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Son las dos y media de la tarde y hay un lleno absoluto en un restaurante de Matapozuelos, provincia de Valladolid, cuyos platos principales son el pincho de lechazo y el conejo al sarmiento. Platos de barro en los que en vez de ensalada debería haber una sopa de ajo con la que calentar el cuerpo y engordar las caderas, si no fuera porque este maldito y largo verano me tiene en tirantes y respirando regular.
En la mesa de al lado un grupo de cuatro amigos le mira el culo a la camarera. Los padres van medio en chándal y las niñas vestidas de Miss Arkansas Infantil 2017 (si es que acaso existe ese título, puede que sí). Los niños, vestidos de primera comunión, me recuerdan al Galindo de las Crónicas Marcianas. Locos bajitos vestidos de viejo.
Es época de vendimia y en el coche pienso en La España vacía de Sergio del Molino. Huele a seco y a soledad en la provincia. En la Plaza Mayor de Coca, provincia de Segovia, no hay ni un solo comercio, ni esa cosa tan nuestra que es un bar. Insólito. Sí hay un silencio que agradezco viniendo del asfalto, pero que empieza a ahogarme en cuanto paseo, casi tanto como la ciudad contaminada de donde vengo. Al lado del apartamento donde me alojo hay unos recreativos que se llaman Terminator con un dibujo bastante logrado del exgobernador de California que me hacen viajar al futbolín y al billar donde intentaba ligar con nulo éxito en mi adolescencia (los míos, por no tener, no tenían ni nombre). Hay un cartel con el nombre de un pub de la zona que se llama Pipo’s. He visto tantos bares de copas con ese nombre… yo y mi memoria para lo inútil.
Del silencio de esa Plaza Mayor emerge una iglesia imponente. Una señora mayor me recuerda en la puerta que ahí dentro se esconden joyas del siglo XIV y un Berruguete. Su orgullo es similar al que tendrá cuando habla de sus nietos, supongo. Entro en la iglesia y escucho el acento suave de un sacerdote colombiano, de apenas unos 40 años. Reza por la unidad de España, también por los enfermos y por los habitantes de Coca, a los que recuerda una parte del himno en la que se menciona la nobleza del pueblo. Nos despide con “un abrazo apretado que les haga crujir las costillas” y nos desea un buen día. Hay una virgen pequeña que no logro identificar con unos lazos de la bandera de España y unos claveles rojos y amarillos. La gente sale de misa, altísimo porcentaje de señoras mayores, algún que otro joven. Un adolescente con un cinturón del Real Madrid. Son casi las ocho de la tarde, en 45 minutos empieza el Atlético de Madrid-Barcelona.
Busco un bar en el que volveré a sufrir y a morderme las uñas. Me cuesta encontrarlo, en medio de ese silencio, locales comerciales abandonados y un antiguo hospital que hace tiempo que pasó a mejor vida, imagino que por falta de dinero y de público. Cruzo una extraña explanada que tengo que iluminar con la linterna del móvil. “Poco se gastan en luz aquí”, escucho de quienes me acompañan, también víctimas de la contaminación lumínica que padecemos en Madrid.
A lo lejos veo un bar con terraza. El bullicio y el aperitivo son un imán irresistible para esta mujer que escribe, más en medio de este silencio que pesa, así que entro. Las mismas parroquianas que rogaban a Dios veinte minutos antes ahora son parroquianas de bar que hincan el diente a un montado de pimiento con ventresca y beben su cerveza con limón. En la mesa de al lado un grupo de señores con su tinto y su pinta de carnívoros esperan a que el camarero sintonice lo que todos esperamos: el partido.
Bastan cinco minutos para descubrir que estoy en minoría y que el adolescente que luce una camiseta de Griezmann y los míos somos los únicos colchoneros del local. Unos por culés y otros por madridistas. Marca un gol Saúl y me levanto y grito. Afortunadamente, a pesar de haberla visto unas cuantas veces, no me subo a la barra y la incendio simulando la escena del El bar Coyote. Más por respeto a los míos que por ganas de hacerlo. Me marcho en el descanso, intuyendo lo que pasa después. El llanto por el empate hace que a mi hijo le regalen una bolsa de patatas en el bar. Un culé se le acerca y le dice: “No pasa nada, si ése de ahí que ves es del Madrid. Aquí todos nos llevamos bien”.
Al día siguiente lleno el maletero de cecina, chorizo y vino. Sonrío ante imanes con chistes más que previsibles y que harían las delicias de mis amigos más gañanes entre los que me encuentro. Vuelvo a casa y pongo lavadoras.
En el fondo no sé a qué venía soltarles este rollo. Supongo que lo que quería es explicar en unas cuantas líneas que se puede rezar por España y por la victoria del Barça, que se puede pasear y escuchar conversaciones en las que no se pronuncia el nombre de ningún político, ni el artículo 155, y seguir viviendo. Nada más. Y nada menos.
Autor >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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