Relato / Aquaplaning (y 4)
Una mañana, de repente, dejó de llover
Miguel Ángel García Argüez 23/08/2017
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En capítulos anteriores (1, 2 y 3), un joven estudiante de periodismo se une a la familia de Noé y a todos los animales justo antes del Diluvio Universal. Ya a bordo del Arca vive una tórrida historia de amor con una de las nueras de Noé. Ha dejado de llover pero al Arca aún flota a la deriva. Una noche, descubren que hay un extraño polizón a bordo.
*********
Había un señor escondido tras los barriles del alpiste. Lo rodeamos llenos de curiosidad. Noé gritó:
—¡Oiga, usted, salga de ahí!
El hombre, entre avergonzado y miedoso, se levantó despacio. Nada más verlo supe enseguida quién era. Esos ojos visionarios y ese enorme bigotón eran para mí inconfundibles. No pude reprimir mi grito.
—¡¡¡Pero si es Nietzsche!!!
—¿Quién? —preguntó Noé como si fuese la primera vez que oía ese nombre.
—Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán, el que mató a Dios.
—¿Cómo? ¿A Dios? —dijo Noé.
—Sí, y creó al superhombre.
Todos los miembros de la familia, especialmente los hombres, por aquello de que habían libado el DYC con más dedicación, estallaron en unas estruendosas carcajadas. Noé se retorció de la risa hasta acabar tosiendo como un cascajo, con los ojos brillando por las lágrimas.
—¡¡¡Superhombre!!! ¡¡¡Dios muerto!!! ¿Es eso verdad, señor polizón?
—Bueno, yo... —tartamudeó Nietzsche—. Sí, es cierto... yo... como maté a Dios y vi que llegaba el Diluvio, pensé que... ya sabe usted... que quería vengarse de mí... y me metí aquí.
—¡¡¡Que Dios ha sido asesinado!!! ¡¡¡Jajajajaja!!! ¡¡¡Pero si esta misma mañana he estado hablando con él!!! ¡¡¡Oiga, amigo, usted está como una regadera!!!
El filósofo miraba al suelo bastante avergonzado, casi haciendo pucheritos.
—No me diga usted eso, que es lo que me dice mi hermana, por favor, no se rían ustedes de mí.
—¡¡¡Jajajajajajajajajaja!!!
Comencé a sentir lástima de aquel pobre diablo, así que traté de interceder.
—Quizá no ha matado a Dios como dice, pero se trata de un hombre muy importante. En mi libro de filosofía de Bachillerato hasta venía su foto y todo. Creo que debemos tratarlo como a un huésped ilustre.
—¿Huésped? —dijo Jafet—. Es un maldito polizón. Se ha colado por la puta cara. Nadie le dio permiso para entrar en el Arca. Su sitio está afuera, con los ahogados.
—¡Sí! —gritó Cam—. ¡Yo digo que lo tiremos por la borda!
—¡Eso, al agua con él!
Noé calmó los ánimos y dijo que era inhumano lanzar a alguien afuera del Arca. Alguien, al menos, que no fuera un pelícano. Luego nos explicó que si había que conservar a los animales para preservarlos del Diluvio, quizá aquel tipo fuese el elegido de Dios para representar a esa curiosa especie animal que forman los filósofos y que, tal y como estaban las cosas, lo mejor era hacerle un sitio entre los monos y dejarlo a bordo hasta que las aguas volvieran a su sitio. No muy convencidos, los hijos aceptaron la determinación del patriarca mirando de soslayo al abatido pensador que hipaba y gemía sonándose los mocos. Noé consultó a Yavé, pero el Sumo Hacedor no se manifestó al respecto. No supo. No contestó.
