
Jorge Mendes, al recoger en 2013 el premio al mejor agente del año.
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Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.
MATEO 16:18-18
Las bases de esta, nuestra Ciudad, son tan firmes como las convicciones de todos cuantos amamos el Real Madrid. Una institución que respeta su pasado, aprende del presente y apuesta decididamente por el futuro.
Inscripción en la piedra fundacional de la Ciudad Deportiva de Valdebebas
Las noches de fútbol en el estadio Ciutat de Valencia tienen un tono peculiar. El aire salado del mar, el aroma de pipas de girasol procedente de la tribuna, el aliento de la tierra seca, la nota penetrante del alcanfor sobre las baldosas de cerámica de los vestuarios, las botas desparramadas por el suelo. Las lámparas incandescentes ligeramente más apagadas del vestuario visitante respecto al vestuario local, más brillantes, más esperanzadoras. Esas lámparas como de sala de hospital que iluminaron a Pedro León cuando se cambiaba de ropa razonablemente satisfecho después del partido el 25 de septiembre de 2010.
El público le acababa de despedir con un aplauso, en reconocimiento a su paso por el Levante tres temporadas atrás. Había sido el jugador más desequilibrante del Madrid. Había cumplido con lo que le pedía su entrenador, o eso creía él.
Mourinho dio muestras de contrariedad. Furioso, cogió un botellín de agua y lo arrojó contra el suelo
En el minuto 61 Mourinho le hizo entrar en lugar de Di María en un intento de romper la defensa del Levante. Le ordenó que se abriera a la banda e intentara desbordar para ensanchar el campo; que rompiera por afuera y que, si había espacios interiores, que tirara la diagonal para meterse entre líneas a combinar con Benzema e Higuaín. El suplente cumplió con lo mandado aunque, en el banquillo, siguiéndole con la mirada, Mourinho dio muestras de contrariedad. Furioso, cogió un botellín de agua y lo arrojó contra el suelo. Por más que se fabricó un remate. Por más que sirvió un gol sencillo a Benzema. El partido acabó 0-0.
Pedro León se estaba preparando para ir al autobús cuando Mourinho lo interrumpió y, llamando al resto de jugadores, le señaló.
—Me he enterado que vas por ahí de estrella, diciendo que tienes que ser titular y haces lo que te sale de los cojones. Tus amigos de la prensa, ese Santiago Segurola... dicen que eres un crack. Pero tú lo que tienes que aprender es a entrenar fuerte y a no ir diciendo que tienes que ser titular. Vas a estar varios partidos sin ir convocado. El lunes no irás a Auxerre...
—¡Yo no he dicho eso! —se revolvió el acusado, atónito—. ¡Dígame! ¿A quién le he dicho yo que tengo que ser titular? Hablemos en privado... Por favor, míster, hablemos en privado...
Mourinho hizo una mueca despectiva antes de dar media vuelta. El vestuario quedó electrizado. Los jugadores no entendían qué había pasado para que, repentinamente, el entrenador descalificara de un modo tan despiadado a alguien que parecía tan vulnerable. Un joven de 23 años, recién llegado al equipo. Un futbolista talentoso a quien parte del grupo veía como una solución frente a los problemas de creación que se habían presentado en las últimas salidas. Un futbolista que acababa de demostrar, frente al Levante, que estaba a la altura de las exigencias, fue presentado por el jefe como una especie de traidor sin más alegato en su contra que un chismorreo del que nadie más que el acusador había tenido conocimiento.
La especulación es vuestra profesión. Ese es un problema para vosotros
El lunes 27 de septiembre el Madrid se trasladó a la ciudad francesa de Auxerre para disputar la segunda jornada de la Liga de Campeones contra el club local. La ausencia de Pedro León de la convocatoria llamó la atención de los directivos y los periodistas. Por la tarde, durante la conferencia oficial, alguien le preguntó a Mourinho por los motivos técnicos de la decisión de quitar de la lista a uno de los jugadores más destacados del último partido. La cuestión invitaba a una reflexión futbolística, o a una simple evasiva. La respuesta situó al hombre más poderoso del club al límite del descontrol. «La especulación es vuestra profesión —dijo a los periodistas con un tono inflexible y metálico que entonces resultó novedoso pero que, con el tiempo, se haría casi rutinario—. Ese es un problema para vosotros.»
«De un modo muy pragmático diré que no ha sido convocado porque el entrenador no ha querido —prosiguió—. Si el presidente Florentino me viene a preguntar a mí por qué Pedro León no ha sido convocado yo tengo que responderle. Pero no me ha preguntado. Vosotros estáis hablando de Pedro León como si fuera Zidane o Maradona. Pedro León es un óptimo jugador pero hace dos días atrás jugaba en el Getafe. No ha sido convocado a un partido y parece que estáis hablando de Zidane, Maradona o Di Stéfano. ¡Estáis hablando de Pedro León! ¡Tiene que trabajar para jugar! Si trabaja como me gusta a mí, será más fácil que juegue. Si no, será más difícil.»
