Tribuna
El problema es el euro (y la UE)
La austeridad no se materializó tras el estallido de crisis, y no fue creada por el Pacto Fiscal. Está incluida en los tratados, en la propia arquitectura de la Eurozona
Thomas Fazi (Social Europe) 13/12/2017
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El hecho de que la corriente principal de la izquierda en Europa continúe creyendo, con notables excepciones, que es posible reformar la Unión Monetaria Europea (y la Unión Europea) para que tome una senda más progresista y transformarla en una democracia supranacional de pleno derecho es uno de los misterios más desconcertantes de nuestra época (aunque tratemos de ofrecer una explicación aquí).
Esta es la razón por la que me sorprendió leer un trabajo reciente, encargado por el eurodiputado del Sinn Féin Matt Carthy y escrito por la asesora del Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea/Izquierda Verde Nórdica-GUE/NGL Emma Clancy, titulado The Future of the Eurozone (El futuro de la Eurozona). El documento es innovador, en el sentido de que tiene el extraño mérito de centrarse en la disfunción estructural de la Eurozona (desde una perspectiva progresista, al menos) en vez de simplemente discutir las políticas disfuncionales posteriores a la crisis que han estado llevando a cabo las instituciones y gobiernos europeos desde hace ya casi una década, y de las que la izquierda europea ha estado despotricando durante el mismo tiempo. No se trata de una diferencia insignificante. Tal y como Clancy señala acertadamente: “Mientras los movimientos políticos y partidos de izquierdas de Europa se han centrado en hacer campaña en contra de las decisiones políticas dictadas por las instituciones de la UE desde la crisis, en particular la imposición de la austeridad fiscal, hay una necesidad urgente de que también se estudie –y se explique– el modo en que la propia estructura de la Eurozona ha contribuido a la desigualdad y la discrepancia, ha prolongado y agravado la crisis financiera y la crisis de la deuda pública, y hace que las futuras crisis de deuda pública sean inevitables”.
si la UE es una poderosa herramienta para que los gobiernos pongan en marcha políticas que favorecen a las empresas, también es un útil muy potente para presionar a cualquier gobierno que se atreva a desafiar las políticas institucionales,
El documento hace eso exactamente, analizar detalladamente por qué el problema es, de hecho, el propio euro (y en menor medida la UE), y no únicamente las políticas que normalmente se relacionan con este, y por qué las tribulaciones de Europa no se pueden explicar simplemente en función de la orientación política conservadora de los principales Estados miembros,como los integracionistas a menudo discuten. En primer lugar, la austeridad no se materializó simplemente tras el estallido de la llamada “crisis del euro”, y no fue creada por el Pacto Fiscal; está incluida en los tratados, lo que significa que la propia arquitectura de la Eurozona dejaba que los países se enfrentaran a un déficit externo –en sí mismo consecuencia de la liberalización de los flujos financieros transfronterizos institucionalizados en la arquitectura de la UME, tal y como lo reconoció incluso el vicepresidente del BCE, Víctor Constâncio– sin alternativa excepto la austeridad y la devaluación interna como única respuesta posible a un impacto externo como el de 2009 y años posteriores. Si la austeridad está incluida en los tratados, se deduce que “derrotar a la austeridad” requeriría la modificación de los tratados, que, como sabemos, es poco menos que imposible. Asimismo, la austeridad arraigada es solo un aspecto del problema: todo el manual neoliberal –prohibición de políticas industriales, libre circulación de capital, liberalización financiera, etc.– está implantado en la propia estructura de la Unión Europea.
En segundo lugar, es cierto que las políticas de la UE y la Eurozona las deciden, en gran medida (aunque no exclusivamente), los gobiernos de cada país. En este sentido, sería muy simplista entender las políticas de la UE como una vulneración de la autonomía de los estados-nación por parte de un impreciso “establishment europeo”. Sin embargo, la cuestión que a menudo se pasa por alto es que tener una institución externa o “independiente” –como el BCE, la Comisión Europea, etc.– a la que trasladar la responsabilidad de las políticas impopulares, declarando que “es la voluntad de Europa”, constituye una herramienta muy útil en manos de las élites nacionales con el objetivo de imponer políticas que siempre habían deseado implementar (contención salarial, desregulación del mercado laboral, etc.), pero que les habría supuesto muchas más dificultades poner en march si hubieran sido políticamente responsables de sus decisiones. En Italia, la frase ‘Ce lo chiede l’Europa’ (“Lo pide Europa”) incluso ha entrado a formar parte de nuestra cultura popular por lo habitual que es.
