TRIBUNA
¿Nunca mais #ardegalicia?
Incendiarios y pirómanos constituyen un peligro para nuestros montes, pero pocos reprochan el abandono del campo y la preferencia por el cemento de un modelo de desarrollo que nos ha emborrachado durante décadas
Teresa Ribera 17/10/2017
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Sumidos en el estupor, la irritación y la pena, contemplamos estos días cómo #ArdeGalicia, #ArdePortugal y #ArdeAsturias. Junto a la rabia, se insiste en la intencionalidad de la mayor parte de los fuegos, que ya se han cobrado más de 30 vidas, así como en la entrega colectiva de los ciudadanos para frenar la destrucción con cubos, mangueras y todo lo que tuvieran a mano. Un episodio que quedará en la memoria colectiva, como el reciente de Pedrógão Grande en el país vecino y tantos otros grandes incendios que jalonan de forma recurrente los veranos mediterráneos.
La anomalía más grande en esta ocasión es que no estamos en verano, sino bien entrado octubre. Casi un mes después del inicio oficial del otoño, el país de los suevos superaba en muchos lugares los 30ºC de temperatura y vivía restricciones en el abastecimiento de agua.
Incendiarios y pirómanos constituyen, sí, un peligro para nuestros montes, pero sería un enorme error quedarnos, en exclusiva, con esa “tranquilizadora” explicación (al fin y al cabo, siempre hay locos incontrolables, pensará alguno). Todo aquel que ha vivido de cerca la prevención y gestión de incendios, cruza los dedos porque no le toque uno de cerca y vive con ansiedad los días en que la temperatura, la humedad del aire, la sequedad del suelo y la presencia de viento disparan el nivel de riesgo. Cuando, desgraciadamente, se produce un fuego, es frecuente oír a opinadores sentenciando que los incendios se apagan en invierno. Lo que no es tan frecuente es explicar qué significa eso, a qué carencias nos enfrentamos y qué perspectivas y riesgos nos depara el futuro.
Mientras valga más un bosque talado que un bosque vivo será difícil mantener una rutina preventiva que pueda resultar eficaz
Por ejemplo, pocos reprochan el abandono del campo y la preferencia por el cemento de un determinado modelo de desarrollo que nos ha emborrachado durante décadas. ¡A quién le importaba el monte, si no da de comer ni hace rico a nadie… un poco de monte para pasear, pero las decisiones serias… las del dinero… en cemento y hormigón! Esta es, sin duda, una de las causas más serias detrás de los incendios. Por un lado, llevamos décadas acumuladas de descenso de habitantes en el medio rural; la dificultad para ganarse la vida y disponer de servicios de calidad en entornos no urbanitas, y la ausencia de reconocimiento social y económico del valor que las tareas de preservación del monte nos ofrece a todos. Abandono: bosques no cuidados que pueden acumular peligrosamente biomasa muy inflamable en los momentos de riesgo. Y junto a ello, bosques talados… para construir o para satisfacer las demandas de suelo de un modelo de producción agraria cuya sostenibilidad social y ambiental se ve cuestionada. Mientras valga más un bosque talado que un bosque vivo será difícil mantener una rutina preventiva que pueda resultar eficaz.
Es verdad que en los últimos años se observa un repunte de la masa arbórea en España, pero ¿hay alguna intencionalidad seria o un consenso sobre para qué y cómo se gestionan los árboles plantados? Se echa en falta un debate serio sobre el territorio, su gestión y competencias, el papel de las administraciones y el personal público responsable de su custodia. No basta la declaración de espacios protegidos; se requiere pensar qué hacemos con nuestro territorio y adecuar las señales a estas finalidad. La mayoría olvidamos que se trata de políticas fragmentadas, sectorial y territorialmente, para las que la invocación de la coherencia o una mínima búsqueda de sinergias se ha hecho cada vez más complicada. ¡Es tan difícil consensuar estrategias forestales!
Pocos saben que, con frecuencia, el debate político de mayor altura sobre este asunto entre consejeros autonómicos competentes y el ministro responsable se limita a la disputa por el reparto de los medios que cada año pone el Estado a disposición de las comunidades autónomas para reforzar la capacidad de reacción en la temporada de verano. Una contribución que el Estado mantiene (aun siendo competencia asumida por las comunidades autónomas tanto la prevención y gestión de incendios como otras estrechamente relacionadas con una buena capacidad de prevención), precisamente, para paliar la fragmentación. Ese apoyo se vio reforzado con la creación de la Unidad Militar de Emergencias tras el doloroso y mortífero incendio de Guadalajara hace ya más de una década. Pero la existencia de estas ayudas han servido a veces para relajar medidas autonómicas tan fundamentales como una buena gestión y protección de masas forestales en términos “constantes” y no intermitentes, aleatorios o chapuceros; o el apoyo y reconocimiento profesional que merecen agentes forestales y brigadistas antiincendios. Agentes forestales, icónicos rangers en los grandes parques americanos y africanos; profesionales que aquí también arriesgan su vida, llegado el momento; que conocen como nadie los espacios que custodian, sus peligros y amenazas y, sin embargo, no cuentan con un mínimo reconocimiento profesional estandarizado, ni en categorías ni en el alcance de sus funciones de autoridad (¡quién no se acuerda del señoritismo peligroso del que hizo gala Esperanza Aguirre frente a los agentes forestales de la comunidad de Madrid , cuya plantilla y funciones recortó de forma humillante!). O brigadistas, de los que, de nuevo, se habla al abordar los incendios gallegos… bomberos de temporada, de los que en su gran mayoría se prescinde al llegar el otoño hasta el final de la primavera siguiente.
Estas son dos cuestiones estructurales sobre las que debemos reflexionar con seriedad y reclamar respuestas serias y solventes. Más nos vale, porque las cosas van a ir a peor. Este famoso triángulo infernal de viento y temperatura por encima de 30º con humedad relativa por debajo de 30 está aquí para quedarse, cada año, mucho más tiempo. Un patrón de riesgo descrito profusamente por climatólogos y ecólogos estudiosos de los impactos del cambio climático, que vienen reclamando inversión en capacidad de observación y anticipación, en políticas y medidas serias para la adaptación y resiliencia del que será la mayor amenaza en climas mediterráneos. Fíjense en California y Australia, repasen en la memoria y en los datos acumulados el incremento de episodios de este tipo, la ampliación de la “temporada de incendios”, los veranos de cuatro a seis meses de duración, el incremento de las desviaciones de las temperaturas medias (con frecuentes anomalías de hasta 12ºC con respecto al promedio!!), la alteraciones en el régimen de lluvias y lleguen a la conclusión más racional… el cambio climático no es futuro sino presente, un presente doloroso y amenazador frente al que no caben medias tintas ni excusas; pero tampoco caben frases hechas ni eslóganes de pacotilla sobre el cambio climático a los que acompaña la inacción, la frivolidad o, incluso, decisiones irresponsables que acrecientan los riesgos y daños.
Lamentablemente, soy pesimista con respecto a la viabilidad del “Nunca Mais” que escuchamos en la calle. Me temo que seguirá habiendo, pero reclamo con fuerza un “Basta Ya” que permita, al menos, un “casi nunca más” y, si llega, que tengamos la capacidad para minimizarlo todo lo posible.
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Teresa Ribera
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