Mourinho habló con una mezcla de crueldad y goce. El tinte sádico de la descarga revolvió a la plantilla. Fue la primera vez que los jugadores sintieron que su jefe representaba una amenaza desconocida. Gradualmente comenzaron a seguir cada comparecencia pública del entrenador: por la televisión, en la red, a través de Twitter, con los iPhones o con las Blackberries. No se perdían ni un acto porque comprendían que en las salas de prensa se desarrollaba un juego que les afectaba de lleno profesionalmente. Un juego que les podía degradar o enaltecer, resaltar o enterrar en la indiferencia, pasar por alto sus méritos o encubrir sus miserias. Un ritual de cuatro sesiones semanales al que no tenían acceso más que como espectadores.
No ha sido convocado a un partido y parece que estáis hablando de Zidane, Maradona o Di Stéfano
Los estatutos sociales del Real Madrid establecen que la junta directiva es el órgano ejecutivo y de gobierno al que corresponde la dirección de la administración. En la práctica, funciona como un pequeño parlamento de composición homogénea que se reúne periódicamente para debatir las cuestiones que propone el presidente para su aprobación. A excepción del grupo más próximo al presidente, cuya posición le permite vías directas de indagación, la información confidencial que manejan los miembros que integran la junta suele limitarse a fuentes de las oficinas del Bernabéu, por lo general bastante alejadas del equipo de fútbol. Puesto que los directivos son seleccionados a dedo por el presidente, Florentino Pérez nunca se ha encontrado con una oposición mayoritaria y, salvo en rarísimas ocasiones, el bloque se ha puesto de acuerdo por unanimidad.
José Manuel Otero Lastres, reconocido por la revista Best Lawyers como el mejor abogado de España en materia de propiedad intelectual, catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Alcalá de Henares, ex decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de León, y autor de novela negra, es uno de los 17 directivos que componen la junta. Preguntado en noviembre de 2010 por el carácter desaforado de José Mourinho, el más intelectual de los directivos madridistas empuñó la Biblia.
Cuando Jesucristo nombró al hombre que debía encabezar su Iglesia no eligió a Juan, el genio frío, sino a Pedro, el pescador ardoroso y apasionado. Mourinho lo planifica todo, todo, todo... Su inteligencia analiza muy bien la realidad y proyecta su respuesta. Yo jamás le oí decir a Casillas que un entrenador había estado «genial» en el descanso de un partido [el portero declaró esto a los medios tras la victoria en Alicante en octubre de 2010]. Todos lo adoran. Él es un dialéctico. Él acorrala a los jugadores verbalmente. Ha acertado en todos los fichajes. Es la primera vez que veo en el club este nivel de tranquilidad.
José Ángel Sánchez, el director general corporativo, ofreció a los directivos una versión tan maravillosamente circular como la que se repetía en la junta.
—El míster —comentaba Sánchez— es como Kant. Cuando Emmanuel Kant salía a dar su paseo por Koenigsberg todos ponían en hora sus relojes porque siempre lo hacía con puntualidad. Cuando el míster entra en Valdebebas por las mañanas todos saben que son las 7.30 sin mirar el reloj.
Sánchez consideró que estaba ante su primer entrenador con buen criterio para fichar. Puso como ejemplo a Khedira y Di María, a quienes el técnico pidió antes del Mundial de 2010 con ojo clínico.
Sostuvo que ese compendio de virtudes le convertían en la figura sólida que había necesitado el club durante tantos años. Mourinho, en opinión del máximo ejecutivo, había «pacificado» al Madrid.
El complejo deportivo de Valdebebas, conocido como Ciudad Real Madrid, es uno de los centros de tecnificación futbolística más avanzados que existen en el mundo. Ocupa una superficie de 1.200.000 metros cuadrados, de los cuales solo se ha desarrollado la cuarta parte con un coste de unos 98 millones de euros. Obra del estudio arquitectónico de Antonio Lamela, consta de 12 campos de juego, un estadio y un corazón longitudinal de módulos en forma de «T», cuyo diseño funcionalista de capas de planos y rectas limpias encierra un mensaje esotérico de contenido moral.
La entrada principal, en el pie de la «T», se sitúa en el punto más bajo de las instalaciones. A partir de ahí se despliegan los vestuarios y las dependencias de los equipos comenzando por los benjamines y los alevines, y escalando en la jerarquía a lo largo de una rampa ascendente sobre la que se articulan los pabellones de cada equipo, aprovechando la inclinación natural de la colina en la vertiente sur del valle del Jarama. Los arquitectos, en colaboración con el que fuera director de la cantera, Alberto Giráldez, dotaron al edificio principal de una señal pedagógica para los jóvenes: la idea del camino del esfuerzo en sentido ascendente, desde el vestuario de los más pequeños hasta los aposentos de los profesionales. En la cima ideal de esta alegoría de la superación (y la producción) se asienta el vestuario del primer equipo. Por encima del vestuario, a modo de mirador, destaca la oficina del entrenador, entendido como la máxima autoridad posible. Como decía Vicente del Bosque de su predecesor como responsable de la cantera, Luis Molowny: «era un líder moral».
Por encima del vestuario destaca la oficina del entrenador, entendido como la máxima autoridad posible
El desembarco de Mourinho en Valdebebas tuvo una particularidad que dejó perplejos a los habitantes habituales del recinto. Además de Rui Faria, el preparador físico, Silvino Louro, el preparador de porteros, Aitor Karanka, el entrenador auxiliar, y José Morais, el analista de rivales, el técnico portugués llevó consigo a su agente y amigo, Jorge Mendes. Con el correr de las semanas, la plantilla se hizo a la idea de que Mendes trabajaría en el edificio. No como un técnico más sino como el verdadero factótum.
