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El Brexit sacudió al continente como un escalofrío. En las calles, este verano a veces calurosas, de Inglaterra, es aún habitual escuchar que los líderes de la campaña por el Leave no esperaban el resultado, y que alguno ni siquiera lo deseaba. Dicho resultado llegó por sorpresa. En la mañana de la votación la cotización de la libra repuntaba por el optimismo de los mercados. Poco después, se desplomaba como un peso muerto al comenzar a saberse que el país había optado por abandonar la Unión.
El shock fue tan intenso que ha llevado, para empezar, a una profunda reestructuración de la política británica, incluyendo una nueva primera ministra, un liderazgo de la oposición cuestionado, y la unidad territorial del Reino Unido de nuevo en entredicho. Pero no es sólo este país el que se plantea quién es y qué quiere ser. Ahora, también la Unión Europea se pregunta cómo seguir adelante. La cuestión de qué relaciones establecerá la Unión Europea con un Reino Unido post-brexit es fundamental. Pero para responderla hará falta contestar a otra pregunta, quizá aún más trascendente: ¿cómo debe construirse el proceso de integración europeo en los próximos años?
El debate está ya instalado en la esfera pública. Políticos, medios de comunicación, académicos y ciudadanos ya discuten sobre cómo debe ser la Europa del futuro, en una época en que ese futuro llega ya siempre tan rápido que parece abalanzarse sobre nosotros. En ocasiones, Europa parece definirse por sus paradojas: los euroescépticos siempre han acusado a la Unión de carecer de una sociedad civil realmente europea, pero ha sido el acto más radical de euroescepticismo --la salida de un país de la Unión-- el que ha puesto a la ciudadanía europea a hablar de nuevo sobre el proyecto de integración, sus déficits y sus méritos. Uno de los ejes centrales del debate, en los próximos tiempos, será el de cómo poner a trabajar juntos a países con visiones crecientemente divergentes sobre qué debe ser Europa. Y parece que empiezan a cristalizar --al menos-- dos posiciones fundamentales.
La primera es la idea de integración a la carta. Según esta visión, Europa debería abandonar toda pretensión homogeneizadora. Los países europeos ya no deberían tratar de avanzar todos hacia el mismo objetivo --una unión cada vez más estrecha--. Ni siquiera es suficiente con permitir que lo hagan a distintas velocidades. Al contrario: la pluralidad de objetivos y visiones sobre Europa de los distintos Estados debería ser reconocida, permitiendo a los países europeos integrarse sólo en aquellos aspectos que deseen. Ya hay algo de esto en la Unión. Por ejemplo, países como --precisamente-- Reino Unido han decidido, con el consentimiento del resto, no formar parte del espacio Schengen o no estar vinculados por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. En el caso que nos ocupa ahora, la integración a la carta podría permitir al Reino Unido formar parte del mercado común, pero sin aceptar por ejemplo la libre circulación de trabajadores. Los proponentes de esta integración a la carta parecen seducidos por la idea de que, dejando a cada país elegir en qué aspectos quiere cooperar o compartir soberanía, las tensiones políticas derivadas de visiones distintas sobre la integración se suavizarían, dando lugar a una gobernanza regional más ágil, armónica y respetuosa de las preferencias de los países.
La visión opuesta es la de la Europa de la condicionalidad. Tanto como la idea de integración a la carta, la Europa de la condicionalidad está arraigada también en muchos aspectos del diseño de la Unión. Un ejemplo es el requisito de aceptación de la democracia, la economía de mercado y el acervo comunitario para convertirse en Estado miembro. De hecho, el primero de estos aspectos, la condicionalidad democrática, tiene buena parte del mérito de que a día de hoy disfrutemos de un continente europeo formado por Estados democráticos casi en su totalidad. Esta misma condicionalidad es la que permite a la Unión, por ejemplo, intervenir para tratar de evitar el deterioro de la democracia en un país como Polonia, gobernado ahora por la derecha populista. Cuando se hable de los déficits democráticos de la Unión, que no faltan, debe recordarse también lo que la integración tiene en su haber a este respecto. Pues bien, con el Brexit otra forma de condicionalidad se pone sobre la mesa. Los líderes europeos han repetido que el acceso del Reino Unido al mercado común debe estar condicionado a la aceptación de la libre circulación de personas. La idea de condicionalidad no quiere decir que el proceso de integración deba ser homogéneo para todos los Estados, pero sí que hay un núcleo irrenunciable de objetivos que la integración debe defender. Esta aproximación es la contraria de la integración a la carta: la Unión tiene unos principios y una visión para el continente, y hará notar su peso económico y político para promoverlos.
¿Por cuál de estas dos visiones enfrentadas, integración a la carta o Europa de la condicionalidad, apostará el continente en el futuro próximo? Probablemente por ambas. De hecho, como hemos visto, ambas ya forman parte del ADN de la integración europea. Lo que importa es la proporción. En la Europa del siglo XXI, los dos niveles políticos, europeo y nacional, se superponen. La cuestión europea deviene un aspecto central de la política nacional, en ocasiones, paradójicamente, de la mano de partidos euroescépticos. A su vez, los intereses nacionales se vehiculan a través de los espacios políticos de la Unión. Por ejemplo, los gobiernos nacionales pueden apoyarse en el peso de las instituciones europeas para tratar de imponer sus preferencias en el continente.
Esto último es fundamental para entender el futuro de la integración. Si la Unión Europea y sus Estados miembros están relativamente cohesionados en torno a preferencias y visiones concretas sobre la integración, tendrán un mayor poder de negociación para imponer condicionalidades políticas a países como Reino Unido. Por el contrario, posturas divergentes dentro de la Unión pueden derivar en una posición de debilidad. En última instancia, una explosión de las divergencias acerca del modelo de integración dentro de la Unión podría conducir a mayor presión para virar hacia una integración a la carta, o incluso a una profunda reestructuración del proyecto europeo en su conjunto. Esto último parece hoy improbable. Pero el euroescéptico británico Nigel Farage ha anunciado ya una gira por Europa para promover referéndums “de independencia”. En una nueva paradoja, de las que definen a Europa, el líder de UKIP parece empeñado en europeizar su nacionalista Brexit.
En un mundo marcado por la presencia, cada vez mayor, de procesos de integración regional en todos los continentes, es impensable que Europa, que ha liderado los esfuerzos en este sentido, deje de tener el suyo propio. Casi con seguridad, Europa seguirá apostando por la idea de integración. Lo que no sabemos aún es cuál será su rostro.
Pablo Castillo es doctor en Derecho y Ciencia Política. Profesor de Derecho Constitucional Europeo en University of Sheffield (Reino Unido).
El Brexit sacudió al continente como un escalofrío. En las calles, este verano a veces calurosas, de Inglaterra, es aún habitual escuchar que los líderes de la campaña por el Leave no esperaban el resultado, y que alguno ni siquiera lo deseaba. Dicho resultado llegó por sorpresa. En la mañana de...
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Pablo Castillo
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