Tribuna
Cuando el problema es la izquierda
Hoy asistimos a dos procesos distintos que no debemos confundir: un recambio de élites, frente a la crisis política del régimen, y a las primeras tentativas de formación de instituciones propias de clase
Emmanuel Rodríguez 7/02/2018
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Más de un mes de artículos y contraartículos sobre la izquierda y su incapacidad de salir de su propia burbuja social y cultural. La serie vino iniciada por un puñado de provocaciones en El Confidencial. Pero la discusión ha desbordado con mucho a sus promotores iniciales. En estas semanas han escrito figuras como el Nega, el secretario general de IU-Garzón, una conocida asesora de Ciudadanos, la cabeza de Politikon (Pablo Simón), algunos profesores universitarios y otros muchos articulistas y plumillas. Por mal planteado que nos resulte, por equívoco que nos parezca, este debate alcanza a decenas de miles de personas. Por eso merece la pena intervenir en él.
Los argumentos que abrieron la discusión no son especialmente originales. Se repite la incapacidad de la izquierda (incluida la nueva política) para llegar a los sectores populares, su siempre pretenciosa superioridad moral, su ensimismamiento y sobre todo su perfil social dominado por la clase media, por no decir, la élite cultural. Nada nuevo, apenas la constatación de una realidad que es común a casi todos los países occidentales: que vivimos en una de esas sociedades dominadas por la ficción de la clase media. Y que lo que los ingleses llamaban “nación política” resulta excluyente respecto de todo aquello que no encaja en esa norma social dominante (la clase media), por fetichista y especular que esta resulte. En nuestra “nación política” no hay espacio para lo que huela y sepa a “obrero”. En la incapacidad de la nueva política de escapar a este diagnóstico, quien escribe este artículo también probó suerte con un pequeño libro. Su propósito era ofrecer una explicación social al ciclo político que abre el 15M y a las tensiones y contradicciones que representa hacer una política de clase media, cuando esta entra en crisis.
Sea como sea, el interés de esta discusión sobre la izquierda llega cuando los polemistas plantean sus propuestas para corregir la situación. Existe una amplia variedad de respuestas. Unas se centran, las más, en que la izquierda debe hablar de las cosas que interesan “a la clase”. Otras, las menos, en que la izquierda debe ser parte de las clases populares y que estas clases deben hablar por sí mismas. Algunos incluso plantean propuestas de cuota obrera en los nuevos partidos. Hoy el cuotismo parece ser un “derecho” para todo sector movilizado. Otros incluso argumentan que en España no existe el problema: que los “obreros” siguen votando izquierda —quizás el problema es simplemente que no voten—. Casi todas coinciden, sin embargo, en que el objetivo es el gobierno de la izquierda, las políticas redistributivas, el gobierno para los débiles y bla, bla, bla... En última instancia estamos ante opciones políticas electorales: entre aquellos que nos hablan de la reedición del viejo partido comunista o socialdemócrata con una amplia implantación social; y aquellos que nos proponen un “tercerismo” populista, algo así como un Trump bueno.
Quizás merezca la pena plantear la cuestión en otro terreno, partiendo de algo tan banal como ¿qué es la izquierda? La izquierda es, sin duda, una tradición, un amplio conjunto ideológico, unos partidos y unas organizaciones, incluso una cultura, la cultura de izquierdas. Pero la izquierda no es la clase (la clase obrera). Esto es una obviedad. De hecho históricamente, la izquierda ha tenido a ratos (muchos ratos) una pésima relación con amplios segmentos del movimiento obrero. Así por ejemplo en los primeros años del siglo XX: cuando aquellos obreros que apostaron por organizarse “solos” y al margen de cualquier influencia de intelectuales de otras procedencias sociales, rechazaron una y otra vez su representación por parte de los partidos socialistas. No hablamos de experiencias pequeñas, el sindicalismo revolucionario —esto es, los wooblies de todos los países de habla inglesa, la primera CGT francesa y la CNT— se organizaron en una negación explícita a la delegación en la izquierda.
Lo mismo se puede decir de la relación entre clase e izquierda en los conflictivos años sesenta y setenta. Durante este periodo, amplios segmentos del proletariado juvenil de medio planeta se separaron de los sindicatos y de los partidos comunistas y socialistas para formar sus propias organizaciones de lucha. A la vieja izquierda esta situación le resultó tan amenazadora, que en muchos países (incluido España) decidió combatir a estos “otros” obreros, a los cuales no entendían y para los cuales no disponían de nada que ofrecer. No sorprende así que los propios movimientos que entonces empezaban a crecer acogieran nombres que los distinguían de la vieja izquierda, como “nueva izquierda” o “autonomía obrera” (en primer lugar de los partidos y sindicatos de izquierda), a fin de no ser confundidos con tradiciones que consideraban completamente corrompidas.
