Tribuna
Sin miedo frente al terror. Grandeza de una paradoja ciudadana
José Antonio Pérez Tapias 20/08/2017
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Del impacto de tanta muerte violenta, de tanta irracionalidad terrorista, nos rescataron los miles de ciudadanas y ciudadanos que, reunidos en la Plaza de Cataluña tras el atentado del día anterior en las Ramblas, fueron capaces de transmutar catárticamente las solidarias emociones del dolor en no menos solidarias emociones de valor. Así lo hicieron al unir sus voces para gritar “no tenim por”, “no tenemos miedo”. Era la expresión lúcida de un hondo sentir que permitió verificar cómo hay momentos también en la vida pública de una sociedad en los que la razón y la pasión pueden conjuntarse de forma que hubiera encantado a aquel incansable luchador por la libertad que hace siglos propugnaba ese feliz maridaje: el filósofo Baruch de Spinoza. Me atrevo a decir que hubiera quedado asombrado de la capacidad de un pueblo para sobreponerse a la profunda tristeza causada por tanta muerte sembrada por la barbarie terrorista y, asumiendo que nada puede impulsar hacia adelante desde pasiones tristes, afirmar juntas la razón democrática y la pasión por la libertad como el mejor homenaje a las víctimas injusta e irracionalmente masacradas.
Razón democrática y pasión por la libertad precisamente son puestas a prueba cuando una brutal acción terrorista, llevada a cabo por jóvenes subjetivamente movidos por el odio y objetivamente inscritos en la perversa estrategia de la violencia “yihadista” de esa formación antipolítica atrabiliariamente reactiva que es el llamado Estado Islámico, presenta el durísimo rostro de una destructividad extrema. Por desgracia, es la destructividad ya ejercida en tantas ocasiones en las que los asesinos de este terrorismo de la época de la globalización han dejado su sello de muerte tanto en ciudades europeas como –mucho más- en poblaciones del mundo árabe-musulmán. No es fácil hacer frente a ese terrorismo y va a ser dura y compleja la tarea colectiva para su erradicación. Los factores que nutren el resentimiento del que se alimenta –marginalidad de ciudadanos árabes no integrados en países occidentales y humillación así vivida en guerras como las de Irak y Siria- , así como las causas que operan en la realidad de un Estado Islámico que se concibe anacrónicamente como califato, pero que se apoya en los beneficios del petróleo, en el tráfico de armas y en los turbios tejemanejes de diversas potencias y actores locales en el magma geopolítico de Oriente Medio, son factores cuya incidencia se ve tan fuerte y de largo alcance en nuestro mundo que por eso mismo no permite muchos alicientes para el optimismo.
No es fácil hacer frente a ese terrorismo y va a ser dura y compleja la tarea colectiva para su erradicación
Pero, aun con panorama tan complejo y ciertamente desolador, siendo todo ello como es de sobra conocido, la respuesta ciudadana a los atentados sufridos en Barcelona y en Cambrils permite decir con Erich Fromm que “no hay razón para ser optimistas, pero sí para tener esperanza”. Precisamente son palabras que el filósofo y psicoanalista autor de Anatomía de la destructividad humana plasma en medio de sus análisis sobre esa agresividad maligna que, específicamente humana hasta poder deshumanizarnos y hacernos capaces de lo inhumano, conlleva una necrofilia tan destructora como autodestructiva al añadir ingentes dosis de odio a la pulsión de muerte. Cuando arraiga en seres humanos tal pasión negativa, y encuentra caldo de cultivo en un terreno culturalmente convertido en erial del sinsentido, se entra en lógicas asesinas y dinámicas de muerte difíciles de erradicar. Pero si el optimismo es una ingenuidad, la esperanza es obligación moral, la cual, por lo demás, no nos exime de saber que el mal, con su amenaza, tiene raíces de extirpación más que compleja si, como apunta Rüdiger Safranski al tratar sobre “el mal o el drama de la libertad”, la conciencia elige la crueldad.
