Crónicas hiperbóreas
No es país para equidistantes (pero sí para indiferentes)
Xosé Manuel Pereiro 10/11/2017
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La consecuencia de no pertenecer a ningún partido será que los molestaré a todos.
Lord Byron
Si hay una figura realmente incomprendida en este mundo, además de la del vendedor puerta a puerta, es la del equidistante. Más que, por ejemplo, la del traidor. Un traidor, como decía Clemenceau, es aquel hombre que dejó su partido para inscribirse en otro, pero el traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro es un convertido. Los que saqueaban los galeones de Indias eran unos piratas según la historia española, pero unos audaces patriotas con una concesión de la corona según la británica. Los terroristas y separatistas execrados en las crónicas de las metrópolis son héroes de la independencia en los libros de texto de las excolonias. Pero la mejor manera de pasar a la historia como un desgraciado es no tomar partido. Lo peor, como advertían las madres timoratas, es estar en el medio cuando hay pelea.
Porque, desafortunadamente, todos los conflictos acaban fortaleciendo a los extremos en detrimento de los partidarios de los matices. Cuanto más se enquiste una polémica, más binaria se vuelve. El ejemplo canónico es el llamado conflicto palestino. La sociedad israelí trasplantada a Oriente Próximo reunía bastantes características de una sana utopía. Una mezcla de democracia formal y propuesta socializante, que en medio del desierto logró crear jardines y factorías basadas en I+D. De la misma forma, Palestina era entonces, igual que Líbano, una sociedad árabe abierta y razonablemente laica. Después de medio siglo de conflicto, los que se enfrentan allí por el territorio son, en esencia, dos concepciones político-religiosas irreconciliables, cada vez más reaccionarias y ombliguistas. Esa terrible deriva se puede aplicar a muchas otras zonas, desde Afganistán a la India, pero lo que nos interesa es lo cercano.
Lo que caracteriza a lo cercano es implicarse a sangre y fuego (los colores esos que son ahora tendencia en los balcones) en cualquier polémica, convirtiendo los debates en reyertas y las discusiones en trifulcas. Tomar a la tremenda cualquier fruslería (las rayitas de la camiseta de la selección de la Federación Española de Fútbol), pasando por encima del que osa levantar el dedo. Lo sufrieron por ejemplo los ilustrados de comienzos del XIX, teniendo que escoger entre la caverna ―eso sí, patriótica― y ser tildados de afrancesados ―lo que entonces suponía una lapidación más literal que la de las redes sociales―. En lo que conocemos como la Guerra de la Independencia, España se independizó de un rey impuesto (como si a los otros se les eligiera), pero a efectos prácticos, de lo que nos independizamos fue de la ilustración, de la separación de poderes y de la razón. Y para acabar entronizando a un rey mentiroso que ejecutó a buena parte de quienes le habían devuelto la corona, y que cuando le vinieron mal dadas no dudó en llamar a los mismos franceses -esta vez no ilustrados- que un tipo en tuiter me dijo que los segundos eran reaccionarios.
A los equidistantes posteriores, restablecidas las buenas relaciones entre la corona y la ciudadanía, no les fue mucho mejor. Durante la larga noche de piedra del franquismo solo se admitían adictos y las medias tintas eran más que sospechosas. En los años de plomo en el País Vasco, equidistante era de lo mejor que te podían llamar, dentro de lo peor. Ahora la equidistancia se ve como una suerte de funambulismo ético, un cable para ir de un lugar elevado a otro por el que atravesar haciendo equilibrios para no caer en el barro. Y el futuro no será más generoso: “Detesto a los neutrales, a los enemigos sabes que tienes que odiarlos, pero con los neutrales uno nunca sabe”, proclamaba Zapp Brannigan, el fatuo comandante de la nave Nimbus de la serie Futurama.
En realidad, la equidistancia es una actitud activa, el resultado de conocer las posiciones opuestas y situarse a una distancia calculada de una y de otra (aunque la etimología de la palabra establezca que sea la misma a las dos). Algo que no deja de ser un ejercicio de prospección e introspección considerablemente mayor que dejarse arrastrar por la corriente de pensamiento que corresponda en caso y procurar no nadar en ella a la contra. En esta sociedad eternamente ataviada con la bufanda futbolera se suele confundir la equidistancia con la indiferencia, o con la indolencia. Apartarse de los problemas. Los que no fueron franquistas, pero tampoco antifranquistas, o no son fascistas, pero tampoco antifascistas. Este país tiene una larga tradición extremófila, pero quizá por eso, porque la mucha tensión anuda las terminaciones nerviosas y cansa que no veas, tiene una muy consolidada conducta de pasividad e inacción. La indiferencia es lo peor, porque implica negar que existan los problemas, o las soluciones.
Hay quien sostiene que la indiferencia es el resultado de la ignorancia, de la falta de información. Puede que sí, o puede que no (“ni lo sé, ni me importa”, respondió Saul Bellow, reafirmándolas, cuando se lo preguntaron), pero la indiferencia es el peso muerto de la Historia, decía Gramsci: actúa pasiva, pero poderosamente. Indiferentes son los que no ponen banderas, pero justifican que alguien vaya o no a la cárcel según lo que ha votado. Los que no acosan a sus compañeras de trabajo, pero creen que ahora se exagera mucho. Los que no están a favor de la corrupción, y creen que esto es un escándalo, pero que todos roban, siempre han robado y lo seguirán haciendo. Lo malo de la indiferencia es que ya se sabe que lo malo ocurre no porque exista gente mala, sino porque los buenos no hacen nada.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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