TRIBUNA
El tsunami que viene: Trump, electo
El magnate ha prometido asesinar al Minotauro Global, que Varoufakis describe en agonía desde 2008. Un dramático cambio que augura más sufrimiento y que desvela cómo el orden neoliberal se cae a pedazos
Oriol Vallès Codina 21/11/2016
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Es el 9 de noviembre de 2016 y el mundo se levanta atónito ante un evento de dimensiones históricas: Donald Trump, presidente electo de Estados Unidos. Su victoria pilló por sorpresa a todo el consenso politológico, como la crisis de 2008 sacudió la ortodoxia económica. Al unísono, la extrema derecha y autócratas de todo el globo recibían la noticia exultantes: Marianne Le Pen en Francia, Frauke Petry en Alemania, Geert Wilders en Holanda, Nigel Farage en Inglaterra y Vladimir Putin en Rusia --un eje neofascista global se consolida.
Viktor Orban, caudillo húngaro, celebraba la derrota de la “no-democracia liberal”. Para la milicia yihadista siria Fatah al-Sham (ex Al Qaeda) fueron derrotados “quienes defienden los mecanismos democráticos”. Un comandante afgano de ISIS se alegraba de que la retórica extremista de Trump --“un completo maníaco”-- aumentaría su capacidad de reclutación en Occidente. Su enemigo, Assad, el brutal dictador sirio sumido en el genocidio de su propio pueblo, recibía a Trump como “aliado natural”, igual que el sultán neo-otomano Erdogan, sumido en represión, purgas y limpieza étnica kurda en la consolidación de su dictadura en Turquía. O en India, presa del ultranacionalismo hindú de Modi.
Más alegría, esta vez, en Israel: Netanyahu era de los primeros en felicitar a Trump. Al mismo tiempo, un resurgiente KKK se paseaba por Carolina del Norte y organizaba desfiles; su ex líder, David Duke, se congratulaba de lo conseguido, como también el Partido Nazi Americano. Los ataques islamófobos, antisemitas y supremacistas se multiplican como un cáncer. Uno de los suyos estaba en la Casa Blanca, al mando del primer arsenal militar del planeta, incluidas armas nucleares en alerta constante.
El hombre de la extrema derecha en la Casa Blanca es Steve Bannon, jefe de estrategia y antes jefe de campaña de Trump, que reivindica los “valores judeo-cristianos de Occidente” y simpatiza con el anarcocapitalismo en contra del “capitalismo de amiguetes”. Bannon es el editor de la revista neofascista Breitbart, portal online de antisemitas, nazis y supremacistas blancos de la Alt-Right.
No escasean las comparaciones de Trump con Hitler o Mussolini: es un demagogo racista de impulsos autoritarios, hooligan de la ley y el orden, misógino, violento y temperamental, con la edad mental de un treceañero, según su propio biógrafo --que pronostica una crisis constitucional en breve--, y que promete “que los trenes sean puntuales” y acabar con la corrupción de Washington “limpiando la ciénaga”, dos expresiones literales del Duce italiano. Parece que un espectro recorre el mundo: el espectro de los años treinta.
En plena Segunda Guerra Mundial, el historiador económico Karl Polanyi publicaba una interesante tesis para comprender su tiempo, el doble movimiento: en esa dialéctica social, la sociedad, cada vez más sometida a las inexorables leyes del mercado impuesto por unas élites presas del fundamentalismo de mercado, terminó reaccionando ante su inevitable empobrecimiento en forma de fascismo o socialismo --dos populismos de signo antagónico-- para autoprotegerse del orden liberal que la destruía. Polanyi concluía: Estado de bienestar y estímulo fiscal --es decir, socialdemocracia como la que ofrecía Bernie Sanders, candidato más popular que Obama, en un país con una sanidad y educación privadas en crisis total-- eran preferibles a una hecatombe como una guerra mundial; algo que las élites tecnócratas más pragmáticas tendrían que reconocer tarde o temprano. Dice el viejo cliché marxista que la historia se repite y este año la farsa fue interpretada por los candidatos fascista (Donald Trump), capitalista (Hillary Clinton) y socialista (Bernie Sanders) a presidente de los Estados Unidos.