Esto nos lleva al tercer punto: si la UE es una poderosa herramienta para que los partidos dirigentes de todos los países pongan en marcha políticas clasistas que favorecen a las empresas, también es un útil muy potente para presionar a cualquier gobierno que se mantenga al margen y se atreva a desafiar las políticas institucionales, por no mencionar a cualquier gobierno de izquierdas que tenga la suerte de llegar al poder. Y esto lo vimos muy claramente en Irlanda, en 2010, cuando el BCE amenazó con cortar la liquidez a menos que aceptara recibir un rescate financiero; en Italia, en 2011, “cuando las élites europeas obligaron a Silvio Berlusconi a abandonar su cargo a favor de Mario Monti sin elecciones de por medio”, tal y como recordaba cándidamente un reciente artículo del Financial Times, convirtiendo su destitución en la condición previa para que los bonos y bancos italianos siguieran recibiendo la ayuda del BCE; y, por supuesto, en Grecia, en 2015, cuando el BCE, en efecto, cortó la liquidez de emergencia que daba a los bancos griegos para meter en cintura al gobierno de SYRIZA y obligarle a aceptar las condiciones del tercer rescate financiero. Estos episodios, quizá más que cualquier otra cosa, arrojaron luz sobre la desconsideración de la UE hacia la democracia y la voluntad popular –hasta el punto de que es muy cuestionable el considerar que los países de la UME son democracias según la interpretación tradicional del término. Tal y como escribe Clancy: “La capacidad de negar crédito a gobiernos elegidos proporciona al BCE, organismo no elegido ni obligado a rendir cuentas, una enorme cantidad de poder para imponer sus propias políticas en países que necesitan de ayuda”. A este respecto hay pocas razones para creer que si se eligiera un gobierno de izquierdas en un país más relevante dentro del sistema, como España o Italia, no se le dedicaría el mismo trato que a Grecia. En última instancia, lo único que verdaderamente daría libertad de acción a un gobierno de izquierdas dispuesto a enfrentarse a la UE es la predisposición, en nombre de ese país, para dejar la Eurozona unilateralmente (que es de lo que precisamente carecía SYRIZA).
Por si esto fuera poco, parece que las cosas van a empeorar. Tras la elección de Macron en Francia, muchos aseguraban que era un indicio del resurgimiento del proceso de integración y que era el momento adecuado para la creación de una pseudo “unión fiscal” respaldada por un (probablemente muy magro) “presupuesto europeo”, junto con la creación de un “ministro de finanzas europeo”. Estos son los puntos centrales del plan de Macron para “refundar la UE”.
Ahora bien, incluso esta propuesta planteó una serie de conflictos muy preocupantes tanto desde un punto de vista político como económico. Sin embargo, el resultado de las elecciones alemanas ha significado el surgimiento de dos partidos anti-integracionistas, el partido de derechas FDP y el de extrema derecha AfD; el reciente fracaso de las negociaciones para formar una coalición entre el CDU de Merkel, el FDP y los Verdes, que probablemente signifique un gobierno provisional durante semanas, si no meses, y que posiblemente derive en la convocatoria de nuevas elecciones (los sondeos indican que producirían más o menos los mismos resultados que en septiembre); y la creciente inquietud que hay en Alemania respecto al futuro mandato de Angela Merkel. Esto significa que cualquier plan que hubieran esbozado el presidente francés y la canciller alemana bajo cuerda para integrar más sus políticas a nivel europeo está ahora, casi con toda certeza, estancado. De este modo, incluso la lamentable propuesta de unión fiscal que propuso Macron ha quedado descartada, según la mayoría de los analistas.
Las actuales propuestas objeto de debate convertirían a la UE en un sistema aún más represivo, autoritario y antidemocrático que el actualmente establecido: post-democracia con esteroides
En este momento, el rumbo que con mayor probabilidad tomará el gobierno alemán respecto a la política europea –el que tiene más posibilidades de obtener el apoyo multipartidista, independientemente del resultado de las negociaciones para formar gobierno (o de las nuevas elecciones)– es el enfoque “minimalista” tallado en piedra por el infame y ahora exministro de finanzas, Wolfgang Schäuble, en un documento extraoficial publicado poco antes de su dimisión. El principal pilar de su propuesta consiste en entregarle al Mecanismo de Estabilidad Europeo, que pasaría a convertirse en un “Fondo Monetario Europeo”, el poder de vigilar (e, idealmente, imponer) el cumplimiento del Pacto Fiscal. Esto equivaldría esencialmente a establecer un ejecutor fiscal supranacional que erosionaría la poca soberanía y autonomía que les queda a los Estados miembros, en particular en el ámbito de las políticas fiscales, y a facilitar la imposición de “reformas estructurales” neoliberales.
