Adelanto editorial
“Todo lo que quiero es bailar”
Primera biografía consagrada al maestro de maestros de la danza flamenca, Manolo Marín
Christine Diger 17/01/2018
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Nacido el año 1936 en Sevilla, Manolo Marín, bailaor y coreógrafo de flamenco ha firmado algunas de las obras más bellas del repertorio. Su historia comienza bailando en las calles de su ciudad y continúa durante los años cincuenta en Barcelona, donde da sus primeros pasos profesionales junto a su hermana. En París causó admiración entre personalidades del espectáculo, del cine y de la literatura. De vuelta a Andalucía, en 1974, fundó por fin su propia academia. A los ochenta años, Manolo baila todavía. Tout ce que je veux c’est danser es la primera biografía consagrada a este maestro, guiado por un sueño de infancia que nunca le ha abandonado.
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No hay ni un ruido salvo la conversación entre los pájaros, los árboles y el viento. Solo algunos murmullos de canto profundo rasgan el silencio de la noche. La soleá, oscura y solemne, transporta su melodía como un velo negro sobre la cuna. Clava su largo quejío en su memoria. Dibuja los fundamentos del mundo emocional del niño que, sin embargo, no ha visto nada del horror. Afluyendo como una nana a sus orejas, la soleá se convierte en la heroína lírica del drama asociado a la ternura de su madre. En la noche oscura, Mercedes acalla los lloros del bebé meciéndose al ritmo lento y majestuosos del canto-madre del flamenco.
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Felizmente, flotando en el aire, de un patio a otro, se escuchan siempre dulces melodías que mecen a los niños. De una radio o de una habitación se escapa el cante de unas sevillanas, alegre y caluroso. Cómplice de sus juegos, anima también a los adultos. Un, dos, tres, arremangando la falda o el delantal, las mujeres se ponen a bailar. Si hay un hombre para acompañarles, lo desafían altaneras con la mirada, una ligera sonrisa en los labios, antes de abandonarse en sus brazos al final del baile. Manolo, midiendo apenas medio metro, es feliz al ritmo de las sevillanas.
Le envuelve, le engatusa, le rodea, le hace dar vueltas, le permite escapar del mundo real. La danza le susurra tiernamente a la oreja que nunca le abandonará. Juntos serán más fuertes, dominarán todo aquello que la vida les pueda negar. Con ella, torea el infierno, taconea como para espantar los espíritus del mal. Con los brazos levantados, el busto arqueado, mira al cielo y lo desafía a que calme su dolor en el vientre. De este gesto de supervivencia le quedará una expresión que permanecerá para siempre. El dolor que persiste desde su nacimiento lo moldea inconscientemente, asociado a una palabra que nunca olvidará “La posguerra”. Se escucha a menudo pronunciada en el patio en los días sin pan. Para ocultar la palabra hambre, las mujeres dicen “¡Ah, qué difícil la posguerra!” Esos días, el niño baila sin parar para que cada paso de las sevillanas mordisquee el tiempo que pasa.
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Pasando por delante del palacio del Alcázar se detiene, impresionado, frente a un hombre que toca un organillo apoyado sobre la muralla. Haciendo girar una manivela, el hombre desenrolla hojas de cartón agujereadas de las que surgen notas de música. Manolo y Patro reconocen la melodía de las sevillanas y se miran riendo. Escuchando su melodía cómplice, Manolo se coloca para bailar. Por primera vez se atreve a hacerlo fuera de casa. Patro se le une, con los pies en primera posición, y allá van. Protegidos por el majestuoso entorno de la Giralda, cincelando el cielo azul con sus contornos ocre, bailan invadidos por un sentimiento de libertad. A cada giro Manolo da las gracias a la veleta de la Giralda y al saludo de las palomas que recorren el cielo. Sin prestar atención a los curiosos, se distrae, olvidando esta timidez enfermiza que le mantiene alejado de otros niños desde bien pequeño. Una sevillana y luego otra, hasta que Patro le devuelve a la realidad: “Tenemos que volver a casa” Antes de dejar marchar a los niños, el organista desliza unas monedas en la mano de Manolo: “Toma, da esto a tus padres y diles que vuelves mañana”.
