El Hacha
El alma del Calderón
Un último adiós al estadio rojiblanco, un repaso a los momentos más brillantes y un sentimiento de nostalgia
Rubén Uría 19/05/2017
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Vista del Estadio Vicente Calderón, 2013
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Cuando te arrebatan tu club, cuando te tiran el estadio que pagaste con tu dinero, cuando te cambian de casa sin pedir opinión y los días de guardar, también te cambian el escudo, sin que nadie denuncie, proteste o monte un cisco, es porque nadie quiere meterse en problemas. Todo en orden. Asumido y procesado. Dejen que no pierda una sola línea en mencionar a los que son lo que son e hicieron lo que hicieron. Ojalá acierten. Que su impostura de la era de la modernidad, los accesos, los tornos, la seguridad, la superficie y el confort, en este éxodo forzoso, no sea un buen negocio para dos y uno funesto para miles. Ojalá que todos esos que, como canta Sabina, para entender lo que pasa, tienen que haber llorado dentro de su casa, estén felices con el cambio dentro de unos años. El Calderón, que nunca persiguió la gloria de dejar en la memoria de los hombres su canción, deja, a cambio, un vacío sentimental. Uno que podremos llenar a base de toneladas de nostalgia. Esa casa, que pagaron los socios del Atleti, peseta a peseta, con esfuerzo, nació junto al río, con piel de cemento y hormigón, el 2 de octubre de 1966, porque el Metropolitano ya no aguantaba más parches y tenía achaques. “Ya estamos en nuestro campo / y nadie nos ha humillado / Mientras ellos van de pie / nosotros todos sentados”. Fue el hogar de un sentimiento. Uno que va más allá de las acciones, de las sociedades anónimas, de descensos e intervenciones, de conquistar títulos o no, incluso de ganar o perder. Adiós, templo. Adiós, lugar sagrado.
En las tripas del Calderón la tribu rojiblanca cantó los goles de Luis, las galopadas de Ayala, los caños de Luis Pereira y las chilenas del mago Leivinha. Allí se le tributó un merecido homenaje al ídolo de todo buen atlético, José Eulogio Gárate. En esa casa se festejaron los tantos de Rubén Cano, los pases de Leal, los cabezazos de Arteche, los disparos de Landáburu y las llegadas de Marina. En ese centro neurálgico de una pasión inexplicable, el Atleti, el piso retumbó con las carreras eléctricas de Futre, con los pases medidos de Alemao, con la clase de Donato y el olfato de gol de Manolo. No hubo enfermedad ni aluminosis que valga cuando el Calderón fue testigo de la genialidad de Kiko, del embrujo de Caminero, de los envíos milimétricos de Pantic o del Radomir te quiero. Nadie protestó por el frío, ni siquiera por esa humedad que cala hasta los huesos, cuando el Calderón se convirtió en un barrio de Esparta gracias a Simeone. Y nadie que estuviese allí podrá olvidar jamás los remates de Falcao, las cabalgadas de Costa, los frentazos de Raúl García, la jerarquía de Godín y por descontado, a un señor con dos pelotas y un balón, con la cinta de capitán, que se llama Gabriel Fernández. A todos esos mitos, ritos y símbolos en rojo y blanco los vimos ahí, en el Calderón. En casa.
Después de más de mil tardes de pasión inexplicable, de más de mil domingos, el Vicente Calderón ha sido el hogar de una tradición maravillosa
Legendario, colosal, gigantesco, gélido pero a la vez, caluroso, el Calderón escribió las páginas más bellas y traumáticas de la historia atlética: alirones, finales de Copa, intervenciones judiciales, descensos, añitos infernales, ascensos, dobletes y conciertos. Y sobre todas las cosas, fue el último bastión de una religión en rojo y blanco que, tras cada homilía colchonera, acababa entregada a su pasión, cantando el himno, se ganase o perdiese, porque su padre nuestro siempre consistió en entregarse, en cuerpo y alma, a hombres que luchan como hermanos, defendiendo sus colores, en un juego noble y sano, derrochando coraje y corazón. Después de más de mil tardes de pasión inexplicable, de más de mil domingos, el Vicente Calderón ha sido el hogar de una tradición maravillosa que se transmite de padres a hijos, de generación en generación, porque el Atleti es un veneno que se te mete dentro y ya nunca sale del cuerpo.
Quien jura amor eterno al Atleti, quien le quiere en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte les separe, sabe que con el Calderón se va un recuerdo imborrable: el del primer amor, el de la primera novia, el del abuelo que vio el metropolitano, el del padre que nos inoculó el precioso virus colchonero. En el interior del estadio del Manzanares se ha reído, se ha llorado, se ha cantado y sobre todas las cosas, se ha soñado. El Calderón ha sido la casa de todos aquellos que no se preguntan por qué, los colores rojiblancos van con su forma de ser. De esos a los que les ponen las rayas canallas de los colchones. Habrá otras casas, otros estadios, vendrán otros tiempos y al paso que vamos, vendrá otro fútbol. Dicen que hay muchos cuerpos, pero sólo un alma. La mía se la entregué hace 34 años al Vicente Calderón.
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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