A la mañana siguiente Nietzsche ya no estaba con los monos. Ni con las ardillas. Ni con los lagartos ocelados. Ni con los gusanos. Registramos el Arca palmo a palmo pero no encontramos ni rastro de él. Había desaparecido. Uno de los niños nos contó que había soñado esa noche con Nietzsche, llorando como un crío por la cubierta, saltando a las aguas negras y, tras unas brazadas inútiles y desgarbadas, hundiéndose en la negrura. No supimos si aquel sueño, relatado por el chiquillo con todo lujo de detalles, fue una visión o simplemente un sueño condicionado porque la noche anterior, antes de acostarlo, el abuelo le había leído unos pasajes del Libro de Jonás y la madre le había contado el cuento de Pinocho. Lo cierto es que el paso fugaz de Nietzsche por nuestras vidas nos dejó pensativos y tristes durante una buena temporada.
De noche, el extraño viento movía la veleta sin sentido ni concierto, hacía crujir las maderas de la nave y ululaba en las altas bóvedas cerradas de las nubes. Era entonces cuando, si ella gemía como una foca, yo saltaba como un tití. Si ella me lamía como un oso hormiguero, yo brillaba como un sapo venenoso. Si ella se abría como una estrella de mar, yo la olfateaba como un tigre de Bengala.
Y fue una mañana fría cuando el pelícano regresó trayendo en su desmesurado pico un tallito de jaramago. Hubo que abrirle su bocaza enorme y rebuscar dentro de aquella gran bolsa rosada y húmeda como una placenta hasta encontrarlo, pero allí estaba: la definitiva prueba de que, en algún sitio, ya había tierra seca. Eso volvió a llenar a todo el mundo de alborozo y optimismo. A mí, sin embargo, aquel signo de que las cosas iban a terminarse no me pareció, así de golpe, ninguna buena noticia. Mi estado de ánimo cambió bruscamente. Estaba claro que el Diluvio se acababa. ¿Qué iba a ser entonces de Mari Chopped y de mí? ¿Iba yo a volver a la rutina de mi facultad, mi piso con los compañeros, las visitas a la familia, las juergas con los colegas? ¿Iba ella a regresar a su aburrida vida de ama de casa, esposa fiel y madre atenta? Se lo pregunté una noche en que yacía yo pensativo sobre unas alpacas de pasto mientras ella gemía como una araña y estiraba su cuello como una jirafa patiabierta en cuclillas sobre mí.
—Ay, yo qué sé —me dijo—. ¡Pero qué cosas dices! No pienses en el futuro ahora, cielo, y disfruta el presente, anda.
Pero yo ya no volví a ser el mismo. Paseaba por el Arca taciturno y melancólico. Equivocaba la dieta de cada animal y pasaba largas horas en la proa mirando aquellas aguas que, en efecto, parecían ir día a día bajando de nivel. Flotábamos a la deriva entre los más altos picos de las montañas que empezaban ya a sobresalir con timidez de aquel mar sin fin, así que estaba claro que, inexorablemente, no íbamos a tardar mucho más en encallar en tierra firme y desembarcar.
Ella, por el contrario, parecía excitada y feliz y, aunque todas las noches nos seguíamos viendo para nuestra secreta sesión de sexo animal, durante el día parecía más entregada que nunca a su rol de esposa y madre. Paseaba por las tardes con su marido y los niños por cubierta como si ella fuese el risueño epicentro de una familia dichosa y despreocupada. Un resquemor terrible me carcomía el esqueleto cada vez que la veía sonriente y desenvuelta abrazada a Jafet. No eran exactamente celos, sino una extraña sensación amarga, mezcla de tristeza amorosa, tenue rencor y pérdida irreparable. Y yo, taciturno en la borda grisácea de mi soledad, miraba aquellas aguas donde agonizaba el Gran Diluvio y sabía que mis noches entre los brazos de Mari Chopped estaban, categóricamente, contadas.