Impecablemente ceñido en su terno italiano de lana fría, con una corbata inamovible y un corte de pelo vanguardista pero discreto, bronceado incluso en los días más lóbregos del invierno, Jorge Paulo Agostinho Mendes fue el primer representante de jugadores que se vio a sí mismo como un empresario poderoso. Frecuentemente hablaba de sí mismo como de un agente de la «industria» del fútbol, término que también empleaba Mourinho en sus discursos, sazonando los giros con expresiones propias de la tecnocracia financiera. Para muchos otros representantes de futbolistas, esta era una pose artificial. «¡Se piensan que son ejecutivos de Standard & Poor's!», decía el agente FIFA de un jugador del Madrid.
Nacido en Lisboa, en 1966, Mendes se crio en una barriada social. Su padre trabajaba en la petrolera Galp y él se ganó sus primeros escudos vendiendo sombreros de paja en la playa de Costa Caparica. Fue futbolista en campeonatos menores. Empeñado en llegar a profesional, emigró al norte, a Viana do Castelo. Dirigió una tienda de alquiler de vídeos, ejerció de pinchadiscos y abrió su propia discoteca en Caminha antes de descubrir que tenía un don. Un talento intransferible para ganarse la confianza de los jugadores de fútbol primero, y para valorizarlos, en general por encima de los precios del mercado, después. La transacción que le abrió el camino fue el traspaso del portero Nuno, del Vitória de Guimaraes al Deportivo de la Coruña, en 1996. Con la comisión que obtuvo cimentó la fundación de Gestifute, la empresa de representación más poderosa del fútbol mundial, con subsidiarias como Polarissports, dedicada a la gestión de los derechos de imagen, márketing y publicidad, y Gestifute Media, que actúa como una agencia de propaganda.
La sincronía de Mourinho y Mendes era tan estrecha que inmediatamente compartieron el despacho. El agente se estableció en el barrio residencial de La Finca, en Pozuelo, junto con sus jugadores y su entrenador, y acudió a Valdebebas casi todas las mañanas acompañado de diversos ayudantes. A la hora del entrenamiento se sentaba en la silla de Mourinho y se asomaba al ventanal de su dependencia privada para seguir las progresiones del equipo desde lo alto.
La imagen del representante con su traje azul oscuro de raya diplomática sentado al otro lado del cristal, bebiendo café y mirándolo todo desde sus gafas de antifaz, encendía la imaginación de los jugadores cada mañana, cuando saltaban a calentar. No faltaban las bromas ni las risas. Sobre todo cuando iban juntos trotando en el pelotón, sintiéndose observados desde arriba.
—¡Ahí está el amo del club! —decía uno—. ¡Ahí está el capo!
Mendes recibía a sus socios en el despacho de Mourinho. Allí organizaba sus entrevistas de trabajo con otros agentes. Juanma López, el ex jugador del Atlético, que se dedicaba a representar futbolistas, apareció una mañana. Curiosos por naturaleza, los jugadores organizaban corrillos. «¡Mendes se pone la oficina aquí!», comentaban. Lass Diarra no entendía a qué venía tanto alboroto: «¿Quién es ese?» El francés nunca había visto jugar a Juanma López.
Se detenía, extendía la camiseta en el césped, se acostaba y tomaba el sol. Siempre igual. Era metódico
La vieja Ciudad Deportiva de la Castellana era un complejo accesible: cualquiera, a cambio de algunas pesetas, podía ingresar para admirar a sus ídolos mientras se ejercitaban. En Valdebebas el club vedó la entrada a los aficionados en días laborables. Incluso a los socios, cuyas aportaciones al presupuesto, fundamentalmente en concepto de ticketing, abonos o cuotas, suponen un tercio de la economía del Madrid. Los entrenamientos del primer equipo ya estaban cerrados cuando Mourinho llegó al club. Pero al técnico le pareció poco. De modo que extendió la prohibición a los familiares de los jugadores y a los representantes. Si el padre de Sergio Canales, que por entonces tenía 19 años, quería ver entrenar a su hijo debía solicitar un permiso con tres días de antelación. Lo mismo les sucedió a los representantes de Casillas, Alonso o Arbeloa, por poner algunos casos. Antes del fin de año de 2010, Mourinho había extendido la veda a Jorge Valdano, hasta entonces la máxima autoridad del club en materia deportiva. La única persona ajena a la institución para quien se abrieron las puertas de Valdebebas sin condiciones fue Mendes.
En el marco de Gestifute se llegó a administrar la actividad de 300 futbolistas simultáneamente. A algunos, la empresa se limitó a representarlos frente a terceros. A otros, al amparo de la ley portuguesa, la única legislación europea que lo consiente, los adquirió parcialmente en propiedad a través de fondos de inversión, y esto le permitió especular con mayores volúmenes en caso de revalorización. Cuando un club portugués vendía a un jugador cuya propiedad compartía con Gestifute, la empresa cobraba la parte alícuota del traspaso.
