liderazgo para encarnarlo y no sólo para ejecutarlo. No podemos dejar las herramientas emocionales en manos de los extremos. Y no podrá ser sino un proyecto global, o para empezar europeo.
¿Para cuándo una gran conferencia política de los socialdemócratas de los países de la UE que dibuje una alternativa y la defienda? Solo así, cuando votar signifique algo, nos lo tomaremos en serio y no con la mueca disconforme por tener que bajar la basura cuando ya nos habíamos puesto el pijama para irnos calentitos pero aburridos a dormir.
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