Lo chocante --por simbólico-- del resultado electoral es que fueron los hombres blancos de clase trabajadora y rural, históricamente leales al Partido Demócrata, los que dieron a Trump los estados del Rustbelt (Pensilvania, Michigan, Wisconsin y Ohio). Votaron a Sanders en las primarias contra Clinton: víctimas de décadas de desempleo, desregulación financiera y represión salarial --en suma, neoliberalismo puro y duro-- que desindustrializó lo que fue en los cincuenta el núcleo manufacturero del planeta y corazón keynesiano de la posguerra, y lo deslocalizó a gran escala en China y México. Michael Moore los llamó “Brexit States”.
El abandono total por parte del sistema de esas zonas empobrecidas, sumidas en la drogadicción y altos niveles de suicidios, es algo que hoy hasta el Wall Street Journal o el Financial Times reconocen. Quizá no fue tan buena idea erradicar los sindicatos para contener la inflación, esto creó el caldo de cultivo natural del voto que Trump supo arengar hábilmente en sus llamadas nostálgicas a la América de los cincuenta y sus ataques al tratado de libre comercio con México (NAFTA, 1994) y la globalización en general. Salarios reales estancados desde 1971, una caída del poder adquisitivo de la clase media y trabajadora occidental desde 1988 en favor de la población trabajadora de los países emergentes y el auge del 1% global. En suma, un aumento de la desigualdad a los niveles previos a la Primera Guerra Mundial, una bomba de relojería social según Branko Milanovic, autoridad mundial en el tema. Esta bomba es Trump.
Que nadie diga que la izquierda no avisó, en forma del movimiento antiglobalización, las revueltas democráticas de 2011 por todo el mundo y su oposición al austericidio. Pero estas críticas fueron sistemáticamente ignoradas y ridiculizadas por los que no vieron venir ni la crisis global ni a Trump, insistiendo en su empeño reaccionario y contraproducente de “flexibilizar el mercado laboral” bajo un orden neoliberal que se resisten a ver que se cae a pedazos.
“Si Syriza es derrotada, serán los nazis de Aurora Dorada que capitalizarán el descontento social”, avisaba Varoufakis en 2015. En palabras del mismo Trump: “Mi victoria es la impugnación del paradigma político y económico de las dos últimas décadas”. Paradójicamente, Trump es la encarnación misma de ese paradigma: heredero de una fortuna que ha gestionado mediocremente y voraz especulador inmobiliario sin ética que hizo sus pinitos gracias a los contactos con la mafia de Nueva York y Atlantic City de su mentor Roy Cohn, número uno del rábido senador anticomunista Joe McCarthy en su infame Comité. Leonardo DiCaprio podría haber interpretado perfectamente al Trump de los ochenta en el Lobo de Wall Street, gozando de una fiscalidad irrisoria y encadenando seis suspensiones de pagos gracias a las reformas neoliberales a favor del 1%. Aún así, el presidente electo es un genio de la comunicación de masas que domina los medios a la perfección y supo reinventarse en “empresario de éxito” gracias a su reality show El Aprendiz, una Operación Triunfo de emprendedores persiguiendo el sueño americano.
Pero la nostalgia del american dream que Trump alimenta esconde una auténtica pesadilla, la de otra América tan real como la blanca: los Estados Unidos de los cincuenta eran un régimen supremacista de facto --fundado en el terrorismo racial según la propia ONU-- en las que los afroamericanos no podían votar y las mujeres se quedaban en casa, dos grupos que el neoliberalismo decidió mimar a pesar de los “políticamente incorrectos”. La desregulación hipotecaria de Bill Clinton empoderó a una élite afroamericana (aunque la riqueza afroamericana cayese a la mitad en 2008). A la vez, su reforma criminal multiplicaba la población carcelaria a niveles de los gulags de Stalin, exacerbada por décadas de guerra contra las drogas cuyo arquitecto confesó que sólo iban dirigidas a desactivar la izquierda pacifista y los Black Panthers.
