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Hablo con un monje. Me gusta ese pollo. Es una de las personas más cultas que conozco. Es vehemente. Golpea con la mano sobre la mesa cuando cree tener la razón, y ríe con toda la boca cuando escucha algo gracioso. Por lo demás, no somos muy distintos. La gran diferencia es que él tiene fe. Yo, ni gota. Lo que, ahora que lo pienso, no es mucha diferencia. O, al menos, podemos compartir mundos comunes en nuestras conversaciones.

Un día, por ejemplo, me dijo, hablando de no sé qué libro, que no nos podemos guiar por nuestro propio corazón, o estaríamos perdidos. Cuando dijo eso, su expresión me era familiar. Era la de alguien que sabe lo que es perderse. Hace pocas semanas nos vimos. Acabamos hablando, por primera vez, de la vida monástica. Le pregunté qué era lo peor de ella. Sin dudarlo, me dijo que la obediencia. Tras unos segundos de silencio me dijo que era "terrible". Luego, "humillante". Luego, "inhumana". Finalmente, culminó con un "es imposible aceptarla o acostumbrarse a ella".

En ningún momento me explicó el funcionamiento de la obediencia en una orden, o alguna anécdota que la ilustrara. Pero comprendí al instante lo que me estaba explicando. La ausencia de alguna pregunta por mi parte indica que la conozco de manera íntima. Te llega a través de la pantalla de un cajero automático, o de las páginas de un diario. La ves en los escaparates, o sentado en una mesa. Vas en el metro y escuchas voces que son ella. Y sí, es terrible y humillante. Y no, no es humana. Es imposible, además, aceptarla o acostumbrarse a ella.