RELATOS MELÓMANOS
El Manteca Colorá, Iván Ferreiro, etc.
Juanjo Cubero 20/11/2016
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Cada vez que sale un disco de Iván Ferreiro me acuerdo de la Charo, del Chiringui y de su hijo el Lolo. Ellos me regalaron Canciones para el tiempo y la distancia, el primero de Ferreiro en solitario, a pesar de que me tenían vetada su música en el bar cuando los conocí. Porque en el Manteca Colorá se escuchaba, sobre todo, flamenco: al Camarón, al Lebrijano, al Paco y al Dorantes. Eso sí, como en todos los antros charros en los que se trapicheaba, allí también estaba "prohibido cantar y tocar las palmas". Lo advertía un cartel, junto a la máquina de café.
El Manteca Colorá quedaba enfrente de mi residencia, muy cerca del campus universitario. Lo conocí nada más llegar a Salamanca, una mañana en la que vagabundeaba por el barrio. Me había matriculado en Administración y Dirección de Empresas, pero no me dejaba caer mucho por clase. Alguien me comentó una noche que las novatadas en aquella facultad eran terribles, así que no quise arriesgar: aparecí por allí a mediados de mayo, cuando ya tenía la certeza de que habían terminado definitivamente.
En el Manteca Colorá se pasaba hachís –obvio– y se fumaba. Se fumaba mucho. En ese bar conocí a verdaderos veteranos de Afganistán. Personajes capaces de aspirar valles enteros del Hindu Kush sin pestañear, mientras discuten cuáles son los puntos limpios menos vigilados de la provincia, los desguaces en los que se encuentran las cajas de cambios más decentes o los descampaos con mejores vistas al Tormes para llevar a una tía de madrugada.
Los veteranos desfilaban a media tarde del Manteca Colorá, sobre todo en invierno, cuando el sol se difumina más temprano. Abandonaban el bar a voces, celebrando haber arrasado al tute, al mus y con las praderas del Rif. Yo aprovechaba esos ratitos de calma para saltar al otro lado de la barra y ambientar aquel fumadero con el Relax de Los Piratas, aunque sabía que era imposible escucharlo entero. Lo tenía calculado. Si estaba el Lolo al mando dejaría sonar solo Ansiedad e Inerte. Si la que manejaba el cotarro aquel día era la Charo, con un poco de suerte disfrutaríamos del subidón final de Comernos. Con el Chiringui, como mucho, llegaríamos al estribillo de Tío vivo y porque le hacía gracia el teclado del principio. Los tres, en un momento dado, decían: "Déjate de rollos y ponme un poquito al Torta por tangos".
Existía en el Manteca Colorá un pacto no escrito por el cual el cliente debía pedir algo de beber mientras se preparaba su mercancía en la rebotica. Cada vez que alguien iba a pillar hachís para llevar – casi siempre universitarios con cara de rehén tras un atraco traumático – se reproducía ese momento incómodo que el Lolo normalmente cortaba en seco con un : "¿Y de bebé, qué vai a queré?" Eran esperas tensas, lo reconozco. También para mí al principio, cuando no tenía confianza con la familia Colorá. Supongo que a todos nos daba por pensar que la policía aguardaba afuera a que nos entregaran la piedra para entrar a saco. —Yo, de hecho, siempre me veía abriendo el informativo de la noche de Localia Salamanca esposado, tapándome la cara, entre periodistas y cámaras de televisión, para que papá y mamá no sufrieran la pena del telediario—.
El caso es que la mayoría de la gente pedía un botellín de agua para pasar mejor ese mal trago, pero a la hora de la verdad le daban un buche o dos. En cuanto tenían su costo a buen recaudo, huían echando hostias.
Un lunes bajé temprano a desayunar café con rama y escuché que la Charo le decía al Chiringui. "¿Te has dao cuenta de la cantidad de agua que tiramos? Podíamos rellenar las botellas y venderlas otra vé". Yo, que ya me había fundido casi toda la pasta del mes, les interrumpí a degüello. "Si me dais de fumar de balde, yo me encargo".