Al día siguiente Manolo vuelve a encontrar al organista en la plaza de la Giralda y lo sigue por toda Sevilla bailando al ritmo de las estrofas. A partir de ese día Manolo fingirá seguir a los niños en la calle para acudir junto a su nuevo amigo en la Giralda. Poco a poco, Sevilla se transforma en un gran escenario teatral que se torna cada día más grande. Manolo se pierde entre las bambalinas de la ciudad y ya no encuentra el camino de vuelta a casa. Solo una vez cae la noche, se asusta: “Voy a volver tarde y otra vez me van a dar guerra”, se repite. Pese al temor del castigo, no puede resistirse a prolongar el placer de esta aventura iniciática. La melodía es tan bella que bien merece todas las reprimendas del mundo. “Otro baile, otro más y un último más” se dice, mientras el organista gira la manivela.
Para el saltimbanqui la compañía del niño es un golpe de suerte. El espectáculo atrae cada vez más gente. El público emocionado aplaude a este chiquillo tocado por la gracia divina. Se muestra también más generoso al paso del sombrero. Manolo utiliza este dinero para atenuar los reproches cuando vuelve tarde a casa. Una tarde, susurra a Patro al oído: “Sabes, me tiran monedas por las ventanas y por los balcones. Pero no lo hago por el dinero. No mendigo la caridad. Lo hago porque tengo ganas de bailar”.
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Manolo se levanta sin titubear. Empujado por la tierra de luz, se sitúa. Un pie delante, un pie detrás, se coloca en tercera posición. Se yergue clavando el peso de su cuerpo en la tierra. Las manos en las caderas, el codo izquierdo hacia delante, el derecho hacia atrás, el busto ligeramente inclinado, el mentón levantado, los ojos buscando el infinito, toda Sevilla en él se pone en movimiento. Sobre el ritmo sin cabeza, planta sus talones en el puente de Triana, levanta los brazos hacia la veleta, se enrosca en la Torre del Oro, vuela junto a las golondrinas de la Plaza Santa Ana. Baila la siguiriya con el puñal en el vientre, encadenado al recuerdo de la portería. El quejío proviene del origen de los tiempos y la luna recoge su dolor. El ritmo sin cabeza continua. Dos compases antes del fin de la pieza, Manolo se detiene en seco para dejar escuchar el silencio, mientras que en él el grito vuelve a hacerse escuchar.
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Más allá del descubrimiento de los paisajes, dos acontecimientos muy singulares marcaron su estancia en el campamento de verano en Puerto Santa María. La noche del 18 de agosto, tres días después de la llegada al campamento, los niños se acuestan después del rezo, sobre las nueve y media. Tumbado sobre el colchón a la entrada de la tienda, Manolo contempla las estrellas mientras murmura el Padre Nuestro “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…” ¡Mediante esta recitación escrupulosa obtendrá la gracia divina! Entonces, deteniendo su mirada en una estrella, implora a Dios: “¡Dios, haz que comamos todos los días! ¡Dios haz que mi padre tenga trabajo! ¡Dios haz que mi madre no vuelva a ver al General nunca más! ¡Dios haz que mi tío Paco no hable más de política y que no vaya a la cárcel! ¡Dios haz que mi hermana aprenda de memoria los pasos de la siguiriya!”. Entonces Dios le interrumpe: “¡Manolo! ¡Un solo deseo!” Y por impulso emotivo Manolo le responde: “Dios mío, todo lo que quiero es bailar!”
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Manolo acepta seguir a su hermana hasta casa del agente. Los bautiza como Los Chavalillos Sevillanos, retomando el antiguo nombre artístico de la famosa pareja Antonio El Bailarín y Rosaria. Los presenta en los pequeños teatros, las salas de conciertos, los cines y los restaurantes. En todas partes Los Chavalillos Sevillanos generan entusiasmo. Tras el brío de sus giros hay algo impalpable que toca y despierta los sentimientos de todo el mundo. Terrestres en su juego de pies parecen bailar con la tierra entera. Los chavales se entregan en cuerpo y alma, envolviéndose en los dramas de su vida y proyectando sus sueños al infinito. ¡Toda una vida dedicada a bailar! ¡Únicamente a bailar!
