MILAGROS COTIDIANOS
Nosotros tenemos todas las estrellas
Manuel Astur Ciudad de México , 30/11/2016
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Llegar
Uno no llega a un sitio cuando lo hace su cuerpo. Se sabe de personas que llevan años en un lugar sin haber estado nunca allí.
Salí de Madrid el viernes a mediodía y aterricé en Ciudad de México doce horas después. Por la mañana fuimos a dar un paseo por el barrio de Coyoacán, donde viven nuestros anfitriones, el escritor y editor Eduardo Rabasa y su pareja Izara García. Había flores en los árboles y flores en los jardines, totalmente ajenas al hecho de que estemos en otoño. Nos sentamos a desayunar en un patio pintado de azul cobalto, lleno de macetas con claveles chinos naranjas y con una pequeña fuente que murmuraba a nuestro lado. Entró una señora de sonrientes rasgos indígenas con un gran ramo y lo depositó en la fuente, para que no se mustiara mientras desayunaba. Entonces, solo entonces, llegué a México.
¡Agua mi niño!
Vamos al museo Tamayo, a la inauguración de la exposición de la artista británica Tacita Dean. Pero lo que me impresiona es el museo en sí, riguroso, amplio, geométrico y luminoso como un templo tras una revolución atea, creado por los arquitectos Teodoro González de León, muerto hace apenas dos meses, y Abraham Zabludovsky.
Cinco horas, infinidad de mezcales y dos taxis después, entro en mi primera cantina, curiosamente llamada La Villa de Sarria: un antro viejo, atendido por dos simpatiquísimos personajes que gritan «¡Agua mi niño!» cada vez que me sirven un trago, sin más ventanas ni puertas que una verja metálica, con cuadros demenciales en las paredes cubiertas de cemento y roña, y una rockola sonando al fondo, un antro auténtico del que por supuesto me enamoro.
Aparece un vendedor de toques. En su mochila lleva una batería conectada a unos manguitos metálicos. El juego de los toques consiste en hacer un círculo cogidos de la mano y resistir las descargas eléctricas. El primero que suelte, paga la ronda. Por fortuna, hay otros españoles y no pago yo.
De madrugada vamos al estudio del famoso escultor Javier Marín, cuyo asistente es Alfredo Cota, un simpatiquísimo y talentoso joven escultor de Chihuahua.
La planta baja es inmensa y no encendemos las luces. Las esculturas de aspecto humano y dolido acechan desde las sombras. Cualquier diría que entramos en el Hades, pero no está Virgilio para guiarme.
Mercado de Coyoacán
Un mercado mexicano es una espiral de olores, sabores, sonidos y colores, donde se venden todas las bendiciones de la tierra. A las mujeres las llaman güeritas, aunque sean morenas; a mí me increpan en inglés. Desayunamos en una mesa corrida zumo de fruta y unos deliciosos tacos. Luego paseamos hipnotizados ante tanta alegría inmediata, ofrecida como una piñata recién explotada. Me golpeo en la cabeza con los objetos que cuelgan del techo.
Teotihuacán
Teotihuacán es uno de esos sitios a los que el niño que tengo dentro siempre soñó con ir. Así que no puedo evitar comparar lo imaginado con lo que es. Y lo que es me resulta maravilloso, apabullante, magnífico, pero muy ajeno. Soy incapaz de sentir empatía alguna: me parecen escenarios abandonados de una obra que no puedo comprender, restos de una civilización extraterrestre.
A la vuelta, el viejo autobús en el que somos los únicos extranjeros traquetea lentamente de pueblo en pueblo, casi todos polvorientos y miserables, como construidos de la noche a la mañana cuando nadie miraba. Se suben dos mariachis. Mientras los escucho tocar, contemplo las inmensas barriadas de chabolas que han crecido alrededor de la Ciudad de México. Aunque nunca antes había visto algo así en vivo, lamento que esto no me resulte ajeno como las pirámides. Comienzo a sospechar que México es estridente y dulce, duro y suave, hermoso y feo, generoso e implacable, alegre y nostálgico, como el sonido de la trompeta, un poco abollada, de uno de los mariachis.
Lo importante
Me despierto de nuevo a las seis de la mañana. Raquel dice que es debido al jet lag, pero yo creo que es la alegría, que me echa de la cama como a un niño el día de Reyes.
