Crónica judicial
El concejal fantasma de la Gürtel
Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 5/12/2016
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El corrupto perfecto sería una persona sin rostro, hábil, vaporosa, a quien no podríamos llamar delincuente no sólo por el freno legal de la presunción de inocencia, sino porque se habría escurrido de los ojos y los dedos de los investigadores, que no habrían logrado grabar su nombre en el escrito de acusación. La existencia de ese corrupto perfecto requiere, a la vez, la concurrencia de un ignorante perfecto o un pardal temeroso, alguien, sin duda, de voluntad débil que se bañe en el fango pensando que es agua más o menos limpia y que, por lo tanto, no exija su parte de pastel por participar en el trampeo.
Esa contraparte, al parecer, declaró el día 5 de diciembre en la calle Límite. Fue Luis Valor San Román, exdirector del área de Nuevas Tecnologías del Ayuntamiento de Majadahonda, que no se cansó de repetir que su superior, o sea, el concejal Juan Carlos Díaz, era quien le indicaba lo que tenía que firmar y que él no ponía en duda las demandas de su jefe.
La piel de la cara del acusado, al mirarla, daba calor. Se le veían olear los nervios por todo el cuerpo. Tiró una botella de plástico al suelo al final. Dijo que se meaba. “Necesito veinte segundos; puedo aguantar, pero son veinte segundos. De tanta agua, estoy un poco tenso”. Hurtado aceptó, paró cinco minutos. Valor se levantó. El hombre, con su cabeza agachadita, caminando hacia la puerta, con prisa, pie a pie, nos generaba compasión.
Ante el interrogatorio asfixiante y nanométrico de la fiscala Concepción Sabadell, en el que las preguntas desfilaban por detalles concretísimos, un poco absurdos, Valor recurrió a dar cientos de sorbitos pequeños de agua. Ante tanta tensión, la mente necesita salidas y busca cualquier proceso mecánico y familiar que le ayude a mantener cierta sensación de control: alargar la mano, agarrar el plástico, girar el tapón, tragar, cerrar el tapón, apartarla, cogerla de nuevo.
Se supone, según el escrito de acusación, que este procesado hiperhidratado fue un colaborador necesario para la adjudicación de la Oficina de Atención al Ciudadano (OAC) de Majadahonda a las empresas gürtelianas Down Town y TCM, así como para la concesión de otros contratos menores. Por ese pufo, Correa pagó 240.000 euros en comisiones y a la vez se embolsó un mínimo de 359.000 euros, además de otros montos derivados de hinchar artificialmente los trabajos. Las de la Gürtel son facturas atascadas de anabolizantes.
Justo antes de terminar la sesión, al finalizar el interrogatorio del abogado defensor, intervino el juez Hurtado y realizó unas pocas preguntas. Algo poco habitual en el presidente del Tribunal. Usó un tono solidario, casi dulce. Se interesó por su inexperiencia en el sector público en el momento de asumir el cargo (al que accedió por oposición), por la edad que tenía entonces y quiso saber si la participación en todo el embolado le había aportado algo más allá que el cobro habitual de su nómina. Valor dijo que no, que sólo recibió su salario.
El acusado negó conocer a Crespo y a Correa. Relató su intervención en la OAC: “Yo no entro en los términos de contratación, a mí me dicen que hay unos pliegos de un contrato que se quiere sacar, que está muy avanzado, que había otra persona que lo llevaba y que ya no está en el ayuntamiento”. Acababa de incorporarse al equipo municipal y no se le habría ocurrido contradecir las órdenes: “Yo hacía sólo lo que me pidieran, hay que hacer esto, se hacía, ya está, y le perdía la pista”. Tampoco le sorprendió que sólo se presentara una empresa al concurso.
La fiscala escarbaba en busca de intencionalidad, quería saber por qué él, con su capacitación técnica, había dado por bueno el pliego de condiciones. Y él, continuamente, remitía a su jefe: “La concesión de los contratos la llevaba Juan Carlos Díaz, el concejal, de primera mano”, señaló.
Sabadell indagaba; la impaciencia le achispaba los ojos cada vez que oía la palabra “concejal”. Valor reincidía cada tanto: “No intervine, y firmar, si mi concejal me lo mandó firmar, pues lo firmaría”. Por otro lado, a los trabajos de la OAC se les concedieron unas prórrogas que, como reconoció Valor, se salían de la normalidad. Sin embargo, igualmente, él las validó. Corrían los meses de marzo y abril de 2004. Habría firmado cualquier cosa. Su cabeza estaba en otra parte: en los atentados del 11 de marzo había perdido a su cuñado, al novio de su hermana pequeña.
El procesado dejó su firma en decenas de papeles comprometedores. Se proyectaron varias facturas de Special Events de servicios que ni siquiera correspondían a su ámbito, como accesorios para baños o gastos del departamento de la familia. Él las leía y confirmaba que esa era su firma y decía no sé, no creo, si me lo dio el concejal. Observaba probablemente sin enterarse bien. El juez le dijo que leyera si quería, él fingió hacerlo y dijo que ya, pero era imposible que le hubiera dado tiempo.
Se le veía rechoncho, con una raya partiéndole el pelo por el medio que reforzaba su tristeza general y le añadía un aire de preescolar peinado por su madre. No sé, no creo, si me lo dijo el concejal.
El único recurso al que podemos recurrir para ver la cara de ese corrupto perfecto del que hablábamos nos lo ofreció Guillermo Ortega El Rata. Fue un gesto, una fracción de segundo. Estaba ladeado, ofreciendo el perfil izquierdo a la prensa mientras revisaba en la pantalla las facturas selladas y rubricadas por Valor. De pronto, dirigió a su abogado una mirada pícara, maliciosa. Su letrado respondió con una sonrisa cómplice y, para disimular, se pasó una de sus manos enormes por su barba de vikingo saludable. ¿Sería esa misma la cara que estaría poniendo el concejal fantasma al oír a Valor desde su casa?
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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