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El sábado me fui a vivir a Coney Island, uno de esos lugares que provocan querencia y alergia a partes iguales y que están en mi lista de sitios a los que quiero ir antes de morirme (también Las Vegas, por supuesto). Coney Island es un parque de atracciones situado a las afueras de Nueva York que tiene todo lo que se le pide a un parque de atracciones: cacharros, música infernal, colores estridentes y alimentos que son una oda a la diabetes y a la retención de líquidos. Pero como todo lugar al que se supone que uno va a pasárselo bien sin excepciones, tiene un lado turbio, lleno de decepciones y fracasos.
A esa zona oculta y espesa para los visitantes me llevó el sábado Woody Allen y me lo contaron los ojos de Kate Winslet, una mujer salida de otro planeta. Un Woody Allen que aparcó por un rato la gauche diviney divinamente judía del Upper East Side y ese Nueva York en el que nunca llueve ni hace frío y nos metió de lleno en el fango, en una historia en la que Jim Belushi y la Winslet huelen y saborean la miseria (moral y de la otra) en cada escena. Con una protagonista que mastica el polvo, el miedo y una vida en la que no le encaja ni una pieza. En esa trastienda de una noria estuve dos horas y comprendí que a veces uno tiene unas expectativas pero la vida sólo puede prometerte decepciones.
Releo estos párrafos producto, sin duda, de estar escuchando a Renata Tebaldi de fondo mientras tengo como vistas el tendedero, algo que tampoco estaba en mis expectativas vitales superados los 40. Pero sigamos hablando de mujeres y de decepciones.
Esa tarde me invitaron a un cuentacuentos. Con dos hijos uno sabe que eso es lo máximo a lo que puede aspirar un sábado por la tarde, así que allá fuimos, vestidos de familia de Malasaña pero sin pasarse. Veintidós niños rodeados de unos padres con vaqueros y zapatillas de deporte y sándwiches de nocilla para compensar.
El cuentacuentos, lejos de tratarlos como si fueran idiotas y hablarles con diminutivos (como hacen muchos), les habló de mujeres, de mujeres que han hecho y hacen historia, valientes, españolas. Les puso fotos y les pidió que se imaginaran la profesión que tenían. Isabel la Católica, Mireia Belmonte, Margarita Salas, Lola Flores, María Blasco, Clara Campoamor…. Luego les pidió que escogieran diez que les parecieran representativas (“Como no cojan a Clara Campoamor les mato”, dijo una madre a mis espaldas que, como imaginarán, no vio cumplidas sus expectativas).
Los niños escogen a quienes ven en la tele y en Instagram, así que deportistas y actrices fueron la mayoría de las elecciones, mientras los padres lanzábamos miradas exhortando a que estuviera María Zambrano. “Es muy fea”, dijo una de las criaturas. Lástima que fueran las seis de la tarde y me pareciera inoportuno darme al vodka.
Luego tuvieron que poner en una tarjeta cuál es la profesión en la que se ven de mayores y el título de su vida. “Millonaria”, dijo una, para jolgorio de los presentes. “Voy a ser muy rica y estaré más buena que el colacao”, resumió. “¿Te das cuenta de que relacionan el dinero con la belleza?”, me dijo el señor que me soporta, mientras yo rezaba para que los míos cumplieran mis propias expectativas. Una quiere salvar el mundo y el otro hincharse a meter triples. No está mal.
Luego, mientras volvía a casa, pensaba que de los 22 niños y niñas sólo una mencionó la medicina, mientras una abrumadora mayoría nos ve como secretarias y profesoras. Hijos de profesionales liberales con más de una balda de libros en el salón que pensábamos, ilusos nosotros, que ver la foto de Carme Chacón pasando revista a las tropas embarazada iba a provocar la misma reacción en nosotros y en nuestras criaturas. A estas alturas, y como dice mi amigo Peio, lo único que podemos prometer son decepciones. Sólo nos queda encajarlas.
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Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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