En el otoño de 2010 Mendes representaba a Mourinho y a cuatro jugadores de la primera plantilla del Madrid. Pepe y Cristiano, en la nómina del club desde 2007 y 2009 respectivamente, y Carvalho y Di María, fichados por recomendación del nuevo entrenador. Ángel di María fue el futbolista que Mourinho reclamó con más determinación a lo largo del mercado estival. Al presidente, Florentino Pérez, se le hizo difícil aceptar el desembolso de cerca de 30 millones de euros. Pérez consideró que el extremo zurdo argentino, a pesar de participar en el Mundial, no gozaba de suficiente caché como para justificar el precio. Mourinho insistió en que se trataba de una apuesta estratégica.
La adquisición de Di María se encareció porque los derechos del jugador pertenecían al Benfica, como mucho, en un 80%. Desde 2009, el club lisboeta cedió porcentajes al fondo de inversión Benfica Stars Fund, gestionado por el Banco Espirito Santo. A cambio de obtener liquidez para financiarse, el Benfica se condicionó a traspasar al jugador solo si el valor de venta aseguraba un beneficio para los inversores privados. La venta de Di María significó la primera plusvalía en la historia del Benfica Stars Fund. Le seguirían otras transacciones igualmente rentables: el traspaso de Fabio Coentrao al Madrid por 30 millones de euros en 2011, el de David Luiz al Chelsea por 30 millones en enero de 2011, y el de Javi García al City por 20 millones en 2012. No se sabe si Jorge Mendes participó en todos estos negocios a través del fondo. El empresario portugués dice que no. El Banco Espirito Santo garantiza el anonimato de los inversores. El administrador del fondo, Joao Caino, no aportó documentos pero aseguró que los participantes son un conjunto de compañías e individuos ricos que no incluye agentes de fútbol.
El verano de 2010 se caracterizó por las grandes expectativas. José Ángel Sánchez pudo contar, por fin, con un amigo en la caseta, un verdadero colaborador con quien moldear el futuro desde el mismo vestuario y en igualdad de poder. Después de dos años de grandes inversiones en jugadores, la directiva se frotó las manos ante la certeza del advenimiento del carismático infalible. La junta interpretó por unanimidad que Mourinho era la pieza que faltaba. Inspirados básicamente por relatos elaborados en los despachos de los directivos, la prensa y los aficionados soñaron con las maravillosas aventuras de un equipo plagado de figuras dirigidas por un entrenador científico que ensamblaba armas secretas enclaustrado a jornada completa en el perímetro infranqueable de Valdebebas.
Bajo la mirada de los periodistas, Mourinho desplegó una actividad frenética estimulando una agitación inaudita
Las sesiones de pretemporada en Madrid se celebraron a puerta cerrada salvo una que se abrió hasta el final. Mourinho organizó cada jornada de forma meticulosa. Se pasaba días ocupado, cumpliendo con las más diversas tareas autoimpuestas, pero, al igual que los mánagers británicos, no siempre dirigía personalmente las prácticas. Los jugadores recuerdan que la tarde que abrió las puertas a la prensa llevaba cuatro días metido en su despacho, delegando el trabajo de campo en Karanka. Esa vez, sin embargo, saltó a escena con vigor renovado. Bajo la mirada de los periodistas apostados en el balcón con sus cámaras, Mourinho desplegó una actividad frenética estimulando una agitación inaudita en plena canícula. Los jugadores se carcajeaban diciendo que a ese ritmo al día siguiente jugarían la final de la Champions. Pero salvo por ese paréntesis de exposición total, los ensayos discurrieron con bastante tranquilidad, permitiendo la asistencia de la prensa solo durante quince minutos, mientras los futbolistas salían del vestuario y calentaban los músculos antes del trabajo.
Una de las rutinas que más llamó la atención del personal se desarrollaba cuando los guardias de seguridad cerraban las puertas y los periodistas se retiraban. Ocurrió unas cuantas veces mientras hizo calor. Mourinho se quitaba la camiseta y dejaba que el equipo terminara de prepararse bajo la supervisión de Karanka y Rui Faria mientras él se iba hacia otro campo, caminando solo, empequeñeciéndose en la lejanía, de cara al poniente. Se detenía, extendía la camiseta en el césped, se sentaba o se acostaba, y tomaba el sol. Siempre igual. Era metódico. La mayoría de los futbolistas fingían indiferencia metidos en los rondos o en los juegos. El único que se atrevió a interrumpirle fue el holandés Royston Drenthe.
—¡Pero míster...! ¿Qué hace?
—Es que estoy perdiendo el moreno.
Aquellos días de finales de agosto fueron los más serenos de toda la etapa de Mourinho en el Madrid. El hombre soñaba con emprender algo grande. Una obra de dimensiones desconocidas que trascendiera sus funciones como entrenador. No había día que no saliera a una conferencia en la que no pronunciara la palabra «construcción». Desde que, junto con Mendes, comenzó a negociar su contrato con José Ángel Sánchez, lo movió la determinación de iniciar una saga que culminase su carrera en la apoteosis de la grandeza administrativa. Después de conquistar su segunda Copa de Europa el hombre se sentía avalado para hacer algo más que entrenar. Su modelo era Sir Alex Ferguson. En su plan inicial, Mourinho no concibió Chamartín como una estación de tránsito. Una persona de confianza de Mendes dictaminó que el plan era instalarse: «Él creyó que en Madrid iba a ser el emperador. Creyó que se retiraría en Madrid. Lo creyó con tanta fuerza que se precipitó.»