Cuando la ciudadanía afirma que no tiene miedo está haciendo una declaración colectiva de esperanza desde la consciencia de lo que supone el terror al que se enfrenta. No sería razonable decir que no se alberga temor. Los terroristas pueden actuar en cualquier momento y lugar, y asestar su golpe mortífero sobre cualesquiera humanos que pillen a su paso, acentuando de ese modo su pretensión de difusión del miedo y espectacularización de la muerte para multiplicar los efectos de sus asesinatos indiscriminados. En la sociedad del riesgo que analizaba Ulrich Beck nos encontramos sometidos a la amenaza de este terrorismo de un potencial de violencia tan fuerte como difícil de prever. No es fácil luchar contra él. Lo dificulta la conexión proteica con la organización que en red tiende el llamado Estado Islámico, así como los muy eficaces medios empleados para matar, los cuales, por su misma falta de sofisticación, no requieren más que sujetos desesperados con vocación homicida, autoconvencidos de una falsa heroicidad y de una ilusa condición de mártires ante el colectivo que los fanatizó al darles una identidad (pervertidamente religiosa) y un código (de comportamiento criminal ) que les sirve para la comunicación que refuerza la pertenencia. Ante tal maquinaria para matar sería irresponsable no sentir temor. Pero es ese mismo temor racional el que exige no dejarse atrapar por el miedo, pues entonces se le concedería a la organización terrorista la victoria que para sus objetivos busca. No le falta razón al estadounidense Michael Walzer cuando en las páginas que dedica al análisis del terrorismo escribe que éste “consiste en el asesinato aleatorio de personas inocentes con el propósito de producir un miedo generalizado”. La derrota del terrorismo, como bien ha intuido la ciudadanía de Barcelona, pasa, por tanto, por no dejarse atenazar por el miedo.
Hay que añadir, además, que sólo venciendo el miedo se puede enfrentar el terrorismo con los medios propios y legítimos del Estado democrático de derecho. Precisamente inoculan miedo quienes proponen atajos antidemocráticos, ilegales, para la lucha antiterrorista. O se muestran doblegados por el miedo quienes se prestan a precipitados cambios incluso constitucionales sacrificando derechos por mor de una mal planteada seguridad. No hace falta insistir en que se muestran presos de sus propios miedos los que se mueven poniendo en juego su islamofobia y su fascismo, mostrando a las claras cómo ambos van juntos. Es, por lo demás, sin miedo como puede acometerse la construcción de estructuras convivenciales de inclusión democrática que achiquen hasta su erradicación los espacios donde el odio y el resentimiento pueden germinar.
Con todo, la tarea que asume una ciudadanía que se afirma sin miedo en su condición democrática es inmensa. Se trata de defender la democracia no sólo en su arquitectura institucional, sino también como modo de vida abierto, inclusivo, no etnicista, laico…, porque todo ello es indispensable para mantener a flote la misma legalidad con la que en democracia protegemos nuestras libertades y consagramos los derechos de todos. Y paradójicamente –porque la realidad actual conlleva esta paradoja- la ciudadanía tiene que hacer suyo un compromiso fuerte que está lejos de aquella “ética indolora” de la que Gilles Lipovetsky nos habló hace años o de esa idea de “ciudadanía light” sobre la que recientemente ha escrito. Tenemos la suficiente lucidez para no hablar de ciudadanía sin miedo en tonos épicos, pero esa misma clarividencia nos debe hacer saber que desterrar el miedo implica un ineludible compromiso moral con traducción política en una sociedad culturalmente posheroica. Y ello, además, cuando tenemos una política devaluada en Estados desponteciados donde los marcos de referencia para la acción colectiva están muy desdibujados –podíamos hablar de la coordinación supraestatal en cuestiones de seguridad, tan paradójicamente deficiente en un mundo globalizado-.
Apostar por hacer frente sin miedo al terrorismo –como debe ser- es hacerlo por una política radicalmente democrática, donde todos, sin exclusiones, podamos decir nuestra palabra –al igual que al proferir el lema “no tenemos miedo”- y participar en la acción común. Como ocurre ante los acontecimientos en los que la talla moral de los humanos crece, mucho de ello se ha anticipado estos días en Barcelona: por su solidaridad con las víctimas, por su resistencia frente al odio, por su colaboración con policías y personal sanitario, por su espíritu cívico, por su voluntad democrática, por su afán de convivencia, por su talante hospitalario, por su empeño de paz… la ciudadanía de Cataluña merece hoy –le pedimos prestado a George Orwell su conocido título- un nuevo homenaje. Al hacerlo, asumimos su mismo compromiso desde toda España, conscientes de que respondiendo a la paradoja que encierra nos libraremos de la contradicción de traicionarnos a nosotros mismos como demócratas. ¡No al miedo!
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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