En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Recuerdo aquella época en la que una de las noches más emocionantes del año era ésa en la que yo me iba a un hotel cuyos dos requisitos imprescindibles consistían en tener Canal Plus y estar cerca de mi trabajo. Porque yo esa noche me iba a ver íntegramente la noche de los Óscar. Con un poco de suerte se cumplía mi quiniela y yo, libreta en mano, apuntaba en tres categorías el vestuario de las actrices. Hora y pico después del final de la gala me iba a trabajar con ojeras y medio litro de café en el estómago. Feliz. Ya recuperaría el sueño después.
Una de las cosas que más lamento de la maternidad es la ausencia de esa época que, además, llevaba consigo la visita semanal a ese rito sagrado que es pasarse un par de horas en una sala de cine. Ahora es raro que haya visto alguna de las películas nominadas, aunque puedo recitarles de memoria el listado de películas infantiles que llevo a las espaldas. Ya recuperaré ese placer.
El lunes vi un resumen de la gala de los Globos de oro. Me ahorré la libreta porque ya sabía que irían las actrices de negro y no puedo comentar la calidad de las películas ni de las series porque la mayoría no las he visto. Será que ahora valoro más el sueño que aquellas noches de insomnio consentido en un hotel. Será que tengo 15 años más.
Me gustó el discurso de Oprah Winfrey. Especialmente cuando dijo aquello de que el silencio viene a veces dado por esa necesidad tan humana que consiste en pagar las facturas. Los nombres propios, el prodigioso dominio de los estadounidenses para armar un discurso, llevar a un orador dentro y darle el toque justo de espectáculo. A mí se me pusieron los pelos de punta y entonces me acordé de aquel jefe que me dijo a voz en grito mientras yo pasaba por delante de su sitio para ir al baño: “Angelita, estás buena hasta preñada”. Recuerdo también mis orejas rojas y acelerar el paso con mi barriga de casi ocho meses. Yo, la que vacila hasta consigo misma. Recuerdo seguir bajo sus órdenes mucho tiempo más.
Terminó de hablar Oprah y estuve a punto de irme a la embajada a pedir la nacionalidad estadounidense sólo para poder votarla. La emoción me duró apenas unos segundos, como la fuerza de la gaseosa. A esa hora algunas de las mujeres que más escriben y ejercen el feminismo en redes sociales alababan a esta empresaria todopoderosa nacida en Misisipi. Sin conocernos y con diferencias notables entre nosotras, a todas nos había cautivado. Esa mujer capaz de emocionar con su discurso a favor de las mujeres y de romper el silencio y también maestra en abrir el saco de mierda (perdón) en muchas de sus entrevistas.
Porque Oprah promueve el empoderamiento femenino con la misma energía con la que saca las bajezas y hurga en las heridas de muchos de sus testimonios. Sí, amigos, lo mismito que criticamos a las reinas de las mañanas y de las tardes de este país aún llamado España. Las del morbo y los sucesos, las de los talk shows. ¿Ustedes se imaginan esa misma reacción unánime si en vez de Oprah fuese Ana Rosa, Susana o Maria Teresa, quizá Mariló?
Ayer conocí a una mujer llamada Belén. A los diez minutos de ponerle cara, mientras ella se tomaba un poleo y yo una botella de agua, y con mi irrefrenable verborrea, le planteé que temo un feminismo gaseosa. Ese que reacciona a la mínima con, digamos, poquito análisis y reflexión, y que se queda en un vestido negro y frases redondas. Entonces le hablé de la poca repercusión que ha tenido en mis colegas la noticia de que Islandia haya sido el primer país del mundo que ha cerrado por ley la brecha salarial. De lo desapercibido que ha pasado el hecho de que en otro país, Alemania, las mujeres podrán conocer el sueldo de sus compañeros y exigir cobrar lo mismo que ellos. “Bueno, pero es que igual eso es más aburrido, ¿no?”, me dijo. Se me pusieron los pelos como escarpias, no precisamente de la emoción, porque entonces creí entenderlo todo.
Es más fácil poner los pelos de punta apuntándose a determinados fueguecitos en las redes sociales que meterse en la web del INE y comprobar que el salario medio bruto de los varones en España es de 2.075 euros, mientras que las mujeres reciben 1.661 euros. Mucho más aburrido, sin duda. Como plomazo es preguntarse por qué hay tan pocas mujeres en la CEOE, o tantas periodistas y tan pocas jefas. Porque en este feminismo gaseosa la fuerza se nos va con frases ingeniosas y apelando a emociones facilonas que nadie sería capaz de rebatir. Como cuando te preguntan si te gustaría que hubiera paz en el mundo. Porque es, sin duda, mucho más aburrido preguntar en el Congreso de los Diputados si alguno de los partidos presentes ha presentado algo al respecto, porque leerse un programa electoral es como escuchar a Pedro Solbes hablar: un somnífero infalible. Porque eso es cosa de la prensa económica, que como todos sabemos sólo habla de señores poderosos con dudosa moral. No como la nuestra. A ver si por no hurgar en lo que importa vamos a quedarnos en un feminismo gaseosa y, lo que es peor, de parque de atracciones.
Recuerdo aquella época en la que una de las noches más emocionantes del año era ésa en la que yo me iba a un hotel cuyos dos requisitos imprescindibles consistían en tener Canal Plus y estar cerca de mi trabajo. Porque yo esa noche me iba a ver íntegramente la noche de los Óscar. Con un poco de...
Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí