Lectura
Vida y guerra en Damasco
Capítulo del libro ‘¿Por qué Damasco? Estampas de un mundo árabe que se desvanece’
Tomás Alcoverro 12/04/2017
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25 de julio de 2013
Desde hace muchas décadas Damasco vive en mi corazón. Fue en el verano de 1965 que la visité por primera vez, cuando aún no había empezado mi aventura de corresponsal en Oriente Medio. Nunca hubiese podido imaginar que esta ciudadela baasista, que esta capital de los Omeyas, que los sirios consideran como una de las poblaciones más antiguas del mundo, y que los nacionalistas con orgullo llamaban el “corazón de los árabes”, se precipitase en este infierno de una guerra civil de mil rostros ocultos.
Apenas un centenar de kilómetros separan Beirut de Damasco. Esta carretera, por la que pasan miles de viajeros sirios que se refugian en el Líbano, se ha convertido en el cordón umbilical más fuerte entre Siria y el mundo exterior. No es extraño que los rebeldes −el Ejército Libre Sirio− haya amenazado con declararla “zona de guerra”. Casi todas las demás carreteras, incluyendo la del aeropuerto damasceno, son peligrosas o por lo menos inseguras. Como ocurría en Beirut en los años de su larga guerra de 1975 a 1990, que tantos aspectos va teniendo en común con la de Siria, la presencia de unos cuantos francotiradores es suficiente para ahuyentar a viajeros o transeúntes.
Los damascenos se han acostumbrado a soportar las fuertes explosiones que día y noche retumban en la ciudad, al ruido de los vuelos de combate
Por la larga avenida Mezza, atravesando la gran plaza circular de los Omeyas con sus altos surtidores y los céntricos barrios de la capital, con interminables embotellamientos del tráfico, provocados por los cada vez más frecuentes controles militares, llegué al barrio de Bab Tuma −la puerta de Tomás−, el antiguo barrio cristiano amurallado de Damasco. Eran días de Semana Santa y sus iglesias de diferentes ritos tenían las puertas abiertas de par en par.
Entré en la catedral greco-ortodoxa, en la Calle Larga de la conversión de San Pablo, el templo cristiano más espacioso y bello de Siria, donde está también el patriarcado greco-católico. Después visité la pequeña catedral siriaco-católica, muy cerca de la iglesia armenia ortodoxa, y de la catedral maronita, lindante con el convento de los franciscanos. En sus alrededores viven estos cristianos entre las antiguas puertas de Bab Tuma, Bab Charqui y Bab Kissan. La calle de Bab Tuma divide el vecindario de casas de fachadas modestas, que a menudo esconden amenas viviendas con patio florecido, ceñido de habitaciones en torno a un surtidor de mosaico, puertas con dovelas blancas y negras, ventanas, pequeñas galerías con celosías. Es el antiguo encanto de esta ciudad recoleta, regada por los canales del río Barada, este aprendiz de río damasceno.
En su laberinto hay hornacinas de vírgenes con macetas de flores, verjas de iglesias con esquelas de sus muertos bajo el signo de la cruz, modestas tiendecitas, cafés Internet. Sus hoteles coquetos, sus restaurantes en viejas mansiones, sus bares con alcohol, su embrionario barrio para escultores, pintores y artistas tienen un aire mortecino.
La capital de Siria es una extensa ciudad de gran diversidad confesional y étnica, no sólo una ciudad de mayoría musulmana suní, sino un centro urbano de antigua tradición cristiana, donde residen también en gran número drusos y alauíes
Los oficios de Semana Santa fueron más fervorosos que los de los años anteriores. Mujeres y hombres endomingados de esta minoría cristiana −hay dos millones de creyentes en Cristo en Siria, menos del 10% de su población− entonaban himnos religiosos, elevaban sus preces al cielo en distintas lenguas: árabe, siriaco, latín o armenio. Sus coros de hermosas voces quedaban, a menudo, ahogados por las explosiones que retumbaban en los barrios periféricos en guerra, en esta ciudad cada vez más asediada por los rebeldes.
En la iglesia de los franciscanos, muy concurrida, fray Raymond Girgis, sirio de nacionalidad, reputado canonista oriental, me explicaba que en esta Semana Santa había más afluencia de feligreses. “Muchos cristianos de Alepo, de Homs, de Deraa, del Rif, de suburbios de la capital, se han refugiado en el centro de Damasco, más seguro. Quizá este fervor se deba a su necesidad de aferrarse a la fe en estos tiempos turbulentos de guerra e incertidumbre”.
Para facilitar su asistencia se adelantaron los horarios de las misas y fueron suprimidas las procesiones en los aledaños de las iglesias. El barrio se animó con estas fiestas religiosas, señal de identidad de los cristianos. Ante las iglesias, vigiladas por militares, se congregaban grupos de muchachos y muchachas para conversar y hacerse fotos con sus flamantes teléfonos móviles. A través de muchos altavoces de las tiendas de Bab Tuma se difundían las canciones e himnos de la Semana Santa, la voz inmortal de la cantante libanesa Feiruz, que tradicionalmente entona estas plegarias anuales. Los damascenos se han acostumbrado a soportar las fuertes explosiones que día y noche retumban en la ciudad, al ruido de los vuelos de combate. El humilde repicar de campanas de Bab Tuma apenas se oye en su pequeño vecindario.
Damasco es una extensa capital de gran diversidad confesional y étnica, no sólo una ciudad de mayoría musulmana suní, sino un centro urbano de antigua tradición cristiana, donde residen también en gran número drusos y alauíes, cuyos territorios originales se encuentran en el sur y en el litoral mediterráneo de la república, además de una población kurda arraigada en el monte Qasium que domina la capital. El barrio de Meze 86 se llama así porque en sus colinas se había asentado un batallón, antaño muy famoso. Son casas de basta construcción, encabalgadas en sus abruptas laderas bajo las que se extiende la ciudad. Damasco es una metrópoli con vastos suburbios que los urbanistas llaman “barrios informales”, en los que se hacinan desde 1980 pobres inmigrantes rurales. La ciudad cuenta con dos provincias: la de la capital, propiamente dicha, y la del territorio circundante en el que están las zonas más rebeldes como Dunmma, Harasta y Jobar.
Muchos vecinos del Meze 86 son militares, a menudo oriundos de Kardaha, en la montaña alauí, cuna de los Asad. Recorriendo sus empinadas y desangeladas calles, de modestas tiendas y viviendas, me llaman la atención las innumerables fotografías de jóvenes muertos pegadas en las paredes. Son los mártires de las fuerzas armadas caídos en la guerra contra los insurrectos. Los muros estaban embadurnados de esquelas, de pasquines de los seguidores del régimen, de grandes retratos del presidente y de su padre, al que sucedió en aquel verano del 2000, el año de sus promesas de una “primavera política” de Damasco que nunca cumplió. Meze, con sus accesos bien guardados, es una espartana ciudadela alauí incrustada en la capital. Nuestro taxista, vecino de Jobar, uno de los más activos focos de los radicales suníes enemigos del poder, rehusó penetrar en el barrio por temor a sus centinelas.
Los barrios más seguros pertenecen a la provincia de la capital, desde los de la población residencial como Melki y Abu Rumaneh, a zonas populares musulmanas, o al privilegiado sector cristiano de Bab Tuma, bien protegido por el ejército. En el extenso cinturón de miseria los insurrectos desafían con frecuencia cada vez mayor a las tropas regulares.
Del mismo modo que en el Beirut de antaño, hay dos negocios que prosperan en Siria: la venta de grupos electrógenos y lápidas funerarias. Damasco se ha hecho una ciudad más insegura, aislada, triste
La geografía militar de Damasco tiene mucho de sociología urbana. Hay barrios como Jaramana con pocos atentados y explosiones, donde vive una población mixta de drusos y cristianos, con un núcleo musulmán que ha ido creciendo en los últimos años. Pero las explosiones, obra tanto del ejército como de los rebeldes, los atentados con automóviles trufados de bombas, los ataques y disparos a edificios públicos, no detienen su vida cotidiana. Aunque se pueda considerar que la capital es frente de batalla, no está dividida por líneas militares, ni barricadas. Hay, sí, zonas más seguras como las que se encuentran bajo autoridad gubernamental, y zonas más peligrosas donde los rebeldes, atrincherados entre la población civil, resisten los fuertes ataques militares lanzados para erradicarlos.
Esta extraña guerra a la que se libran es, a la vez, guerra de guerrilla urbana y compleja guerra de datos estratégicos que procuran sus respectivos servicios de inteligencia. Si bien no hay posiciones fijas, se lucha con una gran movilidad tanto desplazando las bocas de fuego como eligiendo los objetivos cambiantes. Es también una guerra psicológica que hace mella en la población, ya habituada a este ritmo impuesto, pero que no puede dejar de vivir en vilo permanente. La vida de los damascenos que ya han perdido su vulnerabilidad me evoca cada vez más la de los beirutíes durante su guerra. Es muy difícil describir esta realidad de claroscuros en la que la excitación de las armas no perturba, radicalmente, el normal fluir de los días. En la ciudad no falta nada –zocos y tiendas están abiertos, aunque los precios se han triplicado en pocos meses− pero sí que escasea el gasóleo que transportan camiones desde la frontera libanesa. Los niños van a las escuelas, y el Estado sigue manteniendo sus servicios públicos así como las subvenciones de productos de primera necesidad, como el pan o las ayudas hospitalarias.
