Crónica judicial / Gürtel
El pluralismo democrático de Luis de Miguel, ‘cerebro’ de la trama
Esteban Ordóñez 19/12/2016
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La cárcel contagia la sombra a sus habitantes, la sombra y una especie de apolillamiento. Se ve claro en Luis de Miguel, el acusado que vive en la prisión de Aranjuez y se defiende a sí mismo. El hombre carga con ese aspecto de criatura vencida que sólo se ve en los presidiarios y en quienes duermen en los cajeros, que al fin y al cabo es una forma distinta (oficial ni merecida) de vivir condenado. De Miguel tiene también la voz enfangada; a un primer golpe de vista parece una persona débil, sin voluntad, que mueve a la lástima; sin embargo, fue presuntamente un maestro manufacturero de la evasión fiscal: el arquitecto que ponía cimiento a los sueños de opacidad de muchas personas con poder de España.
El procesado por construir el edificio societario que permitió a Correa blanquear el dinero que expoliaba a través de adjudicaciones públicas quiso sacudirse la imagen de delincuente sacando a la luz su trayectoria cerca de la política. “Ya en el 77, formaba parte de la administración de UCD; era el que controlaba la pasta”. Y más tarde: “He tenido clientes de IU, también del PCE, diputados socialistas, no voy a decir nombres, y he tenido a algún embajador socialista”. Puro pluralismo democrático.
Trataba de insertarse en la normalidad del país. La esencia del delito es su naturaleza antisocial, contraria a la costumbre, y De Miguel pretendió mostrar que lo suyo no había sido más que una pieza del sistema político y económico de España. Aquí las cosas se hacían así.
El acusado duerme tras las rejas porque fue condenado a 21 años por ayudar al empresario Juan Ramón Reparaz a ocultar al fisco 16 millones de euros.
Lo de la Gürtel (antes de que se le pusiera una etiqueta mediática que le diera a este grupo de políticos y empresarios y otros tahúres un cierto aire de exclusividad) no era para él más que un episodio de su carrera. Un día Francisco Correa le dijo que quería presentarle a un amigo; era Guillermo Ortega y tenía un objetivo claro: “Igual que el señor Correa, él quería opacidad, como era alcalde…”. Negrear la pasta era una consecuencia del poder que no le extrañaba nada. El Rata acudió a él por lo típico, porque la oposición iba husmeándole detrás. El autor del libro Objetivo sin fronteras fiscalesle dijo que, bueno, y le aconsejó formar una sociedad para difuminar el pastel. “No querían ser opacos a la Hacienda Pública, sino a todo el mundo”, llegó a resumir.
Si nos basamos sólo en la escena de la declaración, es fácil dudar de la inteligencia del acusado. No vocalizaba correctamente, cada frase parecía gestarse después de un trabajo muy duro y lento de neuronas: “Y no sé a qué venía esta historia”, confesó en un momento, despistado, después de responder a algo que no le habían preguntado. Afeitado mal apurado, ropa afelpada por el uso, pelo graso, como lavado sólo con agua durante meses, papada. En general, parece empapado en ceniza. Cada vez que decía “no me acuerdo” daba la impresión de que aludía, realmente, a un agujero negro de su memoria, una laguna total, como si hablaran de la vida de otro. No mantenía las formas. Sacado del contexto de la sala, nadie aseguraría que estaba compareciendo ante un tribunal: “Hay que ser un poco más serio”, reconvino en cierto momento a la fiscala Concepción Sabadell. Una vez se rió y fue como si le doliera algo.
De Miguel afirmó que las operaciones e inversiones con las sociedades relacionadas con la trama se efectuaban todas bajo “instrucciones de Correa”. Negó, antes de que nadie le preguntara, que repartiera dinero a discreción a Álvarez Cascos, Luis Bárcenas o Jesús Merino.
Su estrategia para desembarazarse de los 18 años y medio de cárcel que le acechan por Gürtel fue delegar, agarrarse a que cumplía órdenes de sus clientes. Afirmó que le habían falsificado su firma muchas veces y, para las que no, esgrimió que primero había firmado un papel en blanco y luego alguien había añadido el contenido que, ahora, le implica en la causa. “¿Suele firmar usted muchos papeles en blanco?”, se escandalizó la fiscala. “Si son de amigos, sí”, zanjó él.
Sabadell y el procesado no se entendieron en ningún momento. Ella se empeñó en pedirle explicaciones de si sabía si los billetes de sus clientes procedían del delito y de por qué no lo investigó. Él fijó su filosofía de trabajo en una frase: “Yo lo único que veo son cifras”. Cifras y papeles de pisos que se vendían y recompraban y revendían entre Luis de Miguel y Guillermo Ortega; sociedades como pelotas de malabares que se creaban para Correa y luego usaba De Miguel, y más tarde, Ortega. Operaciones cuyo único fin era generar operaciones y crear una fantasmagoría empresarial.
Sin embargo, estas artes no las inventó él. Por lo común, ese mundillo funciona con acrobacias y quiso dejarlo claro: “En Suiza, lo que suelen hacerse son sociedades panameñas”.
El presidiario vertió durante toda su declaración quejas a las dificultades que ha sufrido para prepararse el caso, se lamentó de no haber podido acceder al sumario y de que sólo le permitieran leer el escrito de acusación días después de iniciado el juicio. Una indefensión que tampoco recriminó con demasiada pasión. Se le veía agotado. Cuando llegó el turno de su defensa, sacó un manojo de hojas de cuaderno arrancadas (podían verse los filos llenos de virutas), dobladas y escritas a bolígrafo. Comenzó a leer. Habló de sí mismo en tercera persona. Al oír su nombre pronunciado así, Luis de Miguel se convirtió en una cosa tan abstracta como las sociedades por las que se le acusa. Dicen que los corruptos corren el riesgo de acabar pareciéndose a sus delitos.
Concepción Sabadell siente una total falta de sintonía hacia los acusados. Su cara de interrogar recuerda a la periodista Ana Pastor: tiende al cabreo, se esfuerza mucho en que conste que no se deja vacilar y, en consecuencia, articula una medio sonrisa de desconfianza como sistema, a la que por supuesto le añade un toque canalla. Tiene razón en pensar (si es que lo piensa) que eso la hace más profesional porque, por algún motivo, siempre nos parece más competente el mosqueo que la cortesía. Sabadell mantuvo esa misma actitud ante Antonio Villaverde, el corredor de seguros de Correa para el que se piden 15 años y nueve meses de encierro.
Villaverde, nervioso, empezó con bastante educación y acabó rojísimo y soltando estufidos contra el micro cuando Virgilio Latorre, abogado de la acusación, le pidió explicaciones a distintas transferencias. Latorre traía ganas de fiesta y nombró una por una las operaciones como si le estuviera soltando bofetones con la mano abierta. El acusado gruñía y decía no recordar nada.
Villaverde usó la misma estrategia defensiva que De Miguel, a saber, que hacía lo normal en su trabajo en aquella época, que era hacer rendir al máximo el patrimonio que le confiaban, y que, además, había contado entre sus clientes a peces gordos, incluso ministros. Quizás por eso, por obnubilarse ante tantos grandes hombres como Correa, Villaverde nunca miró si la procedencia del dinero era lícita o no, ya fueran empresarios, cargos públicos u obispos. Hace quince años funcionaba así el cotarro, lo mismo que los movimientos de dinero desde cuentas suizas a cuentas españolas: era lo habitual, dijo, lo normal.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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