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Tribuna

Catalunya, último tren

Los acontecimientos se precipitan tan rápido que ya apenas queda tiempo para tomar la otra vía, la del diálogo. Una palabra que no apareció ni una vez en el discurso de Felipe VI

Francisco Jurado 4/10/2017

Carlos Echevarría

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El cambio climático está alterando las condiciones de habitabilidad del planeta. Hay transformaciones en las temperaturas y en las precipitaciones que hacen, por ejemplo, que los veranos y los inviernos sean más largos. Estoy escribiendo estas líneas en un octubre que empieza con máximas de 35º en Andalucía. Cuando era pequeño, recuerdo empezar el curso ya embutido en una cazadora. Estas modificaciones del clima se van dejando notar poco a poco, pero aumentando progresivamente su velocidad.

Felipe VI salió a dar su discurso con una indumentaria propia del clima político de hace 40 años. Con esa vestimenta, hace 10 años hubiera pasado un poco de calor. Hoy día, se está achicharrando.

El eterno discurso-recurso de la legalidad constituida en un territorio es ganador hasta que pierde y, cuando pierde, lo hace estrepitosamente. Si esta afirmación fuese errónea, las “leyes” no se hubieran modificado a lo largo de la Historia y, quizás, seguiríamos funcionando con los preceptos del Ius Civile, del Ius Naturale y del Ius Gentium. Hablamos, pues, de un fenómeno empírico por el que el derecho cambia y se transforma de la misma manera que lo hacen la sociedad, la cultura, la economía o los avances tecnológicos.

El eterno discurso-recurso de la legalidad constituida en un territorio es ganador hasta que pierde y, cuando pierde, lo hace estrepitosamente. Si esta afirmación fuese errónea, las “leyes” no se hubieran modificado a lo largo de la Historia

El clima catalán, como el español, también ha sufrido cambios durante los últimos años. Si a nivel estatal vivimos un 2011 cuyos fenómenos atmosféricos se han traducido en una fragmentación del arco parlamentario, en la llegada a los principales ayuntamientos del país de gente que, hasta hace poco, estaba parando desahucios, o en el procesamiento de hombres tan poderosos como Rodrigo Rato, en Catalunya hay que sumar, además, el incremento exponencial tanto del sentimiento independentista como del deseo a decidir su futuro. Ha subido la temperatura media en varios grados, pero nos seguimos arropando con el mismo derecho.

Lejos de profundizar en las causas de un problema tan complejo como histórico, el rey optó por la vía fácil: culpar al sol o a las nubes. Reprodujo, punto por punto, el relato gubernamental de los hechos. Culpas y responsabilidades fuera. Pero, ¿fuera, a dónde? Está visto que es imposible, impopular y arriesgado culpar a los millones de catalanes y catalanas que estos días pueblan las calles, por lo que le queda, únicamente, responsabilizar a la Generalitat y a los representantes que convierten esa manifestación popular en pasos jurídicos. Si la estrategia pasa por construir un enemigo (de la Constitución, de la Democracia, de las libertades…), ese enemigo tiene que tener un rostro definido y reconocible.

Pero esta visión, ampliamente compartida fuera de Catalunya, traslada una imagen de paternalismo y condescendencia hacia las personas que están poniendo su cuerpo en la calle. Las identifica con simples borregos manipulados, víctimas de los planes malignos y sediciosos de sus representantes. Las sitúa en el plano de la tutela, no de la representación. Les sustrae la capacidad de pensar y obrar por sí mismos. Esta visión ignora que, desde hace varios años, ha sido buena parte de la sociedad catalana la que ha impulsado un ‘procés’ que los representantes políticos han tenido y están teniendo que surfear, no sin apuros. Estos días, tanto en la calle como en las instituciones catalanas, se repite sin cesar la palabra desborde, que es algo parecido a lo que pasa cuando un tuit o un vídeo se hace viral: se pierde el control sobre él, no se sabe hasta dónde llegará ni las transformaciones que sufrirá por el camino.

Reducir y simplificar los deseos y las voluntades de buena parte del pueblo catalán a los intereses personales de sus representantes, además, vacía de contenido sus reivindicaciones, los motivos –que existen, que son de lo más variopinto-- que llevan a tanta gente, de tan diversa condición, a jugarse el físico por meter una papeleta en una urna. Ese vacío es susceptible de ser rellenado por la otra parte. Así, no pocos españoles piensan que todos los catalanes lo que quieren es únicamente más dinero, ser insolidarios y desprenderse de lastres como Extremadura o Andalucía. Creencia esta alimentada por declaraciones desafortunadas de algún político o por líneas editoriales de corte amarillista.