Mourinho no puso su firma hasta que no quedó completamente convencido de que el Madrid le daría todo el poder para rediseñar la institución a su medida. El técnico creyó que su postura era lógica, puesto que estaba dejando al Inter tras ganar una Champions y era el Madrid quien le necesitaba y no al revés. Junto con Mendes establecieron sus exigencias y el club accedió a las dos condiciones fundamentales que pidieron. Por un lado, el control de lo que publicase la prensa, y por otro, la competencia absoluta en materia de gestión deportiva. Para Mourinho, disponer de margen para vender y fichar a discreción era algo tan decisivo como controlar toda la información que se produjera sobre él y el equipo. En Gestifute aseguran que el Madrid le prometió que contaría con el respaldo del 95 % de los medios de comunicación.
El proyecto que trazaron Mourinho y Mendes mientras negociaban la salida del Inter incluía el fichaje de Hugo Almeida, como muy tarde en el mercado de invierno. Almeida era el clásico punta de referencia. Espigado, desde sus 191 centímetros manejaba el juego aéreo con soltura. Era la opción perfecta para culminar el juego directo, ese pase largo que ahorraría el tránsito por el medio campo y brindaría al equipo otras alternativas en ataque y al entrenador un atajo en caso de dificultades para elaborar las jugadas. Como goleador no figuraba en las listas de prioridades de ninguno de los principales clubes de Europa: era simplemente correcto. Sus 13 tantos de media por temporada en cuatro años en el Werder Bremen no mejoraban las estadísticas de Higuaín o Benzema. Pero Almeida tenía una característica añadida que lo hacía especialmente atractivo: era el «nueve» más importante en la nómina de Gestifute a quien el mercado parecía darle la espalda. Las mejores ofertas que tenía eran de Turquía.
Hubo personas de Gestifute que, al enterarse de que Mourinho presionaba al Madrid para cerrar el traspaso de Almeida, intentaron persuadir a Mendes. Le previnieron de no saltarse los plazos para no perder credibilidad ante Florentino Pérez. El presidente, reflexionaban, podría acabar pensando que a Mourinho le interesaban tanto los negocios como la formación de una plantilla competitiva. En opinión de estos expertos, el plan de negocio más prudente habría constado de tres etapas. Primero, fichar jugadores excelentes. Segundo, ganar títulos importantes. Tercero, con el aval de los trofeos, comprar jugadores ordinarios y, acaso, sobrevalorados.
Mourinho rompió con este borrador de acción progresiva. Estaba tan seguro de su poder que intentó avanzar hasta la tercera posición en la primera embestida. En opinión de observadores de su entorno, el entrenador asumió suficientes riesgos con Di María y Carvalho. Empeñarse en Almeida fue una negligencia. Cuando al año siguiente se aferró a la Copa del Rey, un título menor, para exigir la contratación de Fabio Coentrao, dio un paso en falso definitivo. Pagar 30 millones de euros por Coentrao, un lateral zurdo de calidad inferior a la de Marcelo, supuso un traspaso récord para un suplente. No solo los directivos del Madrid comenzaron a recelar. Las personas de confianza de Mendes destacaron que a partir de ese momento la prensa y los clubes se pusieron en guardia. Y no solo en España.
Las personas de confianza de Mendes destacaron que a partir de ese momento la prensa y los clubes se pusieron en guardia
Tal vez por razones de imagen, la presencia de representantes en los entrenamientos del Madrid estuvo históricamente reservada a casos aislados: en la Ciudad Deportiva de la Castellana lo normal era que esperaran en el aparcamiento. En Valdebebas, el club acondicionó una zona para familiares y gente próxima a los jugadores y empleados. Mourinho redobló el rigor: arbitró normas para limitar las visitas al máximo. Había que pedir permiso con tres días de antelación y la mayoría de los allegados de los futbolistas acabaron por dejar de ir. La libertad de Mendes para moverse por el complejo contrastó con el clima restrictivo reinante. Los jugadores llegaron a pensar que Mendes aparecería cualquier día entre las máquinas del gimnasio, sorprendiéndolos en medio de una reunión. Esto no sucedió. Pero salvo en el gimnasio y en el vestuario, el hombre andaba por todas las instalaciones. Después del despacho de Mourinho, su hábitat era la cafetería. El bufet libre estaba a su disposición todas las mañanas. Desayunaba y comía con el cuerpo técnico, y se paseaba por las mesas bromeando con los jugadores, sobre todo con Cristiano, Di María y Pepe, con los que compartía una relación personal. El entrenador alternaba con todos. Le gustaba contar chistes, hacer risas. Aquella fue su fase más locuaz. «¡No os podéis ni imaginar el dinero que tiene este hombre!», les dijo a unos jugadores que desayunaban, señalando a Mendes. A la mayoría les pareció extraño pero hicieron un esfuerzo por mostrarse gentiles. Casillas ni se inmutó. El capitán comenzó muy pronto a mostrarse frío.
