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Un nombre es un tatuaje. Durante años intenté saber cómo había llegado el mío, de claro origen judío, a la familia de mi padre, de larga tradición católica, que se empeñaba en repetirlo generación tras generación, acompañado de un catalizador cristiano: Raquel Cristina es mi tía; Raquel María, mi prima, y yo acabé siendo por un berretín de último momento de papá, tan amante de la historia como de la argentinidad, Raquel Patricia, en homenaje al Regimiento de Patricios, el primero de estas tierras.
Mis hermanos y yo diluimos la costumbre de ponerles a nuestros hijos los nombres de otros, pero jamás conseguí enterarme de por qué se inició esa línea de raqueles ni la de rafaeles o fernandos. Aunque el afecto y la memoria hayan justificado persistir en ellos.
En la ficción, el nombre tampoco es neutral. Es evidente en los escritos satíricos o humorísticos, pero más allá del género, siempre connota: allí está el Harry Hole del éxito de superventas noruego Jo Nesbø, un detective cuya vida personal se parece cada vez más al agujero que le perfora el apellido o la seguidilla de mujeres transparentes de Isabel Allende en La casa de los espíritus: Nívea, Clara, Blanca, Alba... Un libro que narra la historia de una familia chilena, los Trueba, de la época poscolonial hasta la llegada de los militares al poder, y que empieza, justamente, llegando a las Pascuas: con los apuntes de Clara en su diario personal un Jueves Santo.
El nombre cuenta, dice, expresa, aunque no sea más que la intención del autor de dar cierta verosimilitud a sus personajes, de que suenen reales. Nora García, la protagonista de las originalísimas historias de Margo Glantz, es todo menos convencional y, sin embargo, su nombre nos sabe a barrio, a tango casi (una de las fascinaciones de Glantz, por cierto). Algunos escritores tienen un método que los libra de azares y perezas, resuelve pronto el tema y les permite dedicarse a escribir la historia que tienen entre manos.
Juan Rulfo, por ejemplo, buscaba los nombres de sus personajes en las lápidas, le oí contar una vez al también mexicano Juan Villoro, que en el mismo pase reveló su propia dinámica: "Mi cementerio imaginario son las alineaciones de fútbol". Así el autor de El testigo escogió como protagonista de esa novela suya a Julio Valdivieso, inspirándose en el mejor jugador de fútbol que tuvo Bolivia (aunque el original se escriba con B). El Valdivieso de ficción resulta ser por obra y gracia de Villoro un académico de renombre, exiliado en Europa durante su juventud, que vuelve a México tras la caída del PRI como experto en poetas olvidados.
En América Latina el fútbol parece ser una inspiración compartida por muchos escritores a la hora de darle a sus páginas sabor a realidad. El argentino Martín Kohan (hincha fanático de Boca Juniors) recurre habitualmente a viejas formaciones y a segundas figuras de distintos clubes para bautizar a algunas de sus criaturas. Su coterráneo Ricardo Piglia prefirió, en cambio, la introspección y encontró a Emilio Renzi en su propia casa: tomó su segundo nombre y el apellido de su madre y compuso de ese modo a su álter ego de ficción. Renzi vive en los cuentos y novelas del autor de Respiración artificial algunas de las vidas (la de periodista, por ejemplo) con las que Piglia ha coqueteado a lo largo de los años.
En una entrevista reciente, a propósito de En presencia de un payaso, su nueva novela, el escritor español Andrés Barba reconoció que su indiferencia por los nombres es tal que en algunos de sus libros los personajes ni siquiera tienen uno. O que procesador de texto mediante, los cambia a último momento.
El británico David Lodge ha ido más lejos todavía: en How Far Can You Go? cambia de opinión en la página, vacilando sobre el nombre que mejor conviene a sus criaturas ante los lectores, como un modo de "romper el marco" de la convención literaria y poner en evidencia el armado de la historia.
Quien quiera divertirse a propósito de los equívocos que pueden darse en materia de nombres, queda invitado a zambullirse en la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster. Las tres nouvelles que la integran -’Ciudad de cristal’, ‘Fantasmas’ y ‘La habitación cerrada’- sacuden los estereotipos de las novelas de detectives, los sazonan con un poco de escepticismo posmoderno y reflexionan con humor sobre la arbitrariedad de los signos y la imposibilidad de atar significante y significado, haciendo del absurdo virtud: -Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Muy interesante. Y tin. Y tintín. Y alevín. Y gin. Hmmm. Sí, muy interesante. Me gusta enormemente su nombre, señor Quinn. Se dispara en varias direcciones a la vez.
Un nombre es un tatuaje. Durante años intenté saber cómo había llegado el mío, de claro origen judío, a la familia de mi padre, de larga tradición católica, que se empeñaba en repetirlo generación tras generación, acompañado de un catalizador cristiano: Raquel Cristina es mi tía; Raquel María, mi prima,...
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Raquel Garzón
Raquel Garzón es poeta y periodista. Se especializa en cultura y opinión desde 1995 y ha publicado, entre otros libros de poemas, 'Monstruos privados' y 'Riesgos de la noche'. Actualmente es Editora Jefa de la Revista Ñ de diario Clarín (Buenos Aires) y Subdirectora de De Las Palabras, un centro de formación e investigación en periodismo, escritura creativa y humanidades.
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