Norma Brutal
Bares, palacios, residencias
Hay gente común que tiene el síndrome de La Moncloa que achacan a los presidentes del Gobierno, y se le olvida lo que vale un café con leche y uno de esos menús en los que se mantiene la Comtessa como postre
Ángeles Caballero 12/07/2017
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Hace unos días paré en un bar antes de recoger a los niños. Hasta aquí nada que no sepan de mi querencia por la barra y el aperitivo. Eran las dos de la tarde y olía a pescado rebozado. Camareros estresados atendiendo las comandas y varios menús a la vez por 10,50. Señores con traje y corbata, algunos con mono de trabajo y restos de pintura en la ropa, mesas de compañeros de trabajo haciendo lo de siempre: criticar al jefe y al compañero de al lado. Los turnos de vacaciones, el aire acondicionado…. Nada de lo que no hayan sido testigo. Entonces pensé en que casi todos tenían algo en común: habían pedido vino con gaseosa para comer.
También pensé que este tipo de sitios no deberían desaparecer nunca y que merecen un homenaje. Porque cada vez que entro en uno me viene a la cabeza la manía que le tengo a los gastrobares y gastronetas (mi amigo Fernando y yo nos resistimos a lo de foodtruck y eso que no somos de Fundéu ni nada parecido). Esos sitios con nombres bastante pretenciosos en los que las tapas y las vidas parecen de plástico. Conversaciones plagadas de palabras diseñadas en busca de SEO o foto de Instagram.
Mi vecino de barra comentaba al camarero que hay demasiadas vacaciones escolares y yo apuré el vino y estuve a punto de abrazarle (sale una cariñosa de casa y está imparable a la mínima). Me fui a por los niños. Cuando pasamos de nuevo por el bar, la gente seguía con el vino con Casera y comentaba el verano tan raro que estamos pasando y que Bigote Arrocet está más guapo sin teñirse el pelo. La vida.
La mañana siguiente conocí a un médico en un debate sobre envejecimiento. Con un corte de pelo que mi madre denominaría “de escolapio” y una americana azul marino con ojal rojo. Llegó con prisas directo desde el AVE y se iba a las 12:30 de vuelta a Marbella. “A las cuatro empiezo a pasar consulta de palacio en palacio”. Interrumpí mi café y le pregunté. Visita a domicilio a los jeques de la zona con tratamientos antienvejecimiento (otra palabra a la que me resisto, antiaging). “El otro día me llamó uno corriendo a las diez de la noche con mucha urgencia porque su avión salía a las once de la noche. Tenía una fiesta en Milán”, me dijo. Les estaría mintiendo si no les confesara que yo ahí renegué del barrio y del vino con Casera y me dio cierta envidia. Qué carajo, mucha. Porque lo más cerca que he estado yo de ese tipo de momentos aspiracionales fue una fiesta dentro de la Torre Eiffel y cuando coincidí con Naomi Campbell en la puerta de la tienda de Dolce & Gabbana de Capri (no pregunten, aún sigue doliendo la autoestima y ha pasado más de una década).
El caso es que el doctor en cuestión me dijo: “Yo no sé si tú eres votante de Podemos, que yo respeto lo que vote cada uno…”, y ahí supe que me iba a doler el comentario como una cornada de doble trayectoria. El caso es que en Marbella, me dijo, gobierna un cuatripartito de izquierdas y, claro, pues todo regular tirando a mal. Porque resulta que el rey de Arabia Saudí paga la mitad del presupuesto del hospital local, pero a cambio exige una planta entera reservada durante el tiempo que permanece de vacaciones. Y los de izquierdas, con una osadía sin precedentes, le han dicho que de eso nada monada, que el hospital disponible para todos los vecinos por igual y que de la gestión del presupuesto ya se encargan ellos. A este señor le parecía un tremendo error argumentando dos cosas preciosas: que Marbella vive “de eso” (¿de eso? ¿de qué?) y que él ha estudiado un máster en Gestión Hospitalaria y sabe que es una decisión equivocada.
Apenas eran las once de la mañana y yo me habría abalanzado sobre el primer sifón que me pusieran delante. “A mí me parece una decisión coherente”, respondí. Y como mujer cobarde y Acuario que soy, me senté en mi sitio a tomar nota. Luego pensé, no sin cierta condescendencia por mi parte, que hay gente común que también tiene el síndrome de La Moncloa que achacan a los presidentes del Gobierno, y se te olvida lo que vale un café con leche y uno de esos menús en los que se mantiene la Comtessa como postre. Supongo que si buena parte de tu día a día se limita a las consultas de palacio en palacio y señoras llenas de laca y dorados, no puedes pedirle un posgrado en periferia y barrios con bares en los que huele a freidora.
Esta mañana iba escuchando la radio en el autobús. Una amiga de Paca Rico hablaba de los últimos días de la actriz española. Hablaba de una cuñada que ha estado con ella hasta el final, acompañándola para ir al médico y dándole las medicinas, y dos personas (se supone que de servicio) que también estaban en la casa ocupándose de todo, “como una señora que era y se merecía, no con la frialdad de una residencia”.
Me he bajado del autobús y he entrado en la residencia en la que vive mi señora madre. Y he pensado en la suerte que tenemos de poder pagar un sitio en el que la atienden. Y que yo la acompaño a los médicos siempre a pesar de la frialdad del lugar en el que vive. Y que para muchos que lo están pasando mal con pensiones miserables yo soy, cuando me quejo, una niñata consentida. Y encima he estado en Capri y he visto a Naomi Campbell. Tampoco le puedo pedir a esa tertuliana que se ponga en mi piel y en la de otros. Quizá no sabe lo rico que saben el vino con Casera y las patatas a la riojana del bar de debajo de mi casa. Quizá me levanté condescendiente. Me voy al bar.
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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