Además de imitar su voz, estiré, como él, la última sílaba de la última palabra de cada frase y clavé sus poses
Y así es como entré a formar parte de la plantilla del Manteca Colorá y así pasé tardes enteras, en el patio de dentro, rellenando con agua del grifo cada una de esas botellas que se quedaban a medias –al final también las vacías– y pegando los tapones. El asunto no tenía demasiado misterio y las obligaciones laborales impuestas por la Charo eran bastante flexibles, así que mientras metía agujas de coser en cola blanca Imedio resistente al agua y pegaba los puntos que sobresalen de los tapones de plástico a las bocas de la botellas, me dedicaba a leer a Escohotado, a Montero Glez, a prenderme algún que otro petardo y a escuchar a Iván Ferreiro.
Lo reconozco. Fui uno de esos fans tardíos de Los Piratas que los reivindicaban a muerte tras la separación, a pesar de que cuando tocaban juntos ni siquiera me había parado a investigar más allá de Promesas que no valen nada y Años 80. Me atrevería a decir que lo primero que escuché de ellos por mí mismo fue su despedida: "Buenas noches, somos Los Piratas, somos de Vigo y hoy es 24 de octubre del año 2003". Así comenzaba Fin de la segunda parte, el disco en directo con el que dijeron adiós y en el que oí por primera vez Hoy por ayer, la canción que me enganchó verdaderamente a su música. Luego me obsesionaría M –como a todos–, Mi coco, Fecha caducada y Jugar con los coches.
El verano antes de empezar la carrera lo pasé devorando con ansia no solo la discografía de Los Piratas, sino también cualquier contenido audiovisual que pillara por la tele o en Internet. Aún anda por casa de mis padres un VHS en el que tenía grabado el concierto básico del Círculo de Bellas Artes, un par de entrevistas de la época de Ultrasónica, un A solas en Sol Música y el reportaje de la gira Rock en Ñ que hicieron por México. Me convertí en un erudito, algo así como el sexto pirata —lo siento por Manolón—.
Todo fue a más cuando llegué a Salamanca, y formé con unos compañeros de la residencia Tibias y Calaveras, una banda de versiones que llegó a petarel Potemkin un sábado, en plenos exámenes de febrero. Aquel concierto arrancó con Dentro del mar –con tus bragas llenas de agua– y sobre ese escenario, en San Justo, puse en práctica todo el trabajo que había estado realizando durante los últimos meses: demostré que me había mimetizado definitivamente con Iván Ferreiro. Además de exhibir mi verdadera habilidad para imitar su voz, estiré, como él, la última sílaba de la última palabra de cada frase y clavé sus poses más memorables.
La gente comenzó a pararme por la calle. Me hacían grabar saludos poniendo la voz de Ferreiro
No se me olvidó apoyar el dorso de la mano izquierda en la cintura –como Beyoncé al principio de Single ladies– al enfilar Disimular. Cerré los ojos en Inerte, los puse en blanco en el grito final de Inevitable y agarré con las dos manos el micro como si fuera a caer al vació al cantar Mi Matadero Clandestino. También saqué un Casiotone para fingir que sabía programar los loops de Teching, golpeé el pie de micro con el suelo cuando entró la banda en Promesas, justo antes del "prometo que a partir de ahora lucharé por cambiar", se me puso sola la sonrisa sardónica en el estribillo de El equilibro es imposible, y sobre todo, defendí con cierta destreza lo que yo llamaba su baile de la bayeta, el de mover los brazos de forma circular como quien limpia a conciencia una ventana. Ese era mi paso estrella, con el que logré ganarme a las masas. Tuvo tal repercusión el concierto que la gente comenzó a pararme por la calle. Me hacían grabar saludos poniendo la voz de Ferreiro para felicitaciones y vídeos de bodas.
A mitad de abril, Iván publicó Canciones para el tiempo y la distancia y la situación se volvió incontrolable. Me volví un gurú, una especie de representante de los Ferreiro en Salamanca. Todo el mundo me buscaba cuando sonaba Turnedo en La Imprenta, El Pani o El Puerto de Chus. Venían a darme la enhorabuena cuando terminaba la canción, como si yo tuviera algo que ver con ellos. Me llamaban estudiantes de periodismo para participar en las tertulias musicales de su facultad y me hacían entrevistas en los periódicos locales. No es que quiera presumir, pero llegó un momento en el que nadie se compraba un disco de Iván Ferreiro en Salamanca sin consultarme a mí primero.
Lo podéis preguntar en Long Play, si es que sigue existiendo esa tienda de discos de la Rúa o a la Charo, si es que conseguís localizarla. Ella es una voz más que autorizada porque el Manteca Colorá se erigió como lugar de encuentro y peregrinación para los fieles. Verdaderos pipiolos acudían allí por las noches para tomarse una copa y pedirme opinión. "Quiero adentrarme en la música de Los Piratas, ¿qué disco debería escuchar primero?".