Ante una extrema derecha exultante dedicada a reavivar la guerra racial, Trump (que cree en la eugenesia y que tiene “genes superiores”, consecuencia de su educación protestante) promete aún más terrorismo racial y la militarización en un país donde la policía asesina con impunidad a afroamericanos casi cada día. La demagogia racista de Trump ha ido sobre todo contra latinos (haciendo uso del típico “nuestras mujeres las violamos nosotros” racista y patriarcal) y musulmanes: promete deportar a tres millones de inmigrantes en situación irregular inmediatamente. Obama expulsó ese mismo número en ocho años, más que todos los presidentes juntos entre 1892 y 2000. Para comparar, entre 2007 y 2015 la Fortaleza Europa deportó a 4,2 millones en plena crisis de refugiados creada por las mismas guerras que Occidente alimenta --la crisis más grande desde la Segunda Guerra Mundial. No hay que olvidar que el genocidio armenio o la Nakba palestina consistieron exactamente en expulsiones masivas, aunque a mucha menor escala.
El objetivo de Trump son once millones de inmigrantes y para eso cuenta con la facción más reaccionaria de los Republicanos: Joe Arpaio, el sheriff fronterizo de Arizona que se vanagloriaba de gestionar un “campo de concentración” en condiciones infrahumanas (con una capacidad veinte veces superior al CIE de Zona Franca); Kris Kobach, supremacista blanco arquitecto de la considerada “ley más racista de los EUA” legalizando las redadas racistas en Arizona y que ahora quiere implantar un registro de musulmanes evocador del nazismo (incluyendo campos de concentración), o Gingrich, que pretende restaurar el Comité de Actividades Anti-Americanas esta vez contra el “supremacismo islámico”.
Si en los años treinta el descontento económico se canalizó en antisemitismo, esta vez lo hace en forma de sentimiento anti-inmigración e islamofobia desatada: no es casualidad que muchos comentaran que la última vez que habían visto a Nueva York (ciudad multicultural; el 60% de su población no ha nacido aquí) tan aterrorizada por el supremacismo blanco fuera el 11 de septiembre de 2011. El vicepresidente electo, representante del fundamentalismo cristiano americano, quiere abolir el derecho al aborto y cree en la eficacia de la terapia anti-shock contra la comunidad LGBT.
La feminización neoliberal del mercado laboral, de la que Clinton se erigió en símbolo, es un factor clave en la represión salarial en la transición postindustrial de manufacturas a servicios, el divide-y-vencerás que el capitalismo siempre impone sobre la fuerza de trabajo. La miopía de Clinton fue histórica: en plena revuelta reaccionaria contra el establishment mundial, ella se erigió en su candidata, escogiendo a Merkel como su líder mundial preferido y continuamente hablando de su larga experiencia en Washington.
Tanto para la izquierda de Bernie Sanders como para la derecha de Trump, esta “larga experiencia” no era más que sinónimo de la corrupción sistémica de la facción neoliberal demócrata (y de Washington en general), que había abandonado a los sindicatos y se había lanzado a los brazos de Wall Street. El escándalo de los e-mails lo confirmó: un donante billonario le reenviaba al jefe de campaña de Hillary la noticia sobre una investigación de la prestigiosa universidad de Princeton que describía al país como un régimen oligárquico y no democrático con la nota: “Supongo que hace falta un estudio para señalar lo obvio”.
Consecuencia directa de la cooptación de Wall Street del gobierno americano es la pésima gestión de Obama de la crisis de 2008, muy dura contra los trabajadores y suave con el sector financiero --de aquellos barros, el lodo de Trump.