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Manolo llega a Londres en pleno otoño. La niebla envuelve la ciudad. A través de la bruma irrumpen formas en una luz tamizada, como un cuadro de Monet: una única brecha de sol entre las sombras. El frío y la humedad acentúan su malestar. Se encuentra solo, lejos de los suyos, sin raíces. Aquello que se desprende de esta ciudad no le resulta completamente extraño. Ignora los problemas pero siente que aquí como en Barcelona, son jóvenes resignados que van a trabajar a la fábrica. Él, se dirige a ciegas hacia unos sueños sin atisbar la salida.
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Manolo comienza su formación con la señora Rambert, que enseña siguiendo el más puro espíritu de la danza clásica. La señora Rambert hace enlazar los jetés y las vueltas a sus alumnos. Uno por uno, cruzan la sala acelerando el ritmo. Manolo ralentiza el paso de sus compañeros. “Stupid! Stupid Spanish! ¡El español de ahí del rincón!” exclama Marie Rambert. “¡Debes convertirte en un bailarín de carácter!” Al lado de sus compañeros, Manolo no se atreve a manifestar su incomodidad. Calla su vergüenza, pero está furioso. “¿Qué es un bailarín de carácter?” se pregunta. “Ya soy un bailarín de carácter. ¿Acaso no es el flamenco el verdadero baile de carácter? ¡Me ha enseñado mucho más que cualquier otro baile! En un baile de carácter, se interpreta el papel de un personaje, un chino, un español, un débil, un fuerte…¡ En el flamenco, uno es el protagonista de su propia danza!”
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En una ensoñación despierta, se entrega a un ejercicio de introspección cruzando las etapas unas tras otras, hasta producir un vacío a su alrededor y dentro de él, a continuación, se levanta y súbitamente echa a volar sobre el espacio minúsculo del escenario. Encerrado en su vuelo, se despierta aplicando fuerza y delicadeza en un mismo impulso. Sus movimientos son simples, depurados, sus manos ligeramente desplegadas como las alas de pájaro. Baila bien cerrado y fuera de sí manteniéndose en un mismo punto. En este diálogo íntimo consigo mismo, olvida el público que, por su parte, percibe hasta las mínimas vibraciones. El escenario reducido del catalán le permite desarrollar su estilo sensible, retenido y sensual al mismo tiempo. “Los vasos tiemblan sobre las mesas y las mujeres quedan embelesadas”.
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Manolo, muy natural, es apreciado por sus alumnos por su simplicidad, por sus gritos y sus carcajadas. Se detienen sobre un paso, lo diseccionan, le añaden ornamentos, inventan sin parar. Pero se trabaja duro para hacer crecer el espíritu dentro del cuerpo. A Manolo le gustan las personalidades fuertes, las energías. Presiona a las personas que tienen talento. Empuja, hace que las resistencias estallen para que los caracteres se revelen. Ni uno solo de sus alumnos debe fracasar. “Ser un muy buen bailarín es una cosa, otra cuestión más difícil es convertirse en artista”. Les aporta una visión teatral del flamenco. La entrada en escena, su dramaturgia, es un acto decisivo del que depende todo el espectáculo que viene. Se anda con ritmo, con el cuerpo en tensión, después uno adopta una actitud altanera. Tras este momento de preparación interior, breve, incisivo, uno se adentra en el pasillo de un tiempo utópico donde nacen sensaciones y sentimientos, combinados por la fuerza y la gracia. La fuerza de los pies es ella misma una rítmica cargada de sentimientos. Se matiza, se alteran los momentos culminantes y los momentos delicados, se habitan los silencios. Los movimientos infinitamente pequeños retenidos, combinados con movimientos infinitamente grandes orientados hacia el cielo, son los que crean la emoción. Se guarda la tensión hasta el final cuando se termina con una figura que se inmoviliza, antes de salir del escenario dignamente sin buscar el aplauso.
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Tout ce que je veux c’est danser, Chistine Diger. Ediciones Atlantica, 2017. El libro aún no se ha traducido al castellano.
Traducción de Andrea Sancho Torrico
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Christine Diger
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