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Tenía que ir de viaje. Era adolescente. Pasaría la noche en la carretera. Supongo que escuchando a Prince. No lo recuerdo. Mi padre me acompañó hasta la parada de autobuses. Vio que me había gastado en mi billete casi todo lo que llevaba. Entonces me preguntó si tenía dinero. Le dije que no. Mi padre se sacó la cartera de su bolsillo, más chulo que un ocho y con aquella cara luminosa que gesticulaba. Buscó y rebuscó en su cartera. No tenía nada. Noté su vergüenza ante el hecho de no tener nada, lo que me llenó de ternura. Mi padre dejó de buscar. Meditó algo. Entonces me preguntó si tenía cartera. Le dije que no. Me dio en ese momento la suya. Hice el viaje, así, con su cartera. Repleta. De nada. En los siguientes días, el volumen nuevo de su cartera en mi bolsillo me hacía percibir, continuamente, que mi padre me había dado todo lo que tenía. Es decir, nada. Es decir, todo. Y vi en ello algo satisfactorio que, desde entonces, he intentado reproducir, sólo por el placer que produce.

Cuando mi padre dio por concluida mi educación -muy pronto-, cambió. Dejó de actuar y ocultar, y empezó a mostrarme sus debilidades, sin perder el tiempo en intentar disimularlas. Fue en ese preciso instante cuando empecé a ser consciente de que empezaba a recibir educación. Incluso, una suerte de alta cultura. No se educa, en fin, con palabras. No se educa, empiezo a comprenderlo, con hechos, siempre teatrales. Se educa -es decir, se aprende, si así lo quieres- con fragilidad. Con los hechos que caen con violencia sobre ella. Hace unas semanas di por concluida la educación de mi hijo. O, al menos, he dejado de actuar y ocultar, y he empezado a mostrar mis debilidades. Y, en ese trance, esa cara que se te pone en el rostro cuando buscas algo y no hay nada. Se trata de fotos de diversos rostros tuyos, conforme se van estrellando contra el destino.

Y, con ello, das nada. Y das todo. No hay más.