Mendes y su séquito solían bajar al terreno de juego para asistir a la última parte de los entrenamientos. En ocasiones, con invitados extranjeros a quienes querían presentar jugadores. Completado el trabajo, cuando los futbolistas emprendían la marcha hacia el vestuario, se encontraban a Mendes a pie de campo, a veces interponiéndose en el camino al vestuario o al gimnasio. Inmediatamente se formaban corrillos. Cristiano se acercaba para saludarlo y normalmente le seguían Pepe, Di María, Carvalho o Marcelo. Todos, menos este último, vivían bajo el paraguas administrativo del representante portugués y era corriente que tuvieran cosas que compartir. El grupo intercambiaba chanzas ante la mirada un poco desconcertada de los demás miembros de la plantilla, que poco a poco se fueron familiarizando con estas estampas. Los españoles se acercaban a saludar y le daban la mano al agente. Casi todos, de un modo u otro, procuraron convivir cortésmente con la situación menos Casillas. El portero ignoraba a Mendes. Hacía como que no existía. A sus 29 años, el capitán sentía que ya había cumplido con su cuota de formalismos de compromiso. Como dijo en una ocasión, la Copa del Mundo le había servido para liberarse: «Me he ganado el derecho a decir que no».
Casillas consideraba que la actividad de Mendes en Valdebebas era invasiva y que suponía una discriminación respecto a la mayoría de la plantilla, que no podía invitar a sus representantes, amigos o familiares sin tener que pasar antes por el filtro de la superestructura impuesta por Mourinho bajo principios poco claros. Lo creían todos los españoles del vestuario y lo compartían los antiguos empleados del club: el nuevo orden privilegiaba a quienes tenían vínculos con Gestifute.
La plantilla lo pudo atestiguar a los pocos meses de convivencia. Mendes se situaba en el vértice de la pirámide alimenticia. Era el único que no rendía pleitesía a nadie. La única persona ante la cual Mourinho se mostraba dócil era el agente. Lo que pensaran el presidente del club o los jugadores, al entrenador le traía sin cuidado. Se movía con desenvoltura. Le gustaba exhibir un punto de desenfado. Cuando se ponía al volante de uno de sus coches, el Aston Martin, el Ferrari o el Audi del club, era propenso a la bravuconería. Sobre todo si percibía que había alguien mirándole. Asistir a sus salidas pisando el acelerador a fondo, revolucionando el motor, consumiendo los neumáticos en una nube de humo blanco y olor a plástico quemado, era parte del espectáculo que ofrecía a quien tuviera la suerte de coincidir con él en la zona del aparcamiento. Mourinho se veía a sí mismo como un destacado piloto aficionado.
Quería reformar el Madrid hasta los cimientos y si no lo dejaban se iría a otra parte
La armonía espiritual de Mourinho tardó dos meses en comenzar a evaporarse. Probablemente, ese fue el tiempo que transcurrió hasta que empezó a sospechar que el Madrid no le daría el poder que le había prometido. El 16 de septiembre se anunciaron los primeros síntomas cuando el presidente de la Federación Portuguesa de Fútbol, Gilberto Madaíl, se trasladó a Madrid para solicitarle personalmente que se hiciera cargo de Portugal en la fase de clasificación de la Eurocopa de 2012. Lo insólito no fue la petición. Lo verdaderamente excepcional fue que Mourinho hiciera público el encuentro antes de reconocer en una conferencia de prensa que si no se ponía a trabajar para su selección no era por falta de ganas sino porque los dirigentes del Madrid no se lo permitían. «El Madrid tiene todo, todo, todo el derecho... —dijo— a poner algún obstáculo y si lo pone, por mínimo que sea, yo no puedo ir». En la misma comparecencia el técnico advirtió que él, particularmente, no encontraba dificultades en compatibilizar los cargos, puesto que en las dos semanas que la FIFA reservaba para las selecciones Valdebebas se quedaba sin apenas hombres para entrenar. «Si me fuese con Portugal iría con tres jugadores del Madrid: Pepe, Cristiano y Carvalho —explicó—. Y si me quedo aquí lo haría con tres: Pedro León, Granero y Mateos». Con esta elipsis, le recordó a Florentino Pérez que él no firmó un contrato solo para entrenar sino para administrar el club. Su mensaje al presidente fue resonante: estaba demorándose en darle el poder que le había exigido como condición para firmar su contrato. Quería reformar el Madrid hasta los cimientos y si no lo dejaban se iría a otra parte.
Las contrataciones de Carvalho, Di María, Özil, Khedira, Canales y Pedro León por un total de 90 millones de euros no colmaron los deseos de Mourinho. Primero, porque habría cambiado a Benzema por Hugo Almeida. Segundo, porque él no había fichado a Canales, ni a Pedro León: había dado el visto bueno a propuestas de Jorge Valdano, el director deportivo, y más que refuerzos los consideraba obstáculos en su proyecto. Tercero, porque le molestaba que Valdano siguiera presente en el organigrama, ejerciera de asesor presidencial y se hiciera oír en calidad de portavoz, función para la que el argentino había sido contratado en 2009. Mourinho quería nombrar un portavoz de su confianza. También quería elevar a Pepe y a Di María en la escala salarial por encima de Ramos y de Alonso. Pero Florentino Pérez le dio largas. Fue lo bastante astuto como para sugerirle que le respaldaría sin fisuras, y, al mismo tiempo, no hacer lo suficiente para traducir ese apoyo en hechos concretos. Preocupado en ganar tiempo, en probar sobre la competición la eficacia del método que proponía el entrenador, el presidente jugó con dos barajas. Ante Mourinho se mostró vanguardista. Luego ejerció una influencia dilatoria y conservadora.