Del mismo modo que en el Beirut de antaño, hay dos negocios que prosperan en Siria: la venta de grupos electrógenos y lápidas funerarias. Damasco se ha hecho una ciudad más insegura, aislada, triste. El régimen que presumía de controlar la capital ha tenido que echar mano de otras tácticas defensivas. En Jaramana, en Bab Tuma, en Meze, en Abu Rumaneh, vi patrullas de los “comités populares”. Son voluntarios, jóvenes o cincuentones, bien armados que, apostados en esquinas y lugares céntricos, velan por la seguridad de sus vecinos. Suplen, refuerzan al ejército regular. “Jaramana −me decía Akram Musa, uno de sus habitantes de la comunidad drusa− si no fuese por estos voluntarios, ya habría caído en manos de los rebeldes”. Estos milicianos encuadrados en la defensa civil reciben sus soldadas de Rami Majluf, el multimillonario hombre de negocios, primo del Rais Bachar El Asad. Antes, en Homs fueron estos comités populares los que defendieron a los habitantes alauíes de los rebeldes. La explosión de obuses de mortero, disparados sobre todo a partir del mes de febrero, ha agravado el sentimiento de inseguridad de los damascenos.
Vuelvo a contemplar la capital desde el restaurante giratorio del hotel Cham, que continúa abierto. Desde mi mesa descubro muy lentamente su paisaje urbano: el parque del club militar Uadi, la calle Salhie, el monte Qasium, el palacio del pueblo o residencia del Rais, la ancha fachada blanca del Banco Central o la Gran Mezquita de los Omeyas, sobresaliendo del caserío. Pero ahora, un mediodía cualquiera, veo, de vez en cuando, en el cielo de la antigua ciudad, “corazón de los árabes” donde convergen todos los caminos del Oriente Medio, la humareda de una explosión. Horas antes, como me cuenta Aida Shami, una empleada comercial alauí, todos comentaban horrorizados en la capital las fatuas o decretos religiosos promulgados por un jeque integrista tunecino sobre la Yihad al Nikah (la “guerra santa sexual”), en las que incitaba a las jóvenes tunecinas a viajar a Siria para satisfacer las necesidades sexuales de los yihadistas o combatientes de la guerra santa. En otros textos se había dispuesto que las mujeres de las minorías religiosas como alauíes, drusas, cristianas, ismailíes o kurdas podían ser consideradas como botines de guerra. Esta horrenda guerra civil ha provocado la demonización del enemigo, la deshumanización del Otro. Si para unos el régimen de El Asad es bárbaro y sanguinario, para éste sus adversarios son simplemente terroristas a sueldo de los tiránicos y oscurantistas principados árabes del Gofo Pérsico, de gobiernos de Occidente, fanáticos voluntarios extranjeros que se han ensañado en destruir un país de antigua civilización y de gran diversidad en su composición social, para imponer su califato despótico y medieval.
En esta guerra civil interminable y escandalosa, hay además del enfrentamiento de los rebeldes contra El Asad, la lucha entre regímenes, el combate en Oriente Medio entre persas y árabes, la batalla o fitna de suníes y chiíes, el forcejeo de organizaciones terroristas que quieren imponerse sobre los grupos insurrectos, una suerte de renovada guerra fría de Rusia y los EE.UU. Cenando, a la luz de las velas, como en los días de los combates de Beirut, en casa de Moshen Bilal, exministro y exembajador, doctor en medicina, muy vinculado al presidente El Asad, del que fue profesor, me sorprendió al afirmar que el año próximo “habrá elecciones, el presidente se presentará y volverá a ganarlas”. Yo le había preguntado si al final de su mandato en el 2014 podría vislumbrarse un compromiso para una transición política en Siria.
El terror golpea Damasco y sus habitantes se encierran de noche en sus casas. No me fue fácil encontrar un taxi para regresar a Bab Tuma. En el Restaurante L’Oriental, cabe al patriarcado greco-católico, me dejó boquiabierto la explosión de alegría de una fiesta de mujeres escotadas, de ceñidas minifaldas, de elegantes trajes largos, enjoyadas y maquilladas, de caballeros endomingados y con corbata, de adolescentes que, frenéticamente, bailaban ritmos estadounidenses entre las mesas. Una pareja de novios celebraba ostentosamente su banquete de nupcias bebiendo champán, besándose con pasión, ante los flashes de las cámaras fotográficas, de los teléfonos móviles de los comensales. Encaramado en el brocal de un surtidor, el novio, exaltado, entonando patrióticas canciones a Siria, a la gloria de su ejército, blandía la bandera nacional. “Siria es fuerte, viva Rusia”, clamaban los invitados, ya muy avanzada la medianoche dominical.
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Tomás Alcoverro es corresponsal de La Vanguardia en Beirut.
Su último libro ¿Por qué Damasco? Estampas de un mundo árabe que se desconoce. se ha publicado recientemente en la editorial Dïëresis.
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Tomás Alcoverro
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