En cierto sentido, las propuestas objeto de debate marcarían la transformación definitiva de los Estados europeos, que pasarían de ser entidades semisoberanas a no soberanas de facto (y cada vez más de jure), mientras la UE se convertiría en un sistema aún más represivo, autoritario y antidemocrático que el actualmente establecido: post-democracia con esteroides. Por supuesto, desde un punto de vista puramente teórico, la Eurozona podría transformarse, sin duda, en una unión política, fiscal y factible –al menos en términos económicos–, permitiendo a la UME en conjunto gestionar los déficits presupuestarios, con el apoyo del BCE, mediante la emisión de eurobonos, el establecimiento de transferencias fiscales sustanciales y permanentes desde las regiones/países más ricos a los más pobres, etc. A menudo se afirma que si la izquierda no ha logrado estos cambios es por el desfavorable equilibrio de fuerzas dentro de Europa. Esto, sin duda, ha influido. Pero detengámonos un momento a pensar acerca de lo que una reforma institucional de esta envergadura implicaría: que en todos los países de la Unión alcanzaran el poder gobiernos de izquierdas más o menos al mismo tiempo --hemos visto lo que ocurre cuando un país intenta hacerlo de forma aislada--, dado que la única forma de modificar los acuerdos es mediante la unanimidad en el Consejo. Ahora bien, no hace falta ser especialmente pesimista para saber que eso nunca sucederá.
Aún más importante, sin embargo, es un punto minimizado por prácticamente todos los integracionistas progresistas, y que el documento de Clancy tiene la ventaja de subrayar, y es que incluso si fuera posible aplicar esas reformas económicas en la UME, serían “totalmente indeseables desde una perspectiva de izquierdas por el hecho de que una mayor integración económica, fiscal y política requiere contrapartidas inaceptables en la capacidad de la gente de participar en el proceso de toma de decisiones de forma democrática a escala local y nacional”, lo que derivaría en un debilitamiento radical del control popular. En última instancia, una reforma progresista de la UE/UME no solo es imposible a efectos prácticos –como han reconocido un creciente número de analistas tan ilustres como Joseph Stiglitz, Paul De Grauwe y otros–, sino también indeseable en términos democrático-populares.
¿Qué supone esto a efectos prácticos para los movimientos y partidos europeos de izquierda? Por supuesto, sería muy ingenuo sugerir que todos ellos deberían empezar a hacer campaña en sus respectivos países para dejar el euro mañana, tal y como reconoce Clancy. Hay una resistencia profundamente arraigada entre los ciudadanos que hay que tener en cuenta, por no mencionar las complejas cuestiones técnicas que hay que superar. De este modo, a corto plazo, la clave es resistirse a cualquier renuncia adicional de la soberanía nacional respecto a la UE y a cualquier aumento y expansión de la Eurozona. Otra importante propuesta que expone Clancy, y que todos los movimientos y partidos de izquierdas deberían apoyar, es el establecimiento de un mecanismo legal y viable para países que deseen salir de la Eurozona: un Artículo 50 para la Zona Euro, por así decirlo. En términos más generales, es crucial para la izquierda europea empezar a entablar un debate sincero acerca de la soberanía nacional en el contexto de una UE y una Eurozona irreformables, especialmente desde que ya se ha iniciado una renacionalización de políticas, nos guste o no. La pregunta es si la izquierda quiere dejar ese campo de batalla en manos de la derecha y la extrema derecha o si quiere dirigir ese proceso por una senda progresista.
Un paso positivo en esta dirección es la declaración de un Plan B firmada por representantes de Podemos, La France Insoumise, Die Linke, el Bloco de Esquerda portugués y otros, que afirman que, si falla el plan de transformar la UE en una zona de cooperación democrática y solidaria, entonces habría que establecer “un nuevo sistema de cooperación europea basado en la restauración de la soberanía económica, fiscal y monetaria, la protección de la democracia y los derechos sociales y la justicia social… El fetichismo de las instituciones de la UE o una moneda específica no puede prevalecer sobre el interés concreto de los pueblos. Desde luego que no.
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Traducción de Paloma Farré.
Este texto está publicado en Social Europe
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