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Los nativos vivían a pocos kilómetros de la civilización, de manera que se organizaban viajes para visitarlos. Cada fin de semana un autobús de turistas llegaba a su zona. Casi todos, del país, también con los ojos rasgados. Durante una hora los turistas podían deambular entre ellos y tirarles fotos. A los turistas les hacía mucha gracia el taparrabos azul que llevaban. Los hombres y las mujeres del taparrabos azul, sea como sea, no les devolvían la mirada. Hacían sus quehaceres, impasibles, impenetrables. Nada nuevo les había penetrado el alma en los últimos miles de años, salvo, por lo que se veía, los instrumentos de metal –fundamentalmente, cuchillos y machetes– y el tabaco, que fumaban en todo momento. Su originalidad, en todo caso, no era el taparrabos azul oficial de la tribu. Era su idea de propiedad.
No tenían propiedad. Eso es, por otra parte, algo habitual en tribus parecidas de todo el mundo, con el mismo reloj. Puede sorprender, pero la propiedad, algo que copa nuestra realidad y todo nuestro tiempo, en tribus antiguas es sustituida por otras obsesiones asfixiantes, que ocupan toda su realidad y todo su tiempo. Suelen ser cosas como la religión, las costumbres, los tabúes, en lo que es un indicio de que nuestro culto a la propiedad es una suerte de religión, de costumbre, de tabú. Es su eco. Ignoro todo sobre la religión, las costumbres y los tabúes de aquella tribu. Fui a verles porque estaba cerca, de paso. Y porque lo único que sabía de ellos era que suponían el grupo humano que, tal vez, había ido más lejos en una suerte de trayectoria intelectual para mitigar la propiedad.
Carecían, lo dicho, de objetos de propiedad individual. Pero su originalidad había ido más allá. Consideraban que ni siquiera su cuerpo era suyo. Lo defendían, claro, del dolor y de los extremos, pero para ellos perder un dedo, una mano, un brazo, una pierna, no era perder nada propio, sino una parte de un objeto prestado. Lo sorprendente, lo realmente llamativo, es que lo único que consideraban propio y totalmente suyo, su única propiedad individual, y que, se decía, defendían ferozmente, era precisamente una parte concreta de su cuerpo. Que supone menos del 10% del cuerpo. Era su rostro.
Recuerdo que invertí mi visita en observarles el rostro. Bastaba una mirada para comprender que eran propietarios absolutos de su rostro. Miraban desde una niñez, una juventud, una madurez y una vejez que les pertenecía plenamente. Su belleza, su suavidad, sus arrugas, sus cicatrices eran, inequívocamente, suyas. En su mirada y su expresión se observaba una biografía propia, absolutamente particular. Transportaban su rostro con cierta solemnidad. Era evidente que eso era lo que entregaban al otro cuando hablaban de algo profundo, cuando discutían, cuando hacían el amor, cuando dormían, o cuando eran observados sin saberlo.
Recuerdo que me impresionó ver el rostro de personas que sólo poseen su rostro, si bien, con la estilización del alma que supone el paso del tiempo, hoy sé que lo único que poseen en verdad las personas, todas, es su rostro. Lo demás es obsesión. El rostro es lo único que regalamos o negamos. Nuestra entrega, nuestra vida, se produce en ese punto y no en cualquier otro. Vas a buscar el pan, hablas con alguien, estás encima o debajo de alguien, y recibes o das ese recipiente de años, en el que guardamos la biografía. Poco más. Es decir, todo. Sólo poseemos el rostro. Sabes si posees tu propio rostro o el de otra persona solo con mirarlo. Sólo poseemos el rostro. Nada más. En ocasiones vas por la calle, o entras a algún sitio, y ves el rostro de alguien que está en el secreto. Es plenamente consciente de no poseer nada, salvo su rostro. El espectáculo de esa visión vuelve a ser fantástico, como la primera vez que lo vi.
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Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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