Junto con Granero y Alonso, el murciano Pedro León Sánchez formaba parte de la prolongada hornada de centrocampistas que había producido la cantera española en la última década. Era uno de esos jugadores cuyo sentido del juego asociado había proporcionado a España una identidad futbolística. En la pretemporada con el Madrid había dado la impresión de estar físicamente a punto de afirmarse como el valor importante que vislumbraron los ojeadores del Chelsea, el Barga y el Milan. Su despliegue en el Getafe durante la temporada 2009-2010, esa combinación de visión de juego, audacia creativa y golpeo del balón, le había llevado a situarse entre los máximos asistentes de la Liga con nueve pases de gol. Solo lo superaron Alves (Barcelona) con 11, y Navas (Sevilla) con 10; y lo igualaron Valero (Villarreal), Xavi y Messi (Barcelona). Pedro León lo había conseguido en el Getafe, un pequeño equipo de la periferia de Madrid. Sin los goleadores del Barcelona, el Sevilla y el Villarreal. Cuando el Madrid pagó 10 millones de euros por incorporarle a nadie le pareció un mal negocio.
El modo de dominar la pelota, la coordinación entre el cuerpo y el objeto, la sensibilidad del pie, remitía a otra realidad social. A la época en que los niños no tenían ni televisión, ni consolas, ni McDonald's, ni teléfonos móviles, ni Dolce & Gabana. Solo balones. Para José Luis Mendilíbar, que fue su entrenador en el Valladolid, el chico parecía salido de la máquina del tiempo. Mendilíbar, que nació en Vizcaya en 1961, se emociona al recordarlo. «Ya no hay jugadores como Pedro León —decía—. Él es de otro tiempo. Y es un niño. Estoy seguro de que le das un balón en la calle y se pone a jugar. ¡Yo le tenía que echar de los entrenamientos!»
Pedro León siempre fue un muchacho de costumbres anacrónicas. Nació en Mula, un pueblo del interior de Murcia, y al carácter reservado de los montañeses sumó la educación severa de su padre, un guardia civil retirado por invalidez permanente tras sufrir un ataque, posiblemente de ETA. El régimen de casa era espartano, se rendía culto a la abnegación, al valor físico y a la discreción.
A Pedro León lo empalagaban los chistes y aborrecía los juegos electrónicos. Apenas le prestó atención a la vida social, a la música, a los bares de copas o a las admiradoras. Su primera novia fue la última. Vicente del Bosque lo decía de Munitis: «Tiene vicio por el fútbol.» Pedro León tenía vicio por el fútbol y dejó pruebas de su debilidad por donde pasó. Cuando jugaba en el Levante, en la temporada 2007-2008, sus compañeros contaban que se entrenaba por las mañanas en Buñol y recorría 200 kilómetros hasta Mula para jugar al fútbol sala con sus amigos. El verano que firmó por el Madrid, agobiado por el sedentarismo de las vacaciones de verano, se inscribió en un campeonato de fútbol siete a pesar del riesgo que corría de lesionarse. Era uno de esos torneos que duran 24 horas sin interrupción. «Las 24 horas de Caravaca.» Una maratón. Empezó un sábado y acabó un domingo después de emplear la madrugada en eliminatorias. Los ojeadores del Madrid, la gente que se ocupa de verificar la clase de vida privada que llevan los potenciales fichajes, habían emitido los informes más despejados que se recuerdan. Jorge Valdano lo confesaba encogiéndose de hombros: «Es un chico sano hasta la ingenuidad».
Pedro León prestó atención a la vida social, a la música, a los bares de copas o a las admiradoras. Su primera novia fue la última
El espíritu amateur de Pedro León contrastó con la noción industrial que predicaba Mourinho del fútbol, en donde los jugadores representan piezas asépticas en una cadena de montaje que el entrenador adapta a sus designios. Pedro León no lograba entrenarse con indiferencia cuando su técnico apenas contaba con él para la competición. La experiencia era insólita en su carrera. Nunca había ocupado un lugar tan marginal en un equipo y eso le quemaba por dentro. Iba a Valdebebas cada mañana como quien acude a la lucha. Apretaba los dientes. Se entrenaba como si fuera la última vez porque soñaba con ser titular. Su objetivo era ocupar la banda derecha: la banda que recorría el fichaje más caro del verano. El primer traspaso que había proporcionado beneficios al Benfica Stars Fund: Ángel di María.
La noche del Ciutat de Valencia, cuando Mourinho acusó a Pedro León de vanidoso y egoísta delante de sus compañeros, fue el segundo partido de Liga en que le hacía participar. Después de cinco jornadas disputadas en el campeonato local y una en Champions el murciano sumaba 60 minutos de acción por 340 de Di María. La conferencia de prensa de Auxerre fue el ataque público más explícito que Mourinho había lanzado jamás contra un jugador suyo. Probablemente, después de oírse a sí mismo, se dio cuenta de que necesitaba dar a lo sucedido carta de naturalidad. Nadie mejor para esa tarea que el propio Pedro León.