Decidí entonces escribirle una carta de amor en la que quedara patente que ella y solo ella era y había sido el único y verdadero amor de mi vida. Mirando aquel lejano horizonte de mar y nubes, empapado por algunos pequeños chubascos dispersos que aún caían sobre nosotros, creo que escribí las palabras más bonitas que nunca se habían escrito y, convencido de que al leerlas ella renunciaría a su vida marital para fugarse conmigo en cuanto bajásemos del Arca, esa tarde fui a llevársela a la cocina. Pero nada más acercarme a la puerta entreabierta, oí con absoluta claridad los gemidos. Mari Chopped y Jafet, estirados sobre la mesa, eran una masa de carne sudorosa y palpitante. Ella temblaba como una perra y él la remontaba como un ciervo. Ella lo husmeaba como una zorra y él la embestía como un toro. Ella lo rozaba como una lagarta y él le escupía como un carnero. No me vieron. Estuve unos segundos allí quieto, detrás de la puerta, oyendo los tórridos excesos de sus sollozos y el crujido lastimero de la pobre mesa. Desde el fondo del pasillo, Noé, silencioso y estirado, me miró con empatía, hizo un gesto con la cabeza, se dio la vuelta y desapareció.
Salí de allí llorando. Agarré una botella vacía de DYC, metí en ella la carta y la lancé a las aguas. Mari Chopped nunca iba a leerla, pero alguien, en algún sitio, de forma inesperada y donde menos imaginase, encontraría algún día ese trozo de papel donde mi pobre corazón viajaba a la deriva supurando las más hermosas palabras que nunca dediqué, ni habría de dedicar, a mujer alguna.
Mi comportamiento se fue oscureciendo día tras día. Me consumía en las brasas frías y oscuras del desamor. Dejé de ir por las noches a los establos. Me pasaba gran parte del día solo en cubierta. Incluso dejé de comer con los demás en el comedor y me llevaba la comida arriba, donde apenas probaba aquellos deliciosos platos que, sabiéndolos cocinados por ella, se me antojaban todos amargos.
Los hijos de Noé, preocupados, a menudo especulaban sobre qué me ocurría y a veces incluso me preguntaban con mucho tacto, a lo que yo siempre respondía con incomprensibles evasivas. Mari Chopped parecía no darse por enterada de lo que me pasaba y reía y hacía chistes en voz alta mostrando un envidiable sentido del humor. Tan solo las miradas silenciosas de Noé, a quien sabía el único conocedor verdadero de la causa de mi languidez y mi astenia, me reconfortaban levemente cada vez que, vagando por la inmensidad del Arca, me lo encontraba de frente. Yo solo pensaba.
El viento bullía.
Y así fueron las cosas para mí hasta que una tarde en que lloviznaba delicadísimamente, el Arca tocó tierra y encalló con suavidad en la ladera de un monte. Era un momento tan esperado que apenas nadie pareció sorprenderse.
—Venga —dijo Noé sin mostrar ninguna emoción—, vamos a sacar de una vez ya a estos putos bichos de aquí.
La enorme puerta principal de la nave estaba atascada y costó un buen rato abrirla. La luz inundó después de mucho tiempo la enorme panza oscura, olorosa a humedad y a verdín, de aquella vieja y noble mole de madera.
Era una tarde hermosa. Grandes claros se abrían entre las nubes y una tenue llovizna, finísima y amorosa, lavaba de nuestros rostros las huellas del encierro. Traía el aire el fresco olor de los campos mojados y los animales iban saliendo en orden, estirando al nuevo mundo sus hocicos y sus patas, dispersándose y correteando alegremente hacia todos lados.
Uno de los niños señaló hacia el cielo:
—¡Mira, abuelo! ¡El sol!
En efecto, por entre los grises jirones desgarrados de las nubes que poco a poco se iban deshaciendo, deslumbrantes rayos de luz caían hacia la tierra. Un arco iris intensísimo, deslumbrante y psicodélico coronaba el mundo. Todos levantaron la cabeza viendo aquel designio divino, aquella abigarrada recompensa a tanto denuedo y tanta fe, y yo entonces bajé al suelo mi mirada pensando en cuál sería la forma más rápida y eficaz de provocar la ira divina y traer un nuevo Diluvio al mundo.
Fin
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Este cuento forma parte del libro de relatos El bombero de Pompeya (Libros de la Herida, 2017).
Autor >
Miguel Ángel García Argüez
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1 comentario(s)
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Ermundo Deantes
Buenísimo de principio a fin!
Hace 7 años 2 meses
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