Por hablar de nuestro caso parroquiano. En la década de 1970, la izquierda española (PSOE y PCE) apoyó sin muchos remilgos, no sólo el acuerdo político que dio lugar a la democracia que hoy conocemos. De un modo mucho menos justificable, trató por todos los medios de acabar con la movilización obrera que agitaba fábricas y barrios. Y lo hicieron por medio de la imposición de la política de rentas (los acuerdos de la Moncloa de 1977) y de la absorción de los cuadros del movimiento, a través de una nueva forma de cooptación: la carrera política, y su derivado menor, la carrera del liberado sindical, a cuenta del Estado. En este periodo, la izquierda existente (salvo una minoría radical) no tuvo ningún empacho porque el cierre de fábricas y el desempleo creciente repercutiera en los más jóvenes, generando una situación de desesperanza que llevó a la tumba a varios miles de la mano de la más terrible de las pandemias sociales de la época, la heroína. No hay por eso, mucho lugar para la sorpresa, cuando el 15M se declaró “ni de izquierdas ni de derechas”. Con la izquierda realmente existente, había poco, muy poco, que compartir.
Pero no nos perdamos en la historia, hablemos de lo que preocupa en esta discusión. En nuestra democracias, “avanzadas”, de consumo, de clase media, la izquierda tiene un papel muy preciso. Es el cuerpo institucional e ideológico que canaliza el malestar social por los cauces legales establecidos al efecto: la producción de opinión pública, los partidos, los sindicatos, el voto. En palabras viejas, la izquierda es lo que Althusser llamaba un “aparato ideológico de Estado”. La izquierda trabaja “por la ideología de Estado, al servicio de la política de Estado”. Y como carta alternativa a la “derecha”, la izquierda ha operado excelentemente en épocas normales, siendo un precioso puntal de la estabilidad social y política. En la viejas palabras de Althusser, sus partidos practicaron a la perfección el mejor de los cretinismos parlamentarios y sus sindicatos el “economicismo” más corporativo.
El problema es que ya no estamos en una situación de normalidad. En tiempos de crisis, y estos son tiempos de crisis, la izquierda puede dejar de seguir cumpliendo con su papel. Y esto es lo que hace que ni el PSOE ni IU sirvieran a la altura de 2011, que surgiera Podemos en 2014 y que hoy parece que Podemos tampoco sirva.
Quizás debamos plantear el problema desde otra perspectiva. En términos de la política de transformación (la misma a la que apela la izquierda) el problema nunca puede ser lo que la izquierda hace o lo que la izquierda dice. El problema crucial es el de la organización de los sujetos dominados, excluidos, explotados. A veces, estos sujetos se reconocen en organizaciones y tradiciones de izquierda. Otras se inventan casi todo de raíz. Estas situaciones son casi siempre las más interesantes. En estas, los dominados, los excluidos, suelen aparecer como algo completamente nuevo. En estas ocasiones, sus movimientos se dotan de nombres y formas nuevas, potentes, casi deslumbrantes. Así ocurrió en los orígenes del movimiento obrero, que no era exactamente de izquierdas, sino “socialista”; también en todas las rupturas significativas de ese movimiento. Pero también es lo que sucedió en las sucesiva olas del feminismo, con los movimientos indígenas, con el movimiento negro y un largo etcétera. Ninguno de estos movimientos fue en principio admitido por la izquierda. En cualquiera de estas emergencias, la crítica se dirigió contra la izquierda, se denunció su elitismo, su colaboración con el Estado y todos sus privilegios. Y esta izquierda reaccionó la mayor parte de las veces de una forma conservadora y brutal.
En España, la clase obrera ha dejado de existir desde hace ya 30 o 40 años. Ha dejado de existir no porque no existan obreros de fábrica, aunque sean muchos menos que en 1973, ni trabajadores manuales, ni desde luego un inmenso proletariado de servicios compuesto crecientemente por mujeres y migrantes. Ha dejado de existir porque no existe movimiento obrero, aunque existan sindicatos (en su mayoría en nómina del Estado). Porque no existe una cultura política obrera —o de estos nuevos segmentos proletarizados—, aunque existan toda clase de estilos y formas de vida “populares”, convenientemente explotados y neutralizados por la sociedad de consumo. Lo que debería sustituir a la clase obrera —los excluidos, los precarios, los sin derechos, los que no están en “política”— carecen de instituciones propias, de medios propios, de sindicatos y cooperativas que se diría con viejo lenguaje. Y este es el problema político de nuestro tiempo.
Que la izquierda no encaje en nada en las clases populares, que esté compuesta de aspirantes a nueva élite política —y cultural, lo que incluye a los “formadores de opinión”— es una obviedad. Hoy asistimos a dos procesos distintos y que no debemos confundir: un recambio de élites, frente a la crisis política del régimen y de una vieja clase política y cultural enrocada; y también asistimos a las primeras tentativas de formación de instituciones propias de clase. Al primer proceso se le llama renovación de la izquierda. Para el segundo todavía no tenemos nombre.
La cuestión prioritaria no es que los pobres y los obreros voten a una opción de izquierda, ni siquiera que estén integrados en la “dirección” de la izquierda. No es tener un gran partido socialista-comunista, tampoco promover a un Trump bueno. El reto es que estos se organicen y de paso se alíen con todos aquellos sectores en proceso de desafiliación de la clase media. Si esto felizmente ocurre, que voten o no a la izquierda será una cuestión menor. A partir de ahí veremos otra vez lo que puede una política de clase. También lo poco que puede una política de izquierdas.
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Autor >
Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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