El técnico citó a Pedro León dos semanas después de regresar de Auxerre y le pidió que ofreciera una conferencia de prensa que él mismo se encargaría de supervisar. El procedimiento fue el mismo que Mourinho empleó cuando Karanka habló en público, o la mayoría de las veces que uno de sus jugadores ofreció una rueda de prensa oficial: se reunía con el hombre en cuestión, le formulaba las preguntas que imaginaba que le harían y le sugería las respuestas. Lo que Mourinho le pidió a Pedro León puede dilucidarse de la reiterativa exposición que tuvo lugar en la sala de conferencias.
—Hablé con el míster después del partido contra el Levante y yo ya sabía que había hecho cosas mal —dijo el chico, sin precisar exactamente cuáles habían sido sus errores futbolísticos—. Aquí no ha habido ningún castigo. Yo incluso me he sentido arropado por mi entrenador. El míster es el que manda. A mí no me sentaron mal las declaraciones del míster. Yo sé que cuando el míster se lleva bien con alguien suele decirle estas cosas. En ningún momento me he sentido mal ni ofendido. Si tengo que pedirle consejo a alguien, con la relación de amistad que tengo con mi entrenador, se lo pido a él. Yo con él me llevo muy bien. Tengo una relación muy buena. Yo sé que todo lo que él hace es por el bien del grupo y por mi bien. Y el equipo está muy bien...
El efecto propagandístico favorable al poder establecido parecía indudable. Pero a Mourinho no le acabaron de gustar algunas palabras empleadas por el jugador. Con el tiempo, el técnico prohibió con carácter general las conferencias de prensa que los futbolistas del Madrid habían ofrecido históricamente casi a diario. A Pedro León su aparición pública tampoco le sirvió para mejorar sus perspectivas profesionales. Jugó cada vez menos. El 3 de octubre, en San Siro, en la cuarta jornada de la fase de grupos de la Champions, el Milan ganaba 2-1 cuando el entrenador le llamó a falta de diez minutos para el final. Su contribución fue explosiva: metió el gol del empate (2-2) en la última acción del partido. Pero esto tampoco encontró compensación. El gol de San Siro fue lo último que hizo Pedro León en un terreno de juego en muchos días. No disputó ni un solo minuto en las seis jornadas que se sucedieron en Liga.
El abogado murciano José Sánchez Bernal, uno de esos 16 hombres que acompañaron a Florentino Pérez en la junta directiva, se apresuró a ofrecer la versión oficial sobre su paisano en el diario La Verdad de Murcia: «Tengo que aclarar que en absoluto nuestro entrenador le ha puesto una cruz —dijo—. Estoy seguro de que Pedro León terminará jugando muchos partidos en el Real Madrid y triunfará plenamente».
Florentino Pérez imaginó un gran parque temático al que los socios podrían acceder diariamente para compartir vivencias con los equipos del club
La visión de Sánchez Bernal da una idea de la disposición anímica y la información que manejaba una parte de la junta. En Valdebebas la realidad era más abrupta. El futuro de Pedro León en el Madrid era impracticable. El Chelsea y el Manchester City se pusieron en contacto con Jorge Valdano en diciembre y enero para interesarse por el futbolista, tanteando las posibilidades de una cesión con derecho a compra hasta el verano. Al enterarse, Mourinho rechazó esa posibilidad diciendo que le necesitaba. En la segunda vuelta de la temporada, sin embargo, le empleó todavía menos. Para los jugadores, como para los empleados próximos a la primera plantilla, las razones de la postergación de Pedro León son las mismas que luego inspiraron el arrinconamiento de Canales o Kaká. Tal y como armaba los equipos Mourinho, la presencia de estos futbolistas habría supuesto una grave amenaza para la continuidad indiscutible de Di María en el once titular. Puesto que el extremo argentino no podría competir con Cristiano ni con Özil sin que su inferioridad se pusiera de manifiesto, solo le quedaba un puesto que defender con holgura: el carril derecho. Mantener la condición de futbolista fundamental que Mourinho atribuyó a Di María implicaba orillar a los competidores serios que se desempeñasen bien en ese costado del campo.
La primera piedra de Valdebebas se colocó el 12 de mayo de 2004. En el transcurso del acto Florentino Pérez pronunció su discurso visionario: imaginó algo parecido a un gran parque temático al que los socios podrían acceder diariamente para compartir vivencias con los equipos del club.
—La nueva Ciudad del Real Madrid tiene un carácter incluyente —dijo el presidente—. Estará abierta a todos cuantos aman el deporte y deseen disfrutar de todas las posibilidades de entretenimiento que en torno al mismo puedan disfrutarse.
En las Navidades de 2010 Mourinho alcanzó la plena conciencia de que Florentino Pérez le escamoteaba el poder y las condiciones que él había exigido para llevar a cabo su lucha. No le bastaba con haber convertido Valdebebas, ese antiguo proyecto de feria permanente del madridismo, en algo parecido a un fortín cuyos habitantes acumulaban cada día más sospechas de que se privilegiaban los intereses de unos pocos. Necesitaba mucho más poder y algo le decía que no sería posible avanzar hasta completar su misión sin antes provocar un largo conflicto. La pacificación de la que hablaba José Ángel Sánchez no podría conseguirse sin una violenta transformación.
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Prepárense para perder. La era Mourinho 2010-2013. Diego Torres. Ediciones B, 2013
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Autor >
Diego Torres
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