Que aprenda Bárcenas. La Fundación Clinton era una máquina electoral para captar donaciones extranjeras, sobre todo de las brutales dictaduras árabes del Golfo. Si Trump era el candidato de Putin, Clinton lo era de Arabia Saudí --principal patrocinador mundial del terrorismo islámico--, que ahora bombardea sádicamente un Yemen olvidado en plena crisis humanitaria. El militarismo de Clinton era extremadamente problemático para una paz mundial ya en colapso, en la que las alianzas internacionales se tejen y destejen frenéticamente. La candidata consideró la guerra de Irak “una gran oportunidad para los negocios”, fue gran defensora de la intervención en Libia (desastre sin paliativos), y proponía escalar aún más la tensión con Rusia en el este de Europa y Siria.
Trump hereda de Obama un complejo industrial militar con un terrorífico poder sin precedentes en la historia de la humanidad, expandido bajo los Demócratas: la capacidad de espiar, torturar y asesinar (americanos inclusive) sin juicio previo, poder declarar guerras sin autorización del Congreso --hay seis campañas de bombardeos en países musulmanes--, el programa secreto de drones y el formidable sistema de espionaje de la NSA.
Como ya avisó Hannah Arendt, cuando la máquina imperial se repliega siempre termina volviéndose contra su propio pueblo. El programa de estímulo fiscal de Trump no es keynesiano a la Roosevelt, sino militarista a la Hitler y de corte público-privado: las empresas que subieron más en bolsa gestionan cárceles privadas. Al igual que pasó en los años 30, las élites capitalistas creen poder contener los impulsos autócratas de Trump. Su diagnóstico: obviamente, positivo para ellos.
Trump propone un shock a la economía global de carácter inflacionario y de un calado histórico análogo al shock de Roosevelt el 1933 (abandono patrón oro), el shock de Nixon de 1971 (abandono del sistema monetario de posguerra de Bretton Woods) o el de Volcker de 1981 (inicio neoliberalismo). Su proteccionismo hará saltar por los aires una economía internacional totalmente interconectada después de dos décadas de globalización, con consecuencias políticas imprevisibles, sobre todo en las relaciones diplomáticas con el principal acreedor de los EUA y enemigo declarado de Trump, China. En esa competición, una de sus bazas es el negacionismo climático, en un momento en que los científicos avisan que los próximos cuatro años son críticos para evitar una catástrofe mundial.
En suma: Trump ha prometido asesinar el Minotauro Global, que Varoufakis describe en agonía desde 2008. ¿Es así cómo el arco histórico imperial de los EUA termina, exactamente cien años después de que heredara la posición de hegemonía global de Inglaterra? Este dramático cambio no es motivo para la alegría en absoluto, porque es a peor: cuando los imperios caen, son siempre los de abajo quiénes sufren --algo que nos advierte Polanyi en su análisis del colapso del orden liberal británico.
Es la legitimidad del sistema, que presentó dos candidatos históricamente impopulares, la que está cada vez más en entredicho. La izquierda pro-Sanders, con un apoyo abrumador entre la gente joven (un tercio de la cual se proclama socialista), constató cómo los Demócratas le robaban la nominación a Bernie (algo confirmado por los e-mails filtrados) y luego las tácticas republicanas de supresión de voto contra minorías (sobre todo en Wisconsin y Pensilvania, por un puñado de votos) y el anticuado marco electoral (creado para sobrerrepresentar a los Estados esclavistas) daba la victoria al candidato fascista sobre el neoliberal --una declaración de guerra en toda regla a la izquierda mundial.
Multitudinarias manifestaciones espontáneas en contra de Trump se suceden cada día por todas las ciudades americanas al grito del “We reject the president-elect”. Las contradicciones del orden neoliberal llegan a su fin: en una curiosa ironía, el pasado miércoles, banderas socialistas y anarquistas ondeaban en una Quinta Avenida totalmente cortada, justo al lado donde Holly Golightly comía su desayuno con diamantes hace medio siglo.
La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.
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Oriol Vallès es estudiante de doctorado en Economía en la New School of Social Research de Nueva York.
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Oriol Vallès Codina
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