Estoy seguro de que las personas que reducen a estos motivos la voluntad y el deseo de millones de catalanas y catalanes no tienen muchos amigos de allí. Gente cercana que les haya explicado, por ejemplo, que el marco constitucional está sirviendo como muro a la hora de introducir importantes cambios legislativos. Y no me refiero sólo a la visión arcaica y trasnochada que el Tribunal Constitucional tiene del Derecho de Participación Política. El mismo Tribunal ha dejado sin efecto leyes tan importantes y necesarias como la de Emergencia Habitacional y Pobreza Energética. O, más recientemente, el TC hizo una defensa numantina de los intereses de las eléctricas al desestimar, casi por completo, el recurso interpuesto por la Generalitat contra el decreto que desarrolla el conocido como “impuesto al sol”.

Cuando la Constitución o, en general, el ordenamiento jurídico empieza a funcionar más como una herramienta de limitación de derechos y de protección de intereses de un grupo dominante, lo más normal –y lo más sano-- es que la gente empiece a perder la fe

Curiosamente, estas decisiones y este marco constitucional también nos afectan al resto de comunidades autónomas. Recuerdo estar negociando con el grupo parlamentario del PSOE andaluz la aprobación de una adaptación de la Ley de Emergencia Habitacional y Pobreza Energética catalana para Andalucía, y que el diputado del PSOE justificara su voto en contra amparado por la posible inconstitucionalidad, a pesar de que en nuestra propuesta nos habíamos ya encargado de corregir los artículos que pudieran motivarla.

Cuando la Constitución o, en general, el ordenamiento jurídico de un territorio empieza a funcionar más como una herramienta de limitación de derechos (participación, vivienda…) y de protección de intereses de un grupo dominante (eléctricas, banca…), lo más normal –y lo más sano-- es que la gente empiece a perder su fe, y este punto es fundamental para entender lo que está sucediendo en (con) Catalunya.

La eficacia de una legalidad constituida --que se cumpla-- depende fundamentalmente de dos elementos. El primero consiste en la creencia, más o menos generalizada, de que esa legalidad es fruto de una voluntad popular soberana, expresada y materializada en unas instituciones mediante unos representantes políticos, siguiendo un procedimiento determinado. El segundo radica en la capacidad de esas instituciones de hacer cumplir esa legalidad, en última instancia, a través de la fuerza coactiva, que monopolizan, precisamente, como órganos depositarios de esa soberanía popular.

De este modo, cumplimos las leyes porque aceptamos que salen de un proceso democrático, que unas veces nos gustará más y otras menos, pero que es resultado de la voluntad de una mayoría. Y si, en algún momento, sufrimos una crisis de fe y nos da por saltarnos esas leyes, ya se encarga el Estado de volver a hacerte ‘ver la luz’ con una multa, un cachiporrazo o unos añitos a la sombra.

Esta dualidad, que se puede resumir en fe y miedo, es fácilmente apreciable con ejemplos cotidianos. Pagamos impuestos, estando de acuerdo o no con ellos, porque aceptamos que el Estado tiene legitimidad para establecerlos y para multarnos en caso de evadirlos. En otras ocasiones, cometemos pequeñas ilegalidades porque no creemos en la (justicia de la) norma –parar un desahucio-- o porque el riesgo de sufrir un castigo es muy pequeño –bajarse una película--.

En Catalunya está pasando un proceso excepcional en términos históricos y jurídicos. Hay una enorme parte de la población que ha dejado de creer en el ordenamiento legal y en las instituciones españolas y, conjuntamente, ha perdido el miedo a que se le aplique la fuerza coactiva en caso de incumplirlas o no reconocerlas. Este fenómeno, cambiar la fe y perder el miedo, es difícilmente posible si sucede a pequeña escala, pero es altamente contagioso si se produce en común, en un contexto de confrontación.

No hemos visto todavía todo el poder que puede desplegar el Estado para hacer que el miedo vuelva a ser lo suficientemente grande como para recuperar la fe. El rey dejó entrever nítidamente que la aplicación del artículo 155 de la Constitución es inminente si se produce una DUI –por fin le veríamos una utilidad al Senado--, y se especula incluso con el 116.3 (Estado de Excepción). Si esta escalada sigue su curso, sólo nos queda por ver el grado de violencia que puede llegar a imprimir el Estado (suspensión total del sistema de pagos y corralito, disolución del Govern, fuerzas armadas…) y el de resistencia de los catalanes y las catalanas.

Los acontecimientos se precipitan tan rápido que ya apenas queda tiempo para tomar la otra vía, la del diálogo (palabra que no apareció ni una vez en el discurso de Felipe VI), la de parar las locomotoras y pactar un referéndum de verdad que nos indique cómo está la temperatura en Catalunya para saber, no sólo qué ropa ponernos, sino qué conductas y hábitos hay que modificar para no ser víctimas del cambio climático.     

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Francisco Jurado

Es jurista y secretario de la Vicepresidencia III del Parlamento de Andalucía.

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2 comentario(s)

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  1. Silvia

    Sublime, gracias sr Francisco!

    Hace 6 años 5 meses

  2. David

    No tengo el gusto de conocer al Sr. Francisco Jurado (autor de este articulo). Pero si alguien se lo encuentra por algún lugar de Andalucia me gustaría que lo parara y le diera un abrazo de mi parte.

    Hace 6 años 5 meses

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