La gota que cae sobre mojado reabre el debate y la reflexión sobre el hecho de que el fútbol sea cobijo recurrente de actitudes violentas, xenófobas y, esto era lo que nos faltaba, de celebración de esas conductas que la sociedad ha reputado tan nocivas y execrables como para recogerlas en el Código Penal. Reabre el debate y la reflexión, naturalmente, para aquellos con capacidad para debatir y reflexionar y, entre ellos, para los que están dispuestos a perder su tiempo y anteponer el asunto a otras cuestiones más atractivas. No reflexionarán ni debatirán quienes han hecho de la embestida su modo preferente de interacción con el mundo y con los demás (tantos, por desgracia, entre nosotros), pero tampoco quienes prefieren velar por sus intereses antes que tomar medidas efectivas para acabar con estas manifestaciones que nos degradan y nos retratan a la luz menos favorable.

Es una cuestión interesante la de por qué es el fútbol una especie de imán para los peores energúmenos de la sociedad. Hay quien dice que la culpa es de la propia sociedad, que genera los energúmenos, y que el fútbol es una inocente víctima. Hay quien apunta, es un argumento curioso, que en el fútbol, acontecimiento medular de nuestra sociedad, se dan las más grandes aglomeraciones de gente, y que los energúmenos buscan la masa para poder soltarse a placer. No podrían hacerlo en un partido de waterpolo, alegan, donde se les pillaría en seguida.

Cuesta a este distante observador suscribir esas eximentes o atenuantes, según se mire, que tan convenientes resultan, verbigracia, a la hora de cargarle al Estado los ingentes gastos de seguridad que generan no pocos partidos. Algo hay en la propia estructura narrativa del fútbol (basada en el dilema binario entre ganar y perder, entre que la bolita entre o no) que genera expectativas que sólo cabe colmar o frustrar, una tensión que o se traduce en euforia o degenera en furia, y que arrastra especialmente a cierta clase de personas. Hay más gente un sábado en la Feria del Libro, y no se dan en ella comportamientos como los que vemos en los estadios. Quizá los libros no atraigan tanto a los que hacen del insulto y el desprecio al otro su divisa.

Pero sobre todo, algo falla en quienes, desde dentro del fútbol, conviven, contemporizan o incluso favorecen a quienes hacen del exabrupto su manera de estar en el campo, animar a su equipo y acogotar al rival. Prevalece, para ellos, su afición o su negocio. Lo que no se comprende es que quienes velan por el interés común no les manden señales persuasivas para animarles a una mayor diligencia en la erradicación de estas conductas. Serviría cerrar campos, o regular por ley la descalificación de las competiciones de aquellos equipos cuyas aficiones, por su propensión a injuriar o delinquir, crean la necesidad de ponerles esos policías que tanto se necesitan en otra parte; para proteger, por ejemplo, a las mujeres que sufren la ira de los energúmenos.