La Charo, el Chiringui y el Lolo, que no eran tontos, vieron ahí un filón comercial y supieron adaptar su negocio a los nuevos tiempos. El Manteca Colorá se transformó de la noche a la mañana en un antro de kalimotxo y quinitos, especialmente los fines de semana. El Chiringui empezó a preparar pinchos de tortilla porque las tripas de los fieles se desgañitaban tras metabolizar tanto THC, el Lolo no daba abasto con las posturas en la cocina y a mí me dejaron encargarme de la música.
El Manteca Colorá estaba en la cresta y les propuse una estrategia para dinamizar las ventas: cambiar de vez en cuando la forma y el nombre de la mojona que pasaban y fingir que una vez al mes traían una mercancía escasa, pero de mayor calidad, reservada solo para los más fieles. Así fue como apareció en Salamanca el rojo libanés, que según contaba Escohotado en Historia general de las drogas era una hachís acojonante, aunque en realidad no sé si ha llegado a existir o ha sido siempre una leyenda urbana. Todas estas responsabilidades que iba asumiendo me permitían fumar gratis buen polen, el que en teoría se reservaban para ellos y no vendían a nadie.
Vi la nota. El local había sido precintado. La temida redada que tantas veces rondó por mi cabeza
El volumen de negocio del Manteca Colorá se multiplicaba exponencialmente y una tarde la Charo se sentó conmigo en el patio de dentro para hacerme una oferta. Me propuso dejar de pegar tapones y pasar a la verdadera acción, dedicarme a ello a jornada completa. Todavía, a veces, me arrepiento de no haber aceptado. ¿Quién sabe si ahora no sería un Stringer Bell a la extremeña, con dos mastodontes ucranianos todo el rato a mi vera, una franquicia mundial de jamón de bellota para encalar el dinero a nombre de mi cuñado y una finca con helipuerto en el Valle del Jerte? Si no lo hice fue por miedo a la reacción de mamá, teniendo en cuenta el guantazo que me soltó al encontrarme una china ínfima en un vaquero cuando tenía dieciséis.
La Charo pareció entenderlo y me dejó un regalo sobre la mesa. Era Canciones para el tiempo y la distancia.
Los sábados en el Manteca Colorá se volvieron memorables. Venía tanta gente que a veces el Lolo se tenía que poner en la puerta para controlar el acceso. Una noche, a algún malnacido le dio por grabar un vídeo para fardar de su nuevo teléfono móvil. En aquel momento sonaba El viaje sideral del pequeño saltamontes de Manual para los fieles y aquello, efectivamente, era un fumadero como el que describía la canción. El vídeo anduvo circulando por Youtube varios meses y, al parecer, fue la prueba irrefutable que convenció al juez.
Una mañana, a mediados de junio, bajé a tomar café al Manteca Colorá antes de ir a echar el rato a la biblioteca, pero estaba cerrado. Me extrañó porque eran más de las diez y a esa hora el Chiringui ya suele estar dando palique a algún parroquiano. Cuando fui a golpear la puerta, vi la nota. El local había sido precintado por la policía. La temida redada que tantas veces rondó por mi cabeza había tenido lugar la noche anterior.
Estuve un par de semanas pasándome por el Manteca Colorá a diario, pero a esa familia se la había tragado la tierra. Intenté ponerme en contacto con ellos, pero nunca obtuve respuesta: no devolvían las llamadas, ni contestaban los mensajes. Volví por allí para los exámenes de septiembre y el local había sido desmantelado definitivamente. No supe nada del Chiringui, de la Charo y del Lolo hasta un par de años después cuando me crucé en la chupitería con el Truli, un veterano de los de toda la vida. Me explicó que tras la operación policial la familia Colorá estuvo preventiva unos días en Topas. Al salir, decidieron abandonar Salamanca.
Os cuento todo esto mientras suena El pensamiento circular, una canción del nuevo disco de Iván Ferreiro, en un bar con mucho rollo de Vejer de la Frontera. Acabo de darme cuenta de que junto a la máquina de café cuelga un cartel: "Prohibido cantar y tocar las palmas". Creo que voy a pedir un botellín de agua para brindar por los viejos tiempos.
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Juanjo Cubero
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