La mañana es espléndida y todo parece recién pintado. Las terrazas de los bares de la plaza de Coyoacán están vacías, así que me siento en un bar de quesadillas con los taburetes atornillados al suelo. Comienzo a escribir estos diarios. Pero me distraigo porque delante de mí están picando una hortaliza que desconozco. Sin duda, es mucho más importante observar con qué precisión despreocupada se forma una olorosa montaña que nunca llega a desbordar la palangana de plástico rosa.
Gremios
Vemos los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional. Como humano siempre me ha parecido un cínico monstruoso que se hizo inmensamente rico vendiendo propaganda socialista a los poderosos, pero como artista, su color, su composición casi arquitectónica, es maravilloso.
Cuando las grandes cadenas lleguen, sólo pocos podrán aspirar a ser simples y mal pagados dependientes
La plaza del Zócalo es tan grande y tan vacía que parece que un meteorito hubiera caído en medio de la abigarrada ciudad.
Las calles comerciales se siguen organizando por gremios. Cientos, miles de pequeños puestos y de tiendas se arremolinan en increíble actividad. Pienso que, en conjunto, forman un centro comercial infinito en el que todos son empleados y jefes al mismo tiempo, pero que cuando las grandes cadenas lleguen aquí para quedarse, entonces todo esto desaparecerá y sólo unos pocos afortunados podrán aspirar a ser simples y mal pagados dependientes.
Comienza a llover a chaparrón y bajan las temperaturas de golpe: en los vecinos Estados Unidos están a punto de cerrarse los colegios electorales.
Escuela mexicana de escritores
Los americanos han votado a Trump como presidente del mundo, y por la tarde fuimos a visitar la librería de un amigo de Lluisa Matarrodona, jefa de prensa de la Editorial Sexto Piso en México y demostración de que se puede ser catalana y mexicana al mismo tiempo.
En esta ciudad hay librerías estupendas, muchas más que en Madrid o Barcelona. Incluso la librería de barrio más pequeña tiene un fondo de catálogo exquisito. La tasa de alfabetización es mucho más baja que en España, cosa que es terrible, pero tal vez por eso el que sabe leer lo hace más y mejor que en nuestro país.
La librería se llama Icaria, y nutre de papel y cafés a la Escuela Mexicana de Escritores. Me presentan al director de la Escuela, el poeta Arturo Córdova Just: un hombre apasionado que nos muestra las instalaciones y que nos cuenta que está muy contento porque, por primera vez, tienen más alumnos mujeres que hombres.
Por cierto, no diré cuántos alumnos tienen en total porque no quiero desmoralizar a mis amigos docentes en España. Simplemente repito que aquí saben leer y escribir menos personas, pero los que saben son mucho más conscientes de que la cultura y el arte son el único camino a la libertad.
Hermosos fantasmas
El mejor modo de respetar el pasado es abandonarlo, dejarlo, tal cual, donde se quedó. Y por eso los lugares abandonados están cargados de memoria.
Así, la casa donde vivía Trotski cuando fue brutalmente asesinado por Mercader me sobrecoge. No ha sido casi alterada en las últimas siete décadas, y recorriendo la cocina, las habitaciones, el despacho con su pequeño camastro donde se tumbaba a descansar de sus jaquecas, viendo sus libros, su pluma, su ropa en el armario, sus gafas en la mesa, incluso las marcas de bala en la pared de un atentado fallido, tengo la brutal sensación de haber irrumpido en un hogar y en un trozo de historia y que, en cualquier momento, van a descubrirme. Tan sólo un camino marcado y un monolito en el jardín de cactus que él mismo plantó, donde descansan sus cenizas y las de su esposa, me recuerdan que hoy es hoy.
La casa donde vivía Trotski cuando fue asesinado no ha sido casi alterada en las últimas siete décadas
En el pequeño museo de entrada, hay una vitrina dedicada a su mujer, Natalia Sedov, auténtica víctima de esta tragedia –pues Stalin aniquiló a toda su familia y vivió para verlo–. Un cartelito explica que habitó esta casa 20 años más, hasta que también se acabó su tiempo. En su pasaporte, junto a una foto anciana, rusa y hermosa, puede leerse esta descripción: 78 años, 1,60 m; delgada, tez blanca, pelo cano, frente amplia, cejas pobladas, nariz recta, boca regular, mentón oval, señas particulares: ninguna.
Al llegar a casa tengo un mensaje de mi amigo el escritor Sergi Bellver: «Leonard se nos ha ido». No me hace falta más para comprender de qué Leonard habla.
Abro el libro de Canetti en cualquier página y leo: «Ningún animal ha visto las estrellas, ni una sola estrella es conocida por un solo animal. Nosotros tenemos todas las estrellas».
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Manuel Astur
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